“La
 economía en una lección” de Henry Hazlitt es un libro que sigue siendo 
relevante hoy en día, a pesar de haber sido publicado por primera vez en
 1946. En este libro, Hazlitt explica los principios fundamentales de la
 economía de mercado de manera clara y accesible, y ofrece una crítica 
valiosa a las políticas económicas populares.
Una
 de las principales fortalezas del libro es su estilo de escritura 
sencillo y directo. Hazlitt presenta sus argumentos de manera lógica y 
persuasiva, y utiliza ejemplos concretos para ilustrar sus puntos. El 
libro se enfoca en un solo principio fundamental: la ley de oferta y 
demanda. A través de este principio, Hazlitt explica cómo las 
intervenciones gubernamentales en la economía pueden tener consecuencias
 no deseadas.
Otro
 aspecto destacado del libro es su crítica a las políticas económicas 
populares, como la protección comercial, los subsidios y los controles 
de precios. Hazlitt argumenta que estas políticas pueden parecer 
atractivas a corto plazo, pero en última instancia, causan más daño que 
beneficio. A través de su crítica, Hazlitt ofrece una perspectiva 
valiosa sobre las consecuencias a largo plazo de estas políticas.
En general, “La economía en una lección”
 es un libro que todos deberían leer, especialmente aquellos interesados
 en la economía y las políticas públicas. Hazlitt ofrece una explicación
 clara y accesible de los principios fundamentales de la economía de 
mercado y su crítica a las políticas económicas populares ofrece una 
perspectiva valiosa. Aunque el libro se publicó hace más de 70 años, 
sigue siendo relevante hoy en día y sus lecciones son aplicables a las 
economías de todo el mundo.
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que 
cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple 
casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en todo
 caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que resulta 
insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada
 presencia de intereses egoístas. Aunque cada grupo posee ciertos 
intereses económicos idénticos a los de todos los demás, tiene también, 
como veremos, intereses contrapuestos a los de los restantes sectores; y
 aunque ciertas políticas o directrices públicas puedan a la larga 
beneficiar a todos, otras beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los
 demás. El potencial sector beneficiario, al afectarle tan directamente,
 las defenderá con entusiasmo y constancia; tomará a su servicio las 
mejores mentes sobornables para que dediquen todo su tiempo a defender 
el punto de vista interesado, con el resultado final de que el público 
quede convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible 
ver claro en el asunto.
Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo 
factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es éste la 
persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las 
consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un grupo 
particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no sólo sobre el
 sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que 
pasa por alto las consecuencias secundarias.
En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala 
economía. El mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo 
inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá. El 
primero tan sólo contempla las consecuencias directas del plan a 
aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas. Aquél 
sólo considera los efectos de una determinada política, en el pasado o 
en el futuro, sobre cierto sector; éste se preocupa también de los 
efectos que tal política ejercerá sobre todos los grupos.
El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las 
repercusiones de cierta política quizá se nos antoje elemental. ¿Acaso 
no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen 
innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan 
altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que puede 
ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que se 
embriaga que va despertarse con el estómago revuelto y la cabeza 
dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está destruyendo su hígado y 
acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un camino 
erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, para 
volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el 
perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que 
caminan hacia un futuro de deudas y miseria? Sin embargo, cuando 
entramos en el campo de la economía pública, verdades tan elementales 
son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes 
economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito 
público como medio de salvación económica; y que cuando alguien señala 
las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican 
petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: «A
 la larga, todos muertos.» Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos 
epigramas y manifestaciones de madura sabiduría.
Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de 
la Economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El 
arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de 
cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas; 
en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino 
sobre todos los sectores.
Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando 
tan terrible daño en el mundo actual son el resultado de ignorar esta 
lección. Derivan siempre de uno de estos dos errores fundamentales o de 
ambos: el contemplar sólo las consecuencias inmediatas de una medida o 
programa y el considerar únicamente sus efectos sobre un determinado 
sector, con olvido de los restantes.
Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un 
cierto programa económico no debemos atenernos exclusivamente a sus 
resultados remotos sobre toda la comunidad. Es éste un error que a 
menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual engendró una cierta 
insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que resultaban
 inmediatamente perjudicados por unas directrices o sistemas que a largo
 plazo beneficiarían a la colectividad.
Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y 
esos pocos, casi siempre economistas profesionales. La falacia más 
frecuente en la actualidad; la que emerge una y otra vez en casi toda 
conversación referente a cuestiones económicas; el error de mil 
discursos políticos; el sofisma básico de la «nueva» Economía, consiste 
en concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de cierto plan en
 relación con sectores concretos e ignorar o minimizar sus remotas 
repercusiones sobre toda la comunidad. Los «nuevos» economistas se 
jactan de que su actitud supone un enorme, casi revolucionario, avance 
en orden a los métodos de los economistas «clásicos» u «ortodoxos», por 
cuanto a menudo descuidan los efectos que ellos tienen siempre 
presentes. Ahora bien, cuando, a su vez, ignoran o desprecian los 
efectos remotos, están incidiendo en un error de mayor gravedad. Su 
preciso y minucioso examen de cada árbol les impide ver el bosque. Sus 
métodos y las conclusiones deducidas son, con harta frecuencia, de 
profunda índole reaccionaria y a menudo asómbrales el constatar su plena
 coincidencia con el mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a 
caer en aquellos antiguos errores (o caerían si no fueran tan 
inconsecuentes) de los que creíamos haber sido definitivamente liberados
 por los economistas clásicos.
Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus 
sofismas entre las gentes de manera harto más atractiva que los buenos 
sus verdades. Laméntase a menudo que los demagogos logren mayor asenso 
al exponer públicamente sus despropósitos económicos que los hombres de 
bien al denunciar sus fallos. En esto no hay ningún misterio. Demagogos y
 malos economistas presentan verdades a medias. Aluden únicamente a las 
repercusiones inmediatas de la política a aplicar o de sus consecuencias
 sobre un solo sector. En este aspecto pueden tener razón; y la réplica 
adecuada se reduce a evidenciar que tal política puede también producir 
efe ctos más remotos y menos deseables o que tan sólo beneficia a un 
sector a expensas de todos los demás. La réplica consiste, pues, en 
completar y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora 
bien, tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes 
del plan en ejecución requiere a menudo una larga, complicada y enojosa 
cadena de razonamientos.
La mayoría del auditorio encuentra difícil seguir esta cadena 
dialéctica y, aburrido, pronto deja de prestar atención. Los malos 
economistas aprovechan esta flaqueza y pereza intelectual indicando a su
 público que ni siquiera ha de esforzarse en seguir el discurso o 
juzgarlo según sus méritos, porque se trata sólo de «clasicismo», 
«laissez faire», «apologética capitalista» o cualquier otro término 
denigrante, de seguros efectos sobre el auditorio.
Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que 
aparecen en el camino en términos abstractos. Pero la lección no será 
aprovechada y los sofismas continuarán ocultos a menos que ambos sean 
ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar de los más 
elementales problemas de la Economía a los más complejos y difíciles.
Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en primer lugar, 
las falacias más crudas y tangibles, y finalmente, otras más profundas y
 huidizas. A esta tarea procedemos a continuación.
Los beneficios de la destrucción
Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos, emulando a Bastiat, una ventana de vidrio rota.
Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería.
El panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha 
desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan con mal 
disimulada satisfacción los desperfectos causados y los trozos de vidrio
 sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente 
comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero, 
que después de todo la desgracia tiene también su lado bueno: ha de 
reportar beneficio a algún cristalero.
Al meditar de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta 
una nueva luna? ¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante,
 pero al fin y al cabo, si los escaparates no se rompieran nunca, ¿qué 
harían los cristaleros? Por tales cauces la multitud se dispara. El 
vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de 
otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus 
adquisiciones en otros establecimientos, y la cosa seguirá hasta el 
infinito. El escaparate roto irá engendrando trabajo y riqueza en 
artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las 
gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos
 de constituir díscola amenaza, convertiríase en un auténtico 
filántropo.
Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de 
vista. Los que presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera 
conclusión, completa razón. Este pequeño acto de vandalismo significa, 
en principio, beneficios para algún cristalero, quien recibirá la 
noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que 
sabe de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de 
cincuenta dólares que destinaba a adquirir un traje nuevo. Al tener que 
reponer la luna se verá obligado a prescindir del traje o de alguna 
necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y cincuenta dólares 
sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que 
pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y
 renunciar al traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje
 que de otra forma hubiera podido disfrutar; su pobreza se verá 
incrementada justamente en el correspondiente valor.
En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha 
habido, pues, nueva oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba 
dos partes de la transacción: el panadero y el cristalero; olvidaba una 
tercera parte, potencialmente interesada: el sastre.
Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. El 
público verá reparado el escaparate al día siguiente, pero nunca podrá 
ver el traje extra, precisamente porque no llegó a existir. Sólo 
advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.
Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental.
Cualquiera— se piensa— la desecharía tras unos momentos de 
meditación. Sin embargo, este tipo de sofismas, bajo mil disfraces, es 
el que más ha persistido en la historia de la Economía, mostrándose en 
la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente 
proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio, 
jefes sindicales, autores de editoriales, columnistas de prensa y 
comentaristas de radio, sabios estadísticos que se sirven de refinadas 
técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores universidades. Por
 diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de 
pequeños actos de destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de
 enormes actos destructivos. Nos hablan de cuánto mejor nos hallamos 
económicamente en la guerra que en la paz; ven «milagros de producción» 
que sólo la guerra origina y un mundo posbélico verdaderamente próspero 
gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida».
Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en 
Europa y que «tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las 
viviendas que no pudieron ser edificadas durante la conflagración, las 
medias de nylon que no pudieron ser suministradas, los automóviles y 
neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y frigoríficos 
anticuados, etcétera. Así acumulan totales formidables.
Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate 
roto, vestido de nuevo y tan lozano que resulta difícil reconocerlo. 
Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de falacias conexas. Se 
confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra, cuanto 
mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la necesidad 
posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera 
demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de 
compra correspondiente.
Las necesidades de China son hoy incomparablemente mayores que las de
 los Estados Unidos, pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el 
volumen de «nuevos negocios” que puede estimular es incomparablemente 
menor.
Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de 
ordinario esgrimen los mismos que sostenían el anterior. Consideran la 
«capacidad adquisitiva» meramente en su aspecto monetario y añaden que 
actualmente para disponer de dinero basta con imprimir billetes. Como 
alguien ha dicho, imprimir billetes es, efectivamente, la mayor 
industria del mundo, si se mide el producto en términos monetarios. Pero
 cuanto más dinero se crea de esta forma tanto más desciende el valor de
 la unidad monetaria. La depreciación puede medirse por el alza que 
experimentan los precios de las mercancías.
No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan firmemente 
habituada a valorar su riqueza e ingresos en términos dinerarios, se 
consideran beneficiados cuando aumentan esos totales monetarios, aunque 
puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor número de bienes. La 
mayor parte de los «buenos» resultados económicos que la gente atribuye a
 la guerra son realmente debidos a la inflación propia de los tiempos 
bélicos.
Pueden ser producidos de la misma manera por una inflación 
equivalente en tiempos de paz. Más adelante volveremos sobre esta 
ilusión monetaria.
verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto. 
Este reportó, efectivamente, más negocio al cristalero y la destrucción 
bélica proporcionará mayores beneficios a los productores de ciertos 
bienes. La destrucción de casas y ciudades incrementará el negocio de 
las industrias de la construcción. La imposibilidad de producir 
automóviles, radios y frigoríficos durante la guerra acumulará una 
demanda posbélica para estos determinados productos.
A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello equivale
 a un aumento en la demanda; y puede serlo, en efecto, en términos de 
dólares de inferior valor adquisitivo.
Pero en realidad se produce una desviación de la demanda hacia 
aquellos productos determinados. Los europeos edificarán nuevas 
viviendas porque se hallan obligados a hacerlo, pero al construirlas 
restarán mano de obra y capacidad productiva a otras actividades. Al 
producir nuevas casas disminuirá en igual medida su capacidad 
adquisitiva de otras cosas. Siempre que se incrementen los negocios en 
una dirección han de reducirse correlativamente en otras, excepto en la 
medida en que las energías productivas sean en general estimuladas por 
el sentido de necesidad y urgencia, En una palabra, la guerra modificará
 la dirección del esfuerzo posbélico, cambiará el equilibrio industrial,
 la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también sus
 consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda cuando
 se hayan satisfecho las necesidades acumuladas de casas y otros bienes 
duraderos. Entonces estas industrias temporalmente favorecidas tendrán 
que decaer en cierto grado para permitir elevarse a otras que atiendan a
 distintas necesidades.
Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán 
cambios de la demanda de posguerra comparada con la de preguerra. La 
demanda no se limitará a desplazarse de una a otra mercancía, sino que 
en la mayoría de los países se producirá una reducción en su totalidad.
Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos 
caras de una misma moneda; son la misma cosa vista desde ángulos 
distintos. La oferta crea demanda porque en el fondo es demanda. La 
oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a cambio de
 lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo por parte del 
agricultor constituye su demanda de automóviles y otras mercancías. La 
oferta de automóviles representa la demanda de trigo y otras mercancías 
por parte de la industria automovilística. Todo ello es inherente a la 
moderna división del trabajo y a la economía de cambio.
Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de 
la gente, incluso para algunos economistas de brillante reputación, por 
efecto de ciertas complicaciones tales como el pago de salarios y la 
forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente, mediante el 
dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros escritores 
clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar exactamente las 
complejas consecuencias que provoca el uso del dinero, vieron al menos, a
 través del velo monetario, las realidades que ocultaba. En ese sentido 
aventajaron a muchos de los críticos actuales, a los que el mecanismo 
monetario confunde más que ayuda. La simple inflación, es decir, la mera
 emisión de más dinero, con la consecuencia de salarios y precios más 
elevados, puede aparecer como creación de mayor demanda. Pero en 
términos de producción real e intercambio de mercancías efectivas no lo 
es. No obstante, un descenso en la demanda de posguerra puede permanecer
 oculto a mucha gente en razón a las ilusiones que provocan los mayores 
salarios, sobradamente rebasados por el incremento de los precios.
La demanda posbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en 
valor absoluto en relación con la de la preguerra porque la oferta 
posbélica habrá disminuido. Esto resulta evidente en Alemania y Japón, 
donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas.
Es decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando 
formulamos un ejemplo extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas sus
 grandes ciudades con ocasión de la guerra, en lugar de haber sufrido 
sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus instalaciones 
industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi totalidad de su 
capital acumulado y bienes de consumo aniquilados, de tal suerte que su 
población se hubiera visto reducida al nivel económico de los chinos, 
pocos se atreverían a hablar de demanda acumulada y diferida a causa de 
la guerra. Sería obvio que el poder adquisitivo habría quedado 
disminuido en igual medida que la capacidad productiva. Una inflación 
monetaria desenfrenada, al multiplicar por mil. el nivel de precios, 
podría indudablemente elevar las cifras de la «renta nacional» en 
términos monetarios respecto a las de la preguerra; pero los que sobre 
tal supuesto pensaran, con error notorio, ser más ricos que antes, 
demostrarían su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin 
embargo, los mismos principios son aplicables tanto a una pequeña 
destrucción bélica como a otra de vastas proporciones.
Pueden darse, sin embargo, e n compensación, otros factores 
positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la 
contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la 
productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará 
ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto 
número de personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar 
que goza de verdadero bienestar económico a través de aumentos de 
salarios y precios originados por un exceso de papel moneda. Pero la 
idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad mediante una 
«demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra
 constituye evidentemente un sofisma.
Traducido del inglés por Adolfo Rivero.
1. La destrucción no es beneficiosa. La primera lección de Hazlitt 
pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear 
riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los
 factores productivos se trasladarán a fabricar un nuevo cristal, pero 
durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje. 
Evidente, ¿no? Pues no tanto, aun hoy esta falacia de la ventana rota 
sigue demasiado presente en nuestras vidas. Así, por citar sólo algunos 
casos recientes, a comienzos de 2005, tras la tragedia humana y 
económica que supuso el tsunami del Índico, Alastair Corera, 
vicepresidente de la agencia de calificación Fitch, hoy felizmente 
desacreditada, sostenía: “El tsunami es una oportunidad de crecimiento 
para Sri Lanka”. No estaba sólo. Poco después de la devastación de Nueva
 Orleans por el huracán Katrina, el economista jefe del banco 
estadounidense Wachovia, hoy felizmente quebrado y absorbido por Wells 
Fargo, se descolgaba con las siguientes declaraciones: “Generalmente es 
bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala como 
sucede ahora”.
2. Las obras públicas no generan empleo. Otro claro ejemplo de 
políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública. 
Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente 
recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras… 
Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos 
(lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con
 más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por 
consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción 
privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve. Con 
la crisis económica de 2008, los gobiernos de todo el mundo se 
embarcaron en faraónicas obras públicas con el propósito de estimular la
 actividad y generar empleo. El caso del Plan E en España es sólo el 
epítome del disparate que supuso lanzar miles de millones de euros por 
las alcantarillas en todo el orbe; y todo ello con la entusiasta 
complacencia de la mayoría de economistas académicos.
3. Los créditos blandos perturban la producción. Los créditos 
artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó 
Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente –su deudor puede devolver 
principal e intereses–, éste podrá sufragarse en el mercado libre; si 
tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de 
conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos 
con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará 
haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar 
recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían 
generado valor a otros que lo destruyen. Y, sin embargo, ahí han estado 
las Freddie Mac, las Fannie Mae o las Ginnie Mae de turno en Estados 
Unidos, y aquí han estado las cajas de ahorros: todo este entramado de 
empresas semipúblicas tenía como cometido hacer llegar el crédito a 
aquellas personas o compañías a las que el avaricioso sector privado no 
quería prestar. Con el estallido de la crisis 2008 se comprobó que sus 
inversiones habían sido tan inteligentes como para generar un agujero de
 cientos de miles de millones de dólares que, por supuesto, debían 
cubrir todos los estadounidenses y todos los españoles con sus 
impuestos.
4. Las máquinas no destruyen puestos de trabajo. El típico temor 
decimonónico del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre
 que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la 
necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de 
destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas 
máquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con 
trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los 
menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una 
mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello 
nuevos empleos. A día de hoy aun siguen produciendo razonamientos 
similares a los de los luditas; por ejemplo, cuando la industria musical
 afirma que la piratería destruye miles de puestos de trabajo –un 
informe de Promusicae de 2008 sostenía que, como consecuencia de la 
piratería, se perdieron ese año 13.000 empleos–, lo que en el fondo está
 diciendo es que el abaratamiento de la copia musical merced a los 
nuevos dispositivos –a las máquinas– hace redundantes multitud de 
empleos que se perderán de manera irremediable. Ni tiene en cuenta los 
empleos que directamente se crean para producir los reproductores mp3 o 
mp4 ni los que indirectamente surgen de la reinversión de los beneficios
 o del consumo de la renta adicional.
5. Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo. Si 
partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece 
lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo 
la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se 
necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema,
 claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda 
reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o 
con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de 
bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente 
que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la 
mitad. En definitiva, que una persona quiera trabajar menos horas es una
 decisión perfectamente legítima y racional… siempre que esté dispuesta a
 asumir el coste de oportunidad de esa decisión: un menor salario que si
 trabajara durante más horas. Debe ser, pues, cada individuo quien 
decida qué es lo que más le conviene: si trabajar más o ganar menos. 
Pese a ello, los sindicatos españoles y europeos no han dejado ni un 
momento de reclamar durante los últimos 20 años la semana laboral de 35 
horas –en Francia incluso llegó a implantarse desde el año 2000 al 2008,
 con desastrosos resultados–. Lo más gracioso es que uno de los 
argumentos que ofrecen los líderes sindicales para justificar semejante 
imposición es el de que genera nuevos puestos de trabajo. Así, por 
ejemplo, en el 37º Congreso de la UGT, celebrado en 1998 y que llevaba 
como nombre “Por las 35 horas. Empleo y solidaridad”, se afirmaba que 
las 35 horas sin merma salarial eran un “mecanismo efectivo para la 
creación de empleo”.
