La última vez que vi a Allan fue el pasado 14 de abril. Coincidimos los dos en una conferencia sobre Brexit en NYU que había reunido a economistas y juristas. Nos sentamos juntos, al final de la mesa cuadrada, a la izquierda. Yo en la esquina. Él a mi zurda. Pronto empezamos a cotillear. La segunda presentación de la mañana no valía para mucho. La conversación giró al euro. Una mala idea. Allan lo dijo desde el principio. Y luego, claro, sobre su relación con Margaret Thatcher. Cuando había sido primera ministra, Allan mantuvo muchas entrevistas con ella y siempre defendió su firme posición contra la inflación. Disfruté inmensamente de todas las anécdotas que me contó. Una gran jornada.
La ventaja de su edad (tenía 89 años) era que ya lo había visto todo y discutido todo. Aun así, no tuvo problemas en enzarzarse ya en la sesión de la tarde con uno de los juristas que, en un ejercicio de retórica vacua, apelaba a principios abstractos sobre la construcción europea que violaban las restricciones de incentivos. Pues esto es, y eso explicó Allan con calma, la economía: incentivos y restricciones de recursos. Dados recursos limitados con usos alternativos, los agentes responden en sus decisiones a los precios relativos de estos recursos.
A pesar de la viveza de sus comentarios, le vi más mayor que en febrero, cuando habíamos coincidido en Hoover. Quizás un mal día, pensé. A sus años había venido desde Pittsburgh a Nueva York para aprender sobre derecho de la Unión Europea. Un esfuerzo tremendo, incluso con 50 años menos. ¿Por qué? Porque Allan quería entender la importancia del imperio de la ley. Estaba convencido que la clave del crecimiento económico, de la prosperidad y de la democracia era este imperio. “Hésus” me decía (pues más o menos era como pronunciaba mi nombre), “no country has ever grown without effective rule of law” (Allan era mi “jefe” en la iniciativa de Hoover de imperio de la ley y regulación). Y tenía razón. Tan convencido estaba de ello que a sus años había comenzado a escribir un nuevo libro al respecto. A la hora del almuerzo presumió, como un chiquillo en el doctorado, que tenía una nueva interpretación de varias decisiones tempranas de la Corte Suprema americana a principios del siglo XIX. “My eyes are old, but my ideas are fresh! I have the advantage of not having studied law” nos dijo.
Cuando me despedí de Allan al final de la conferencia no sospeché que nunca más volvería a hablar con él. El domingo por la noche, justo antes de ir a dormir, escuché que estaba muy enfermo. El martes, a mitad de día, llegó el desenlace.
Esta larga introducción cumple dos objetivos. Uno, despedirme en público de una persona que me ayudó en más de una ocasión sin más motivo que la generosidad académica. Dos, para motivar porque siento que tengo que escribir en cierto detalle sobre Allan. Dice la nota de prensa de Carnegie Mellon que Allan era el autor de más de 10 libros y de 400 artículos. Esta capacidad de trabajo hace complejo para mí decidir sobre cuál de sus logros intelectuales hablar.
Por no abusar de la paciencia del lector, me centraré en los dos volúmenes de su historia de la Reserva Federal: el primero y el segundo en dos tomos, uno y dos. Ahí están, en la estantería de la galería de mi casa, con los otros libros de historia monetaria de Estados Unidos. 2200 páginas entre los tres tomos. Lo mejor que se ha escrito nunca sobre la historia del actual banco central americano (antes hubo otros dos, the First Bank of the United States and the Second Bank, los edificios todavía se pueden ver en Filadelfia: cuando tengo visitantes que les interesa les llevo y les doy una breve lección in situ de historia monetaria del siglo XIX; aunque normalmente a mis invitados no les interesa en exceso: la historia monetaria es lo que tiene). Y lo mejor que probablemente se escriba en generaciones.