6. Los funcionarios no estabilizan la demanda agregada. Fruto de la 
doctrina keynesiana nace la convicción de que nuestras economías están 
sometidas a unas demandas agregadas muy fluctuantes que hay que 
estabilizar para evitar los ciclos económicos. Una de las maneras que 
propuso Keynes y que sin duda han seguido todos los políticos al pie de 
la letra es la de acrecentar el sector público: si el Estado gasta un 
porcentaje muy alto del PIB, da igual en lo que sea, la demanda apenas 
fluctúa. En parte, ese aumento estructural del gasto se ejecuta mediante
 un incremento en el número de funcionarios, quienes, al tener sus 
puestos de trabajo asegurados de por vida, pueden consumir de manera más
 estable. No obstante, deberíamos tener claro que un mayor número de 
funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el
 mayor gasto público va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo, 
dado que los funcionarios no se dirigen necesariamente a satisfacer las 
necesidades más urgentes de los consumidores, su eliminación y traspaso 
al sector privado sí contribuiría a incrementar la productividad. Pese a
 ello, cuando en 2010 el Gobierno español propuso recortar un 5% el 
sueldo a los funcionarios y el Ejecutivo inglés anunció la reducción del
 número de empleados públicos, fueron numerosos los economistas y 
políticos que sostuvieron que semejantes medidas de austeridad 
redundarían en una contracción de la demanda agregada y, por tanto, en 
un agravamiento de la crisis.
7. El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra 
producción. Todas las medidas que se concentran en maximizar el número 
de empleos por procedimientos ajenos al mercado sufren del mismo error: 
considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en 
lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios 
útiles a disposición de los agentes económicos. A día de hoy el pleno 
empleo sigue siendo un fetiche de los políticos, probablemente porque 
permite apelar de manera más directa a los intereses de los votantes. En
 la crisis que comenzó en 2008 hemos visto a los políticos, nacionales y
 extranjeros, defender una enorme cantidad de intervenciones –como los 
planes de estímulo– con el propósito de crear empleo. Asimismo, el 
crecimiento económico suele ser relegado en el discurso político a un 
segundo lugar: de hecho, lo positivo del crecimiento no es que nos 
enriquece, sino que permite generar puestos de trabajo.
8. Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos. La 
retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el s. 
XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido 
sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una 
sociedad es obtener los bienes y servicios lo más barato posible; si 
éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder 
adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla 
otras industrias y genera empleos en el interior); si el Gobierno fija 
aranceles a la importación de productos, simplemente estará orientado la
 economía a producir de manera ineficiente unos bienes y servicios que 
están disponibles más baratos en el extranjero, perjudicando a gran 
cantidad de empresarios internos, cuya demanda desaparecerá cuando los 
consumidores deban abonar sobreprecios por las mercancías domésticas que
 antes adquirían en el extranjero. No obstante, los sesgos 
mercantilistas siguen muy vivos: durante la Gran Recesión, por ejemplo, 
las críticas a China por mantener la paridad de su moneda con el dólar y
 por destruir de manera imperialista puestos de trabajo en Occidente han
 sido generalizadas. Simultáneamente, sin embargo, la Unión Europea 
mantenía sus gravosos aranceles sobre la importación de alimentos y los 
Estados Unidos de Obama iniciaban una campaña de concienciación para 
comprar productos fabricados dentro del país (Buy American).
9. Importar y exportar van de la mano. Un subproducto de la retórica 
mercantilista es la idea de que exportar es bueno e importar es malo. En
 realidad, si vamos más allá del velo monetario, a largo plazo las 
importaciones se pagan con exportaciones (por tanto, si importamos menos
 exportaremos también menos) y las exportaciones se destinan a pagar las
 importaciones futuras (en caso contrario, estaríamos regalando nuestra 
producción interna al extranjero). El error, sin embargo, no ha impedido
 a muchos economistas promover activamente devaluaciones competitivas, 
cuyo propósito es claramente el de aumentar las exportaciones y 
disminuir las importaciones… a costa de las exportaciones e 
importaciones del resto de países. En la Gran Recesión ha habido 
numerosos ejemplos de devaluaciones que han sido en general aplaudidas 
por casi todos los políticos y economistas: las más conocidas, la del 
zloty polaco o la de la corona islandesa, aunque también cabría 
mencionar la petición casi generalizada de que China revaluara el yuan 
para así devaluar el dólar.
10. Los precios remunerativos destruyen riqueza. Los distintos grupos
 de presión suelen defender que el Gobierno tiene la misión de 
garantiaaezar unos precios que hagan rentable determinadas producciones 
estratégicas, como la agricultura; para ello se defiende la imposición 
de precios mínimos, la destrucción de producción o la adquisición 
estatal de mercancía para mantenerla fuera del mercado. Obviamente, se 
trata de una aplicación particular de la falacia de la ventana rota que 
ya hemos tratado: es una simple redistribución de la renta (desde los 
consumidores a los productores privilegiados) pero que genera pérdidas 
netas para el conjunto de la sociedad. El caso más conocido y extendido 
es el del apoyo gubernamental a la agricultura con la excusa del 
autoabastecimiento dentro la Unión Europea y a través de la Política 
Agraria Común (PAC).
11. Salvar industrias no rentables destruye riqueza. No resulta 
inhabitual que ante, una quiebra empresarial, los grupos de intereses 
directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible 
que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida
 de puestos de trabajo. Cuando mayor es el tamaño de la firma –y por 
tanto más elevado el número de empleados–, mayor es también la 
insistencia en la necesidad del rescate. En realidad, no obstante, 
debería ser más bien al revés: un plan de negocios que pierde dinero es 
un plan de negocios que está dilapidando una gran cantidad de recursos 
muy valiosos en fabricar bienes y servicios mucho menos útiles. A mayor 
tamaño, pues, mayor responsabilidad y mayor necesidad de 
reestructuración. Pese a ello, las intervenciones políticas para salvar 
empresas o industrias con la finalidad de conservar puestos de trabajo 
siguen siendo demasiado frecuentes. Sin ir más lejos, en 2009 Barack 
Obama rescató a la muy ineficiente industria automovilística del país 
con el pretexto de salvar más de doscientos mil puestos de trabajo; 
doscientos mil personas, por tanto, a las que se les siguió dando un uso
 inadecuado dentro del sistema económico.
12. Las decisiones empresariales deben estar basadas en el ánimo de 
lucro. Los socialistas, al tiempo que denunciaban la anarquía productiva
 del capitalismo, han venido afirmando que el libre mercado es un 
sistema muy ineficiente porque, al condicionar las decisiones 
empresariales al ánimo de lucro, impiden sacar todo el partido posible a
 las fuerzas productivas. ¿Por qué la inexistencia de beneficios debe 
conducir a una paralización de la producción? ¿No sería mejor acaso 
maximizar todas las líneas productivas? Parece claro que semejante 
razonamiento pasa por alto que los recursos son escasos en la medida en 
que se les puede dar un número prácticamente infinito de usos 
alternativos, de ahí que necesitemos un mecanismo que permita 
jerarquizar la urgencia de esos usos alternativos. Este mecanismo son 
los beneficios: cuando aparecen pérdidas significa que los recursos se 
están destinando a satisfacer los fines menos urgentes e importantes, 
desatendiendo los más urgentes e importantes. El error de fondo, pues, 
consiste en pensar que nos encontramos en una economía de la abundancia 
en la que no hay que priorizar ciertos usos de los recursos. En España, 
por ejemplo, los distintos gobiernos populares y socialistas estuvieron 
subvencionando a lo largo de la primera década del s. XXI las energías 
renovables, pese a operar con pérdidas milmillonarias; la justificación 
fue que de este modo se generaba empleo y se incrementaba la producción 
de energía verde, cuando en realidad lo que se estaba haciendo era 
destruir riqueza y puestos de trabajo al encarecer el coste de la 
electricidad.
13. Los especuladores son los encargados de estabilizar 
intertemporalmente los precios.Ya hemos visto que los precios 
remunerativos destruyen riqueza; esto es, carece de sentido que deba 
garantizarse la rentabilidad de todo plan de negocios. Un razonamiento 
similar, aunque no idéntico, es que los mercados se mueven en forma de 
manadas, lo que puede dar lugar a descoordinaciones sociales: si cuando 
todos venden se reducen demasiado los precios, se producirán quiebras 
empresariales que elevarán los precios futuros. Por ello, se razona, el 
Estado tiene que evitar las reducciones excesivas de precios, 
absorbiendo los excedentes invendibles o fijando precios mínimos. Claro 
que esta estabilización intertemporal de los precios es justo la 
actividad a la que se dedican los denostados especuladores: comprar y 
acumular mercancías en momentos de elevada oferta y venderlas en los 
momentos de menor oferta. Aquella porción de la oferta que no sea 
absorbida ni por los especuladores ni por los consumidores será oferta 
redundante que deberá de interrumpirse, para lo cual puede ser necesario
 que se produzcan quiebras empresariales; esto es, que las explotaciones
 marginalmente menos rentables salgan del mercado (y se dediquen a 
fabricar otro tipo de bienes y servicios más valiosos). El Estado, al 
incrementar los precios o absorber la producción, impide este necesario 
reajuste. De nuevo, el ejemplo de la protección de la agricultura en 
Estados Unidos y en la Unión Europea durante el último medio siglo es 
suficientemente ilustrativo de lo arraigadas que siguen estas ideas.
14. Los precios máximos generan desabastecimientos. En ocasiones, lo 
intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan, 
sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios 
máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a 
precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro 
que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto 
plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un 
desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de 
su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de 
las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del 
bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población. 
El notable fracaso de los precios máximos no ha llevado, sin embargo, a 
que los políticos renuncien definitivamente a hacer uso de los mismos: 
en enero de 2011, por ejemplo, el presidente francés Nicolas 
Sarkozy propuso ante el G-20 un control internacional de los precios de 
las materias primas agrícolas con la idea de hacerlas asequibles a toda 
la población mundial.
15. Los salarios mínimos generan paro. Uno de los mitos económicos 
que sigue gozando de un mayor predicamento entre nuestras élites 
políticas, pese a que la ciencia económica ha puesto de manifiesto en 
reiteradas ocasiones todos sus errores, es que los salarios mínimos 
constituyen un mecanismo efectivo para incrementar los salarios. En 
realidad, como Hazlitt explica con claridad, los salarios mínimos no son
 más que un caso de precio mínimo que, por consiguiente, genera 
idénticas consecuencias: o provocan un incremento del paro o una 
redistribución interna de los salarios (unos suben a costa de que otros 
bajen). En todo caso, el escenario más habitual será el de un aumento 
del desempleo, lo que ademán dará lugar a una caída de la producción de 
bienes y servicios que padecerán todos los consumidores. Pese a ello, en
 2011 casi todas las economías del mundo se veían políticamente 
sometidas a algún tipo de salario mínimo –ya fuera general o, más 
frecuentemente, sectorial a través de convenios colectivos–, 
dificultando el acceso al mercado de trabajo a las personas menos 
cualificadas y, por tanto, con una productividad marginal más baja.
16. Los sindicatos no elevan los salarios de todos los trabajadores. 
La doctrina marxista de la explotación capitalista sirvió para 
popularizar la idea de que los empresarios intentan, y consiguen, 
minimizar los salarios que abonan para así maximizar beneficios. Como si
 de un perfecto cartel se tratara, los empresarios no competían entre sí
 por captar trabajadores –lo cual empujaría los salarios al alza hasta 
que coincidieran con su productividad marginal descontada–, sino que se 
asociaban para mantener los sueldos a raya. Como contrapeso, pues, se 
consideró imprescindible que los obreros también se organizaran con el 
propósito de elevar sus salarios y, para tal fin, nacieron los 
sindicatos. Hazlitt, si bien opina que el empresario disfruta de cierto 
poder de negociación frente al trabajador, es consciente de que los 
sindicatos sólo sirven para elevar los salarios de los trabajadores 
afiliados, lo cual llevará a los respectivos empresarios a, si son 
capaces de hacerlo, incrementar los precios de sus productos y, por esta
 vía, reducir los salarios reales de los trabajadores no afiliados; o, 
si no son capaces de repercutir en sus precios los mayores costes 
salariales, a despedir a los trabajadores marginalmente menos 
productivos; por tanto, los sindicatos elevan unos salarios y disminuyen
 otros (incluso hasta el punto de desemplear a una parte de la fuerza 
laboral). Y frente a ello la solución no pasa por extender la 
sindicación a todos los obreros, pues en tal caso los salarios 
aumentarían a costa de los beneficios y, aparte de generar paro, ello 
sólo redundaría en una descapitalización de la economía y, por tanto, en
 menores salarios futuros. Aun así, los sindicatos siguen siendo una 
pieza omnipresente en casi todas las sociedades occidentales modernas a 
través de procesos propios del fascismo corporativista como son las 
negociaciones colectivas.
17. La economía no crece cuando se incrementan artificialmente los 
salarios. Uno de los pretextos generalmente aducidos para defender las 
alzas salariales es que los trabajadores deben cobrar lo suficiente para
 adquirir el producto que fabrican. En caso contrario, la producción se 
hundirá por una insuficiencia de demanda agregada: ¿quién comprará las 
mercancías de los empresarios si los obreros no cobran lo suficiente? El
 mito en torno a este argumento, que apela directamente al interés 
lucrativo del empresario, creció con la anécdota de que Henry Ford subió
 los salarios a sus trabajadores para que pudieran adquirir sus 
vehículos, lo cual aumentó de manera muy sustancial sus ventas. Por 
supuesto, el argumento se cae por su propio peso: no tiene mucho sentido
 que Henry Ford adelante a sus trabajadores el mismo dinero que, en el 
futuro y con suerte, espera recuperar por la venta de sus productos. El 
error es fácilmente detectable cuando recordamos que, en realidad, no 
sólo son los trabajadores quienes consumen; también los capitalistas, 
gracias a los beneficios de sus empresas, forman parte de la demanda 
agregada de bienes y servicios (aunque sean en forma de inversiones, 
esto es, de bienes y servicios de capital). Más salarios puede generar 
un mayor gasto obrero, pero también provocará un menor gasto 
capitalista. La cuestión no es, pues, si los salarios pueden absorber 
toda la producción nacional, pues los beneficios también constituyen una
 parte de la demanda; como indica Hazlitt, los mejores precios y 
salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que, 
al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción 
disponible para todos. Pese a ello, la opinión de que los aumentos 
salariales siempre son preferibles a las reducciones salariales sigue 
muy presente en nuestras sociedades; en España, por ejemplo, era 
evidente que durante la Gran Recesión muchos salarios tenían que 
reducirse para que muchas empresas evitaran la quiebra y pudieran 
comenzar a recuperarse. Sin embargo, no fueron pocos quienes apostaron 
por una subida de salarios que reanimara la demanda interna, aun cuando 
ésta ya era claramente excesiva como reflejaba el enorme y persistente 
déficit exterior del país.
18. Los beneficios son una parte esencial de la economía. Otro 
subproducto de la doctrina marxista de la explotación es que los 
beneficios son un robo al obrero y, por tanto, hay que erradicarlos. En 
realidad, sin embargo, los beneficios son, por un lado, una simple 
remuneración por adelantar el capital a los trabajadores y otro factores
 productivos (magnitud que podríamos llamar “beneficios ordinarios”) y, 
por otro, una remuneración por corregir errores empresariales y servir 
más eficientemente que el resto de empresarios al consumidor (lo que 
podríamos denominar “beneficios extraordinarios”). Sin beneficios la 
economía de mercado carecería de señales para asignar los recursos y 
para tratar de mejorar la calidad o de reducir los costes de aquellos 
productos que más urgentemente demandan los consumidores. Y, sin 
embargo, las denuncias y críticas contra los beneficios siguen siendo 
continuas en Occidente: los beneficios demasiadoaltos son vistos con 
sospecha, como si fueran el resultado de haber robado o engañado a la 
sociedad (cuando, si no derivan de un privilegio estatal, son justo lo 
contrario: el fruto de haber beneficiado a una enorme cantidad de 
individuos). Incluso los beneficios no demasiado altos pero que no vayan
 acompañados de creación de empleo son asociados con una renovada 
explotación capitalista. Por ejemplo, en 2010 las empresas españolas 
mejoraron ligeramente sus beneficios con respecto a las simas de 2009, 
uno de los momentos más duros de la recesión. No obstante, dado que ese 
aumento de los beneficios no fue asociado con creación de empleo 
(fundamentalmente porque, debido a la rígida regulación laboral, la 
única opción que tenían en España las empresas para reducir costes 
salariales era despidiendo a trabajadores), numerosos periodistas 
escorados a la antieconomía intervencionista no dudaron en denunciar los
 hechos como un abuso del capitalismo salvaje contra el bien común.
19. La inflación destruye la división del trabajo. El hechizo de la 
inflación ha sido una constante a lo largo de la historia. Dado que la 
mayoría de la población, incluyendo al Estado, suele ser deudora neta, 
la inflación ha sido vista como una velada estrategia de 
desapalancamiento. Como es obvio, las auténticas razones que hay detrás 
de la inflación se explicitan en muy pocas ocasiones; las más de las 
veces se suele justificar el recurso al envilecimiento de la moneda 
apelando a su capacidad para acelerar, aunque sea a corto plazo, el 
pleno empleo. Hazlitt hace como de costumbre un tratamiento bastante 
completo del tema: primero señala que la inflación es un impuesto oculto
 que redistribuye la renta desde una parte de la sociedad hacia el 
Gobierno y sus aledaños; luego advierte de que las dinámicas 
inflacionistas pueden volverse incontrolables, sobre todo cuando se 
deteriora con saña la calidad del dinero; más adelante recuerda que la 
única forma de lograr el pleno empleo es ajustando los precios 
relativos, entre los que destacan de manera especial los salarios, y 
critica que quiera alcanzarse este mismo resultado falseando el poder 
adquisitivo de los salarios nominales merced a la inflación; y, por 
último, recuerda que para incrementar el poder adquisitivo que sustente 
un determinado nivel de producción no es necesario provocar inflación, 
pues el poder adquisitivo, en última instancia, lo constituye la propia 
producción (como perspicazmente comprendió Jean Baptiste Say y sintetizó
 en su famosa Ley de Say). Los argumentos de Hazlitt, sin embargo, no 
han calado en absoluto en nuestra sociedad. Desde que escribió La 
economía en una lección el poder adquisitivo del dólar se ha hundido más
 de un 90% y, de hecho, durante la Gran Recesión, el único momento en 
seis décadas donde se percibía una tímida deflación, la Reserva Federal 
no dudó en multiplicar por tres sus pasivos para tratar de generar 
inflación en medio del aplauso generalizado de la práctica totalidad de 
economistas y políticos.
20. El ahorro es la base de la prosperidad. Acaso la última de las 
lecciones del libro sea el error que todavía se encuentra más extendido 
en nuestras sociedades. La llamada “paradoja del ahorro” –el sofisma que
 establece que el ahorro es beneficioso para el propio ahorrador pero 
perjudicial para el conjunto de la sociedad– ha impregnado a casi todos 
los colectivos sociales, hasta el extremo de llegar a sostener que el 
ahorro es un mero subproducto del gasto: sin gasto no hay renta y sin 
renta no hay ahorro. De poco ha servido que Hazlitt repitiera los 
sensatos argumentos tanta veces desarrollados por la Escuela Austriaca: 
que un aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que
 ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre 
ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo 
de interés; y que la causa de los ciclos económicos no cabe buscarla en 
el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de
 mercado. Pese a la contundencia de los argumentos austriacos, 
políticos, economistas y ciudadanos han continuado cegados por la idea 
de que el consumo estimula el crecimiento, tal como se comprobó 
nuevamente con los mal llamados “planes de estímulo”, aprobados en 2009 
para combatir la Gran Recesión: una crisis desatada por el exceso de 
endeudamiento y de consumo (derivados ambos de la manipulación a la baja
 de los tipos de interés de mercado entre 2002 y 2006) que se pretendió 
contrarrestar con más deuda y más consumo.