La dedicación al detalle, el cuidado en el uso de las fuentes documentales, el buen juicio en la selección de material, el dejar siempre que puede que sean los actores que tomaron las decisiones de política monetaria los que explicasen, en sus propias palabras, porqué optaron por un camino y no por otro convierte a esta obra en un monumento. Es un trabajo que resume el esfuerzo de una vida. La redacción le llevó a Allan sólo 14 años, pero construía sobre muchos más. Leí los tres volúmenes de un tirón una semana en las Navidades de 2009, con bastante frío en la calle y poca razón para dejar la comodidad de mi sofá. No son libros sencillos de digerir: el estilo es denso y profundo, pero ¡qué logro! Pasará el tiempo y, cuando mis papers y el de muchos otros economistas se hayan olvidado, estos tres libros seguirán siendo fuente de referencia básica. Gustoso cambiaba todo mi CV presente y futuro y como bonus entregaba las llaves de mi casa por haberlos escrito yo. La envidia es mala consejera, pero en este caso algo de motivo para la misma existe.
Y eso que no estoy de acuerdo con todas las interpretaciones de los volúmenes. Allan era un monetarista de los de toda la vida, de los de M1 en astillero y M3 antigua, de los de Milton FriedmanAnna Schwartz y Karl Brunner. Las fluctuaciones en la base monetaria llevaban, a su juicio, a fluctuaciones de la actividad real y, tarde o temprano a fluctuaciones en el nivel de precios.
Por ejemplo, Allan defiende con vigor en el volumen 1 que la Gran Depresión fue causada por la rápida reducción de la masa monetaria entre 1929 y 1933 y que la Reserva Federal pudo haber evitado. No una hipótesis nueva, pues sigue la interpretación de Friedman y Schwartz en el otro gran libro de historia monetaria de Estados Unidos (un libro que habría que todos los estudiantes de doctorado deberían de poner debajo de la almohada mientras duermen, a ver si se les pega algo) pero que Allan justifica con acceso a documentos y evidencia que Friedman y Schwartz no tuvieron. En particular, Allan demuestra el alto nivel de confusión que existía en el sistema entre 1929 y 1933 entre variables nominales y reales y como la incapacidad de distinguir adecuadamente entre unas y otros llevó a serios errores. En un mundo que había vivido siglos de relativa estabilidad monetaria en el largo plazo (aunque no el corto, pues las fluctuaciones de precios de una año al otro eran violentas) esta confusión era más explicable que en el presente, pero no por ello menos dañina. En este punto Allan se separa de Friedman y Schwartz, que daban un papel mucho más central a la falta de liderazgo en el sistema después de la muerte de Benjamin Strong.
Este viejo monetarismo cuenta con mucho en su favor, aunque también pierde aspectos importantes. Por ejemplo, chirría al explicar el comportamiento dispar de los agregados monetarios cuando la restricción de la cota cero de los tipos de interés nominales es operativa. Pero no es este el momento de discutir una literatura completa.
Donde las interpretaciones de Allan son, en mi opinión, definitivas (y directamente relacionadas con mi propia evidencia econométrica) es en la documentación del proceso de cambio de política monetaria que se produce en Estados Unidos a partir de 1965. Martin, que durante mucho tiempo había seguido una política monetaria muy convencional, pierde paulatinamente el control del Board como consecuencia de las maniobras de Walter Heller (si usted querido lector estudió en Minnesota, sí, el Heller de Heller Hall) al inaugurar una nueva política de nombramientos para el mismo y por la rotación en los miembros del staff, que comienzan a creer en la posibilidad de explotar de manera sistemática una curva de Phillips. La gran inflación creada como consecuencia de estos cambios dominará toda la política económica americana por 20 años. A quién nombras importa.
Allan, como no podrá sorprender al lector que haya llegado a este punto, era consciente de ello. Poco optimista con el sistema político y las motivaciones detrás del mismo (este es uno de sus papers más famosos), prefería más reglas y menos discreción.
Independientemente del lado en el que uno se coloque en esta perenne discusión de política monetaria, pocos economistas han puesto encima de la mesa sus razones por una opción o por otra con argumentos tan detallados y tan estudiados por décadas como Allan.
Ya no volveré nunca a sentarme a comer con Allan en la cafetería del Alumni Center en Stanford para que me contase sobre cuándo fue voluntario para Henry Wallace en 1948 o sobre sus charlas con Milton Friedman o Bob Lucas. Aunque al menos siempre tendré sus libros, dedicarse a la economía monetaria ya nunca será lo mismo.