Por desgracia, casi todos los sofismas que con la meticulosidad de un
 cirujano va desmontando Hazlitt siguen presentes en nuestras sociedades
 65 años después de la publicación de La economía en una lección. De ahí
 que el paso de los años no haya restado un ápice de actualidad a la 
obra; será que ciertos sesgos liberticidas están casi tan asentados en 
nuestra naturaleza como inmutables son las leyes económicas que Hazlitt 
desentraña en esta magnífica obra con la que muchos nos introdujimos en 
el apasionante estudio de esta ciencia
https://www.mises.org.es/2019/02/un-prologo-a-la-economia-en-una-leccion/ 
La economía en una lección
				Critica
¿Qué hay de nuevo viejo?
Como corriente de pensamiento económico y político los libertarios 
(de derecha) no son demasiado originales. Sus ideas son bastante viejas.
 Tanto o más viejas que las ideas dizque “socializantes” o 
“comunizantes” que combaten. Aclaremos que, para los libertarios, 
cualquier praxis o intervención ajena al mercado, merece ser catalogada 
como “socialista” o “comunista”. Dicha exageración semántica se funda en
 el principio delirante que establece que el trabajo (y el Estado) 
“explotan” al capital. 
Aunque comparten algunos lineamientos y fundamentos generales, no son una corriente homogénea. 
Simplificando al extremo, podríamos identificar tres grandes 
afluentes: los “clásicos”, cultores de las versiones más ortodoxas del 
canon liberal, referenciados principalmente con Milton Friedman y la 
Escuela de Chicago; los “minarquistas”, partidarios del “Estado cero”, 
identificados con Ludwing Von Mises, Friedrich Von Hayek y otros autores
 de la Escuela Austriaca y, finalmente, los “anarco-capitalistas”, 
cultores del individualismo extremo.   
De todos modos, es posible plantear la existencia de una “síntesis 
libertaria” bien reflejada, por ejemplo, en la obra del economista 
norteamericano Murray Rorthbard, autor de libros como Poder y Mercado, La ética de la libertad o Por una nueva libertad.
 Él fue quien propuso y divulgó formulas tales como “anarco-capitalismo”
 o “anarquismo de propiedad privada” y articuló las propuestas 
“minarquistas” de Ludwig Von Mises con los planteos de los 
“anarco-individualistas” norteamericanos del siglo XIX, especialmente: 
Lysander Spooner, Benjamín Tucker y los “anarquistas bostonianos”. 
También cabe señalar la influencia de Von Hayec, en especial la de su obra The road to serfdom, libro publicado en 1944. Una especie de Biblia para todo el arco libertario. O la de Henry Hazlitt, cuyo libro La economía en una lección, publicado en 1946, es una especie de breviario que oficia de introducción al pensamiento libertario. 
La diferencia entre anarco-capitalistas (y algunos cultores de la 
síntesis libertaria) y los clásicos “puros”, radica en que estos últimos
 no abjuran del recurso al Estado cuando se trata de defender o salvar a
 los intereses privados. Por ejemplo, no rechazan la ayuda estatal 
cuando está orientada a “los negocios”. Esa, y otras eventualidades 
intervencionistas por el estilo, están contempladas por su “ontología 
empresarial”. Los clásicos están muy lejos de los anarco-capitalistas 
que asumen posicionamientos radicalmente anti-estatales y una activa 
militancia en contra de los monopolios o las fuerzas armadas (del 
Estado), o que reconocen el valor de las actividades no mediadas por las
 lógicas del beneficio y la importancia de algunas empresas 
comunitarias.    
En Argentina los clásicos son herederos de una tradición vinculada 
con figuras como Alberto Benegas Lynch (padre) y Alberto Benegas Lynch 
(hijo). El primero, fundador del Centro para la Difusión de la Economía 
Libre hacia 1950; el segundo presidente de la Academia Nacional de 
Ciencias Económicas y fundador, en 1978, de la Escuela Superior de 
Economía y Administración de Empresas (ESEADE). Son varios los 
referentes actuales de esta tradición que, más que libertaria, se asume 
como “liberal” y/u “ortodoxa” y que, en la línea de Friedman, jamás 
renegaría del Estado coercitivo al que, por el contrario   exaltan. 
Hobbesianos convictos y confesos, los clásicos “puros” nunca podrían 
plantear, al modo de los anarco-individualistas norteamericanos y sus 
seguidores, que “la defensa” debe ser una mercancía sujeta a la ley de 
la oferta y la demanda. 
Por su parte, los referentes de las posiciones más cercanas al 
anarco-capitalismo, los que cultivan una retórica de ribetes más 
anti-estatistas, “minarquistas” o de “Estado cero”, los que pueden 
considerarse como exponentes locales de la síntesis libertaria, vienen 
incrementando su presencia en los medios de comunicación y están 
decididos a ganar espacios en el derrumbado ámbito público, interpelando
 al neoliberalismo de masas y a sus subjetividades e insatisfacciones 
inherentes. 
Vale decir que los libertarios clásicos están más enraizados en el 
poder real y han sido y son más pragmáticos. Han sabido hacer su aporte 
programático a las dictaduras militares y a los gobiernos conservadores o
 neoliberales. Los clásicos ven en el Estado una institución que, si 
bien puede afectar los intereses privados, en última instancia resulta 
clave para defenderlos. En todo caso aspiran al poder estatal para 
ponerlo al servicio directo de sus intereses sin mediaciones “ajenas”, 
para convertirlo en su “oficina”. Saben que el dinero necesita al 
Estado. Saben de la poderosa alianza entre los poderes estatales y el 
capital financiero. Saben bien cuanto depende el capital del Estado y, a
 diferencia de sus colegas anarco-capitalistas, no exageran a la hora de
 los cuestionamientos. 
Los anarco-capitalistas, sin esos arraigos, tienden a poner el 
énfasis en la función “agresiva” del Estado sobre el interés privado de 
la “gente común” y el “hombre sencillo” (en especial sobre sectores de 
las clases medias), de este modo, pueden darse el lujo de la demagogia 
anti-estatal.   
Al margen de estas distinciones, en el arsenal ideológico del abanico
 libertario podemos encontrar una buena porción de relaciones concebidas
 como sinécdoques, razón instrumental, evolucionismo, social-darwinismo,
 euro-centrismo, yanqui-centrismo, colonialismo, machismo y 
fundamentalismo de mercado. Por supuesto, todos los pliegues del abanico
 libertario consideran que la noción de “justicia” (respecto de los 
precios y los salarios, por ejemplo) debe ser erradica de la economía y 
que debe ser reemplazada por nociones tales como la “funcionalidad”. Su 
principal referente en la Argentina, Javier Miliei, suele decir que la 
noción de justicia social es una aberración. Sin dudas, Adam Smith, 
quien hace dos siglos y medio abolió la distinción entre subsistencia y 
economía e impuso el imperio de la escasez en la economía, es el padre 
de todos.
También podemos encontrarnos con las típicas falacias neoclásicas, 
entre otras: la escisión entre producción y distribución, la 
presuposición del equilibrio, la idea de que el beneficio privado 
(ordinario o extraordinario) invariablemente se canalizará en una 
inversión productiva y generará empleo; las ideas que establecen que la 
baja de los costos de producción eleva la demanda de trabajo, que el 
gasto público destruye gasto privado, que los impuestos destruyen 
salarios y riqueza, que los “obstáculos arancelarios” (impuestos a las 
importaciones, por ejemplo) reducen la productividad media del trabajo y
 el capital nacional, que la imposición de salarios mínimos genera 
desempleo, que toda intervención en los precios desorganiza la 
producción, que los contribuyentes constituyen una ínfima minoría en un 
inmenso océano de “subsidiados” y “funcionarios”. También la idea que 
plantea que el crecimiento económico es “ilimitado”, que el libre 
comercio siempre resulta beneficioso para las naciones, que la 
prosperidad de los y las de abajo no es otra cosa que una “ilusión 
óptica”; o el presupuesto que considera que las máquinas “economizan” 
trabajo y aumentan el bienestar económico en lugar de extraer “valor” 
del  trabajo. En fin, una auténtica “dogmática” bien sazonada con la 
exaltación (romantización) de la libre empresa y la valorización 
positiva del individualismo, el egoísmo, la voracidad, la competencia, 
la meritocracia, el emprendedurismo y el éxito “a largo plazo”. 
Nada nuevo bajo el sol: unas territorialidades antiguas, una 
expresión del clásico y grosero materialismo que considera a las 
relaciones sociales como “propiedades naturales” de las cosas; una 
visión de la economía donde el único problema es el déficit fiscal y no 
existen monopolios, flujos especulativos, fraudes corporativos, 
desposesión de activos mediante el fraude y la manipulación, acumulación
 por desposesión, concentración de la renta, apropiación de la riqueza, 
fuga de capitales, condicionamientos estructurales históricos 
(incluyendo las estructuras de propiedad), relaciones asimétricas, 
catástrofe ecológica, plusvalía, etcétera. 
En sus formulaciones más abstractas, estas ideas pueden parecer 
ingenuas y cándidas, fundadas en el desconocimiento del totalitarismo 
inherente al mercado capitalista (el “totalitarismo estalinista”, muy a 
pesar de Mario Vargas Llosa, no le llega ni a los talones), pero su 
sello más verdadero es el cinismo. Porque en el fondo, lo que los 
libertarios más valoran del mercado es su condición de dictador 
“orgánico”, “sistémico” y “económico”; un dictador encubierto que no 
rinde cuentas, un genocida invisible, un tirano enmascarado. Ese aspecto
 específico de su valoración del mercado, es manantial de autoritarismo y
 es lo que los convierte en atractivos para distintas expresiones 
reaccionarias, ultra-conservadoras, neo-fascistas.  
Entre los libertarios no faltan figuras con inserción académica. En 
cierta franja del estudiantado, especialmente en carreras de ciencias 
económicas y administración, en universidades privadas y públicas, hacen
 notar cada vez más su presencia. Pero este tampoco es un fenómeno tan 
nuevo. Por cierto, cuando Luwig Von Mises visitó la Argentina en 1959, 
sus conferencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad
 de Buenos Aires fueron multitudinarias.  
Ahora bien, algunos datos del contexto histórico, ciertas 
predisposiciones apostólicas recientemente adquiridas, la conformación 
de un espacio político libertario, un celo sacerdotal en la prédica, la 
tendencia a revestir sus argumentos con la fuerza de la provocación y 
una táctica renovada orientada a la disputa ideológica y, sobre todo, la
 debilidad política de los potenciales contendientes sistémicos, 
instalaron a las nuevas versiones de los libertarios como un fenómeno 
actual y apremiante. Al margen de lo vetusto de sus ideas y  propuestas,
 hay algo en los libertarios que no es del orden de lo arcaico. Algo  
que es sumamente perturbador. 
No se puede pasar por alto la apertura de locales políticos de grupos
 libertarios en el conurbano bonaerense. ¿Por qué el ultra-capitalismo 
libertario y las filosofías del egoísmo pueden florecer en medio del 
disloque social que el mismo capitalismo provoca? ¿Cuál es la línea de 
fuga que los libertarios le ofrecen a los seres solos, frustrados, 
descreídos y agobiados por un sistema deshumanizador? Ya no se limitan a
 expresar los prejuicios y odios clasistas de una franja de la clase 
media acomodada, de esa franja que –usualmente– se caracteriza por su 
escasa propensión a elevarse a las alturas de la comprensión y la 
hermandad. Los libertarios, dispuestos a militar los excesos del 
capitalismo, justo en el centro mismo de esa geografía (y esa 
geocultura) híbrida, mestiza o “africanizada”, donde la realidad se 
exhibe sin tapujos y no hay ningún blindaje eficaz contra ella, son la 
mejor muestra del éxito del “realismo capitalista” del que hablaba Mark 
Fisher. 
Como ha arraigado socialmente la premisa que establece que las 
situaciones inhumanas son inmodificables, ya no importa determinar los 
hechos a los que obedece. Si la jungla es la única verdad, si la
 jungla es algo irremediable, pues bien, todas las convocatorias a 
ponerse la piel del opresor, a matarse por las migajas del sistema, a 
explotarse no solo de manera vertical sino horizontalmente, entre 
víctimas, a excluirse entre pobres y a discriminarse entre subalternos y
 oprimidos; todos los llamamientos a erradicar las acciones tendientes a
 hacerse prójimo; todos los relatos que exalten la lucha individualista 
por la sobre-vivencia, adquieren una enorme y aberrante legitimidad.  
En el marco de una crisis civilizatoria galopante, ante la 
universalización del “sujeto burgués”, ante el agenciamiento colectivo 
del deseo capitalista, ante el auge de “paradigmas de individuación”, 
ante la idealización de figuras intolerantes e impiadosas que niegan al 
otro/otra/otre cuyas necesidades “desestabilizan” lo que consideran “su”
 espacio privado, ante la ausencia de subjetividades y proyectos de 
sociedad alternativos al capitalismo y ante la derechización de amplios 
sectores de la sociedad, con proliferación de cristalizaciones 
micro-fascistas, nos enfrentamos al problema de la constitución de 
mayorías sociales “mórbidas” y a la política como cosecha del producto 
de la fragmentación y la diferenciación al interior del proletariado 
extenso y la destrucción neoliberal (apenas ralentizada por los 
“progresismos”) del tejido de solidaridades sociales.
2
La hora del super capitalismo
Los libertarios son la furia desatada del interés privado y de los 
derechos de propiedad individualizados. Proclaman la hora del super 
capitalismo. Quieren  liberar al proceso de acumulación de capital de 
toda instancia de regulación estatal, sacudirlo de cualquier modalidad 
ajena a la maximización del beneficio. Vinieron a proponer una idea de 
la libertad en su máximo grado de abstracción: la libertad rebosante de 
ideología capitalista, triturada por la alienación universal. De paso, 
arruinaron una de las palabras más bellas de la lengua castellana. 
Vale recordar lo que Karl Marx decía de la libertad en el marco del 
sistema capitalista: “…no se trata, precisamente, más que del desarrollo
 libre sobre una base limitada, la base de la dominación por el capital.
 Por ende este tipo de libertad individual es a la vez la abolición más 
plena de toda libertad individual y el avasallamiento cabal de la 
individualidad bajo condiciones sociales que adoptan la forma de poderes
 objetivos, incluso de cosas poderosísimas; de cosas independientes de 
los mismos individuos que se relacionan entre sí…”. 
Claro está, las condiciones y poderes objetivos impuestos por el 
capital (el peor liberticida del que se tenga memoria, el más truculento
 de todos) no cuentan para los libertarios, por el contrario, para ellos
 el límite a la libertad individual está en todo aquello que no permite 
el despliegue ilimitado y desenfrenado de esas condiciones y esos 
poderes objetivos. Y es que, para los libertarios, el capital no es un 
poder separado de la comunidad (y vuelto contra ella). 
Los libertarios quieren acabar con el principio de subsidiariedad, 
así lo exige otro principio que defienden a capa y espada: el del lucro 
indiscriminado. Ansían el poder sin responsabilidad. Abogan por la 
irresponsabilidad empresaria, social. Quieren una economía sin política.
 A diferencia de otros sectores de la derecha liberal (y del universo 
teórico neoclásico) no se escudan en la ética abstracta del capital: 
directamente se burlan de la ética. Consideran que el capitalismo 
funcionaría mucho mejor sin los “pesados lastres éticos”. Aunque no 
dejen de invocar viejas fórmulas como un mantra, están absolutamente 
convencidos de que el horizonte del “interés general” es una farsa a 
erradicar. En el fondo, ninguno de ellos cree que el interés individual 
pueda contribuir al bien común. Para ellos “lo común” es un espacio 
abierto a los procesos de apropiación privada, mercantilización y 
monetización. Para ellos no existen fines sociales y/o geopolíticos (por
 fuera la geopolítica propia del capital). 
En ciertos sentidos, los libertarios son absolutamente transparentes.
 Son soldados de la desigualdad, la depredación, la impiedad. Repudian 
el asociativismo, la cooperación y la solidaridad (sobre todo la de los y
 las de abajo). Justifican abiertamente el dominio despótico del capital
 y el maltrato al trabajo y a la naturaleza, militan la mercantilización
 más grosera. Se oponen a los que consideran “sentimentalismos” y a las 
políticas públicas “caritativas”. Saben cabalgar todas las tendencias 
descolectivizantes. A través de ellos, la derecha comienza a abandonar 
las retóricas de la neutralidad y la no confrontación.
Los libertarios buscan exceder el horizonte del monetarismo 
neoliberal y de las políticas “del lado de la oferta”. Pretenden ir más 
lejos todavía. 
El trasfondo de esta especie de porno-capitalismo, de esta 
convocatoria a una orgía burguesa, es un brutal autoritarismo (apenas 
disimulado) que puede llegar al punto de negar el derecho a la 
existencia de todo aquello que no cabe en sus patrones dogmáticos: una 
versión moderna y “mercantil” del fascismo, un fascismo de “amplio 
espectro” que, en la Argentina y en otros países, viene generando un 
campo de empatía que está más allá de los acuerdos entre los grupos más 
ideologizados. No es casual la presencia en el universo libertario de 
posturas negacionistas respecto del terrorismo de Estado durante la 
última Dictadura Militar (1966-1976). La dirigencia libertaria suele 
mostrar un elevado grado de empatía para con los represores. 
Ahora bien, desde sus emplazamientos ultra-reaccionarios, los 
libertarios operan en una fisura real de nuestra sociedad y rozan una 
verdad política. Maniobran sobre los núcleos de mal sentido del sentido 
común. La distopía que proponen no adolece de irrealidad, es decir, 
posee algún grado de concreción, habita muchas subjetividades, mora en 
diversos microcosmos oscuros de la sociedad.     
La presencia actual de los libertarios, el eco que sus propuestas 
encuentran en una parte de la sociedad, pueden verse como un emergente 
de la crisis del sistema capitalista, pueden considerarse como una de 
las tantas manifestaciones de la crisis civilizatoria global, 
exacerbadas en tiempos de pandemia. 
Los libertarios son una de las expresiones ideológicas del 
hipercapitalismo que más ha crecido en los últimos años. Pero este 
crecimiento guarda relación con las situaciones que la misma 
desregulación del capital ha generado en las últimas décadas: con todo 
lo que los pueblos retrocedieron en materia de bienes comunes, en 
materia de propiedad colectiva y estatal; con el avance de los modelos 
extractivistas y las formas de acumulación por desposesión, con la 
consolidación de mecanismos verticales de gestión. Cabe señalar que 
estas situaciones no fueron revertidas sustancialmente por los 
“gobiernos progresistas”, más allá las innegables reparaciones que 
alentaron en diversos campos. Entonces, los libertarios no irrumpen 
precisamente en un contexto de fuertes regulaciones al capital, en el 
marco de una correlación de fuerzas favorables a la clase trabajadora. O
 sea, son la expresión de un poder que hace tiempo se ha desatado. 
Asimismo, su crecimiento se puede vincular con el éxito del sistema 
en la “fabricación” de individuos estandarizados 
(“ultra-racionalizados”, formateados geo-culturalmente), pero también 
con el agotamiento de otras políticas (“de centro”, “reformistas”, 
“populistas”, “de izquierda”) que navegan en el marco del orden 
establecido y que resultan complementarias del mismo; políticas que en 
los términos de Félix Guattari, no producen “territorialidades de 
reemplazo”, o que, en términos gramscianos, no se proponen construir 
subjetividades, sistemas y bloques contra-hegemónicos (o que no logran 
dar pasos firmes en pos de esa construcción). 
De este modo, la presencia de los libertarios, no deja de 
ser, también, el signo de un enorme vacío político e ideológico y de un 
achicamiento (o un “adormecimiento”) de los espacios de retaguardia 
popular (materiales, sociales, culturales, simbólicos); un signo de la 
pobreza política (más que teórica) del “progresismo” y de la izquierda 
anticapitalista.  
Porque los libertarios crecen a medida que aumenta la inviabilidad de
 todo “capitalismo social” y de toda política “humanizadora” de las 
relaciones sociales asimétricas, a medida que el desarrollo histórico 
achica el margen para el “capitalismo reformista”, a medida que los 
supuestos proyectos nacionales y populares se reducen cada vez más a la 
gestión del estado de cosas existente y se limitan a una “mediación” 
entre los poderosos y los perdedores: una mediación que reproduce esa 
relación, poniéndole, en el mejor de los casos, algún freno a la 
voracidad de los poderosos, pero conservando a los perdedores en esa 
condición.  
Los libertarios crecen a medida que la izquierda 
anticapitalista (cultivando estilos apolíneos) gasta sus días en 
prácticas fragmentadas, testimoniales o conmemorativas, a medida que las
 dirigencias de las organizaciones populares y los movimientos sociales 
piensan burocráticamente en administrar la gobernabilidad más que en 
organizar el conflicto. ¿Qué pasará cuando entre en erupción la bronca 
acumulada? 
Por obra y gracia de los libertarios, la derecha comienza ocupar el 
espacio de “lo diabólico”, de lo contestatario, de lo culturalmente 
subversivo, de lo que rompe con la moderación del discurso político 
promedio (ya sea en su formato neoliberal o neo-desarrollista). Además, 
los libertarios no invocan su idea individualista de la libertad como si
 se tratara de un proyecto a futuro, convocan a ejercerla aquí y ahora 
(o celebran ese tipo de ejercicios). Intentan traducir el egoísmo en 
política. Esta postura les permite desarrollar capacidades de agitación 
del malestar social.
Frente a inviabilidad de las alianzas neo-ricardianas entre capital 
industrial y sindicatos, frente la quimera del un “capitalismo con 
rostro humano”, los libertarios responden con la apología a la renta 
terrateniente, inmobiliaria, principalmente financiera. Actúan como la 
vanguardia ideológica de la nueva derecha. 
Los libertarios quieren resolver la crisis sistémica 
profundizando cada una de sus causas estructurales, ya no 
administrándola o prorrogándola. Su estrategia se basa en el desarrollo 
de las anomalías del capital sin más dilaciones. Su propuesta, 
cruda, rabiosa, carece de artificios. A diferencia de los viejos 
liberales, no apelan a unos supuestos “valores espirituales”. Pregonan 
un capitalismo sin atenuantes. 
Los libertarios son la expresión del capitalismo desenfrenado y 
dionisiaco, del “espíritu animal del empresario ansioso de beneficio”. 
Son la ebriedad y el éxtasis de mercado. Son la irracionalidad más 
poderosa. Son la versión más exagerada de la tendencia “normal” 
de nuestras sociedades neoliberales, una tendencia orientada a reconocer
 a los valores de cambio como los únicos organizadores posibles de la 
producción de valores de uso. Una tendencia autodestructiva de la 
civilización del capital pero que nos arrastrará a todos y todas sino 
somos capaces de desarrollar un sistema alternativo. 
Aunque los grupos y las figuras actuales del abanico libertario se 
desgasten y se extingan en poco tiempo (después de un fugaz momento de 
gloria), no conviene considerarlos una secta efímera; aunque parezcan 
estancados en el estereotipo o en la parodia, lo que en verdad importa 
es el sentido de la tendencia histórica, y el papel que juegan en esa 
tendencia: arietes del proyecto de una derecha cada vez más 
“republicana” y menos democrática o, directamente, antidemocrática; 
minoría activa en torno de la cual puede llegar a gestarse una “cultura 
militante” de la derecha en un sentido más amplio. 
Todavía no han surgido las fuerzas políticas que, desde las 
posiciones del trabajo, desde los muchos y variados espacios comunales y
 resistentes, den cuenta de esa misma crisis sistémica y propongan vías 
para superarla, desde cristalizaciones desalienantes, desde 
cosmovisiones alternativas, con métodos radicales y con igual crudeza, a
 través de la eliminación definitiva de sus causas. Porque ese parece 
ser el gran dilema de nuestro tiempo: profundización o eliminación de las causas estructurales de la crisis sistémica. 
3
Fundaciones yanquis, anti-política y freak style
Para los libertarios una teoría simple, con tonos conspirativos, 
explica las causas de la fealdad del mundo, identifica amigos y 
enemigos: mercado y Estado, sector privado y sector público, 
contribuyentes y subsidiados, frugales y derrochadores, trabajadores y 
vagos. El mundo es feo porque la “gente con iniciativa”, la “gente que 
se esfuerza”, los “contribuyentes”, en fin: la “gente común” y “el 
hombre sencillo”, no acceden al premio del consumo, el bienestar y la 
prosperidad material, porque hay “villanos” que interfieren y hacen que 
el “esfuerzo” y el “mérito” no sean una garantía para lograr la meta: el
 Estado con sus impuestos, sus regulaciones, sus burocracias políticas y
 administrativas que no entienden el mecanismo automático del mercado; 
el Estado con su “gasto innecesario”, con su vocación por sostener a 
empresarios “marginales” e “ineficientes” y a la fuerza de trabajo 
“menos capacitada”. 
Los libertarios afirman que, si se dejara de mantener a los políticos
 y a otras castas parasitarias, si se eliminaran todos los subsidios, 
los contribuyentes dispondrían de muchos más medios para adquirir más 
mercancías. Es evidente que sobredimensionan deliberadamente los costos 
de la burocracia política y administrativa. 
Como el resto de la derecha maniobran sobre el mal sentido del 
sentido común que está diseñado a partir de la casuística, la prosa de 
parte o la “historia mínima”, a los fines de producir la “indignación” 
masiva por la caca de perro en las veredas, por el salario de un 
diputado rimbombante o un oscuro concejal y no por las diversas formas 
de la renta capitalista, por el contrabando a gran escala, por la 
perdida de soberanía de la Nación sobre sus recursos estratégicos o por 
el endeudamiento externo, para nombrar solo algunas pocas situaciones 
significativas. De este modo, intentan capitalizar las condiciones 
generadas por la cultura de masas y su agobiante empirismo, por la 
sociedad del espectáculo, por el imperio de lo superficial y lo 
contingente en la política, en fin: por el “olvido” impuesto a las 
clases subalternas y oprimidas respecto de las dimensiones relacionadas 
con la totalidad social, con el poder y con el futuro. 
Entonces, con planteos de ribetes pseudo “honestistas” y con aires de
 tecnocracia virtuosa, los libertarios buscan capitalizar el enorme 
déficit de la democracia delegativa mientras generan la ilusión de que 
son ajenos a los aparatos políticos tradicionales y a sus lógicas. Se 
presentan como algo diferente a los cuerpos políticos extraños. 
Aprovechan la crisis de representación para representar. De esta manera,
 logran avanzar en una politización de la antipolítica. Se convierten en
 un canal político e ideológico reaccionario del fervor antipolítico de 
una parte de la sociedad argentina. 
También la mismísima Nación puede aparecer como parte del “campo 
enemigo” –aunque no todos los libertarios lo reconocen abiertamente– 
dado que sus principios aglutinantes resultan onerosos. En fin, la única
 “comunidad” en la que creen es la “comunidad del dinero”. Por supuesto,
 también creen en las “comunidades de negocios” y en las “comunidades” 
generadas por las redes de fundaciones para “la libertad” y otras con 
nombres por el estilo dispersas por casi todos los países de Nuestra 
América, pero con una especial predilección por Argentina y Brasil. Cabe
 señalar que la fundación “madre” de todas las fundaciones libertarias 
actuales es la Atlas Economic Research Foundation presidida por el argentino Alejandro Antonio Chafuen, vinculada al mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos. 
Así de simple y cínico es el mundo libertario. Con menos meandros y 
alambiques que ese “mundo progresista” que considera que una “política 
popular” se reduce a la ciudadanía liberal, a la administración de la 
subsistencia de los y las pobres, a una cuestión impositiva o al reparto
 (en comodato) de algunas hectáreas de tierras fiscales a un par de 
familias campesinas. 
El mundo libertario tiende a ser mucho más realista y radical y, 
aunque resulte terrible, mucho más seductor para algunos sectores de la 
sociedad. Entre otras cosas porque los libertarios, sin 
disimular sus prejuicios egoístas, sin ahorrarse ninguna crudeza, 
rechazan las soluciones esquizoides que el mundo progresista promueve a 
través de la opción por los significantes anacrónicos del capitalismo; 
significantes “reformistas”, “fordistas” y otros similares que están en 
crisis desde hace unos cuantos años. Por ejemplo, los 
libertarios militan el extractivismo, la exclusión y la impiedad. Jamás 
se les ocurría plantear: “fraking con inclusión”, “agro-negocio con 
responsabilidad social” o “rentismo responsable”. Para los libertarios 
toda idea de justicia social remite lisa y llanamente a la caridad. A 
diferencia de lo que ocurre en el mundo progresista donde muchas veces 
se busca darle un barniz de justicia social a prácticas de fondo 
caritativo. Los libertarios asumen la faz impiadosa del capitalismo y no
 pierden el tiempo tratando de construirle unas máscaras humanas. Los 
libertarios son “clasistas”, su proyecto se identifica con las clases 
dominantes y no hay espacio para las conciliaciones. 
Aunque los libertarios expresen la voluntad de profundizar una 
tendencia real y concreta del mundo, su particular “estilo” los muestra 
como intentado rehacerlo. El grado de exageración es tan alto que los 
libertarios parecen anormales y contraculturales.  
No es casual, entonces, que los principales referentes libertarios 
sean personajes mediáticos, deliberadamente construidos. Bizarros, bien 
entrenados en el arte de injuriar, utilizan el arrebato y el insulto 
como recurso simplificador. El debate no les interesa en absoluto. Son performers
 televisivos de la sacralidad del mercado. Sin embargo, discusivamente, 
los libertarios rompen con la monotonía del gris de la política reducida
 a la gestión de lo que hay. 
La convicción empresarial que alimenta la ilusión del individualismo 
propietario, la apología de la especulación y la explotación, arrasa con
 la inconsistencia de los balbuceos liberales o populistas (esto últimos
 considerados, claro está, en términos absolutamente distintos a los de 
los libertarios, cuyos paradigmas no están en condiciones de diferenciar
 lo populista de lo popular). Los libertarios rompen, pues, con las 
propuestas inmediatistas. Rompen con el discurso promedio. 
Porque los libertarios (y otros grupos fascistizantes) no convocan a 
una felicidad de opereta, convocan a matar o morir en el mercado. Y cada
 vez importa menos que la contienda sea terriblemente desigual (algo que
 ya se sabe de memoria). Esa certeza ya no le resta credibilidad a un 
llamamiento que igual puede resultar tentador para quienes se aferran 
con uñas y dientes a un pequeño “privilegio” (por ejemplo: ser hombre, 
más o menos blanco, relativamente instruido, de clase media baja) y 
quieren hacerlo cotizar frente a quienes no lo tienen. Los libertarios no solo interpelan a yuppies, ceos o
 empresarios sino también a quienes pretenden erigir una aristocracia a 
partir de una ventaja miserable y a los que, desprovistos de cualquier 
ventaja, están hastiados de las agonías diferidas. Se trata de 
un llamamiento que, en un sentido más general, viene siendo atractivo 
para alguien que está cansado de soportar este mundo, pero está 
absolutamente descreído de la posibilidad de otro. Este tipo de 
convocatoria es la que les permite a los libertarios captar la energía 
molecular del deseo de una parte de la sociedad argentina. 
El mundo libertario no tiene, por ahora, un mundo 
emancipador/revolucionario con el que confrontar, por lo menos no uno 
coherente y masivamente identificado y vivenciado. En los últimos años, 
el radicalismo político pasó a ser un atributo de la derecha. La 
izquierda parece dormida, conservada como feto en frasco de formol, 
incapaz de producir coyunturas y de plantear alguna iniciativa en el 
terreno de las luchas (que siguen siendo fragmentadas y discontinuas). 
Lo que demuestra que las contradicciones, por sí mismas, no producen 
alternativas ni conciencia antagonista. 
Los libertarios dicen que vienen a acabar con la vida repleta de 
frustraciones de las clases medias (especialmente en sus estratos más 
castigados y empobrecidos). Dicen que vienen a barrer con la angustia 
que genera la fealdad del mundo. Y aseguran tener la clave para 
embellecerlo. Consideran que la sociedad capitalista es un paraíso que, 
en la Argentina, padece un régimen de ocupación. Y proponen liberarlo. 
Si bien su discurso se centra en la lucha contra la “ocupación” del 
Estado como principal instancia reguladora, su verdadero enemigo es el 
trabajo: las posiciones que el trabajo todavía conserva y el poco Estado
 que aún lo ampara legal y políticamente. Porque, no lo olvidemos, los 
libertarios sostienen que esas posiciones del trabajo y del Estado 
(absolutamente defensivas) expresan diversos grados de “explotación” del
 trabajo (y el Estado) sobre el capital. Los 
libertarios son una especie de policía de los valores de cambio, una 
policía cebada y lanzada a perseguir a los valores de uso. 
Podría decirse que los libertarios actuales constituyen, en buena 
medida, una “subcultura” con una buena estrategia publicitaria. Su 
función es más ideológica que política. Atentos a los códigos de época 
que celebran la rareza inofensiva (estilo freak), han 
construido un lenguaje y un formato relativamente masivos basados en una
 receta tan sencilla como eficaz: 1) La economía del pensamiento y la 
renuncia explícita a cualquier mirada profunda, crítica y sensible de la
 realidad. Todo rigor conceptual se considera artificiosidad. Todo 
sentimiento humano se considera pusilanimidad. No se trata de entender, 
sino de creer en las recetas de los “ganadores”. 2) Una apelación 
permanente a una retórica burguesa de la heroicidad y al prototipo del 
héroe burgués defensor de los y las contribuyentes. Pero, este caso, se 
trata de héroes poco esbeltos y sin mandíbulas volitivas: “héroes 
raros”. Esta apelación se expresa en el recurso a figuras políticamente 
incorrectas, freakys despeinados, eruditos apasionados y 
viscerales, invariablemente patéticos, que se plantan frente a las 
cámaras como posesos y claman venganza. 3) Un corrimiento deliberado y 
diáfano hacia uno de los polos (en este caso el más reaccionario) del 
escenario político; esto es: la abierta identificación con la derecha y 
la ultra derecha y la consiguiente ruptura con la moderación Zen, el juste-milieu y todas las inconsistencias típicas del liberalismo democrático.    
4
Ultraliberalismo de masas. Peligrosos bufones
En las últimas décadas, como nunca antes, el desarrollo del 
capitalismo ha contribuido a consolidar el imperio del fetichismo. Los 
perdedores y las perdedoras asumen el punto de vista de la ganancia y 
quedan ciegos y ciegas para la explotación, la plusvalía, la represión. 
Los y las de abajo reproducen (reproducimos) la lógica de los y las de 
arriba, habitan (habitamos) absortos y absortas dentro de la hegemonía 
burguesa. Al decir de Christian Ferrer: “las víctimas se han 
acostumbrado a colaborar con su desgracia y reproducen el mecanismo 
giratorio del infortunio”. Los desheredados y las desheredadas hablan el
 idioma del anticomunismo genérico, la lengua misma del opresor. Un 
anticomunismo genérico que adquiere sentidos abiertamente 
anticomunitarios. 
Amplios sectores de clases populares, los y las intelectuales (en un 
sentido extenso), han perdido la capacidad de indignarse frente al poder
 y su ostentación por parte de las clases dominantes. 
Hace 50 años había un cántico de la militancia popular que rezaba: 
“¡qué lindo, qué lindo, qué lindo qué va a ser/el Hospital de niños en 
el Sheraton Hotel! El Sheraton y todo lo que significaba remitía a una realidad intolerable para muchas semióticas simbólicas que invocaban expropiaciones justicieras. Hoy, Nordelta (para
 citar un caso entre muchos) parece totalmente aceptado, prácticamente 
naturalizado, como si se tratara de un dato más del paisaje donde se 
alternan campos de Golf y barrios cerrados con barrios populares, villas
 y asentamientos precarios. 
Lo sabemos: entre el Sheraton y Nordelta median un 
genocidio, unos procesos de electoralización y de precarización que 
hicieron su trabajo de zapa, especialmente en la sociedad civil popular.
 En todos estos años la sociedad argentina fue sometida a diversos 
reformateos aberrantes. ¡Cuánto han avanzado las “formaciones de poder” 
en las artes de disimular su propio funcionamiento! ¡Cuánto se han 
modificado las relaciones sociales, las subjetividades políticas, el 
lenguaje! ¡Cuánto han cambiado las formas de pensar y sentir! ¡Cuánto se
 ha perfeccionado la maquinaria de la cultura de masas del 
capitalismo!  
¿Algo, alguna vez, ya sean procesos largos y soterrados o 
acontecimientos intempestivos, podrá restituirnos colectivamente el 
sentimiento de indignación frente a tamañas injusticias? ¿Qué praxis 
hará posible el dislocamiento de los valores sociales dominantes y 
frenará el proceso de deshumanización? ¿Qué praxis podrá devolvernos la 
autonomía telética?  
El odio se clase se ha tornado unilateral. Las clases dominantes, los
 ricos, los “chetos”, odian la precariedad. Odian a los y las pobres. Y 
no les temen. Ni siquiera quieren pagar los costos de la anestesia o de 
la gestión ralentizada de la muerte, los transfieren hacía abajo. Desde 
ese odio (que los cohesiona), desde expresiones cargadas de violencia, 
convocan a diversos sectores de las clases subalternas: a las clases 
medias que poco a poco viran de la apatía a la maldad. Sin estas 
condiciones generales, sin los arraigos tan profundos e inalterados del 
neoliberalismo, los libertarios no tendrían eco en nuestra sociedad.    
Por eso es necesario politizar la supervivencia. Politizar la 
vulnerabilidad. Politizar el hambre. Reconstruir un lenguaje de 
confluencia social por abajo: mitos, territorios. Para contrarrestar la 
atomización y la ciudadanía buchona, contribuyente, consumidora y 
usuaria (una verdadera anti-ciudadanía). Para no confundir las políticas
 públicas del subsistencialismo contenedor, caritativo, con una política
 popular. Para hacer que el hambre se convierta en antropofagia.  Para 
que los y las que no tienen nada que perder vuelvan a ser peligrosos y 
peligrosas. 
El trabajo acrecienta cada vez más el poder que lo domina y lo 
sojuzga; mientras enriquece el mundo burgués, empobrece su propio mundo 
(material, social y cultural). Las conexiones sociales cada vez más 
aparecen como medio para lograr fines privados. En plena crisis 
sistémica, los mecanismos reproductivos de los ideales burgueses (junto 
con la producción de los sujetos por los objetos) han adquirido una 
eficacia inédita, un perverso automatismo.  La máquina de opresión 
funciona a pleno. Solo a través de la imposición de estas condiciones el
 capitalismo podrá seguir disimulando su esencial incompatibilidad con 
la democracia y la humanidad. 
Entonces, no debemos cometer el error de subestimar a los 
libertarios. Aspiran al ultraliberalismo de masas y cuentan para ello 
con un basamento social prefabricado, suficientemente modelado, más 
exactamente: manipulado. Esa parte de la sociedad más auto-referencial y
 más aislada en su propia conciencia, esa parte sometida a la 
descolectivización de la relación laboral o social-comunitaria, es su 
principal base de maniobras.  Hombres solos y mujeres solas que ya no 
esperan nada, subjetivamente replegados y replegadas. 
Los libertarios operan sobre las perplejidades de la “gente común” y 
el hombre sencillo”, en especial sobre la perplejidad de habitar un país
 donde la modernidad idealizada (blanca, masculina, capitalista, 
desarrollada, pudiente, jerarquizada, consumista, “civilizada”, 
hollywoodense, irresponsable) no puede ser una experiencia social 
cotidiana. Esta modernidad es la normalidad deseada e imposible que sólo
 existe en la conciencia intelectual de la “gente común” y el “hombre 
sencillo”. ¡País de mierda!, dice la “gente común”, ¡hay que matarlos a 
todos! dice el “hombre sencillo”, cuando esa experiencia social 
“desinfectada” se le muestra esquiva. La “gente común”, el “hombre 
sencillo”, suelen ser seres carentes de personalidad que solo respetan 
al poder que tratan de imitar. 
Los libertarios no solo se nutren de la soledad, el egoísmo, la 
arrogancia y la impiedad producidos por la máquina de opresión, sino que
 también maniobran sobre las angustias y el hastío (y también sobre los 
deseos insatisfechos) de esa parte de la sociedad argentina que no puede
 vislumbrar una contra-modernidad. Así, el egoísmo y la impiedad 
encuentran un terreno cada vez más amplio donde enraizarse. 
Los libertarios pueden considerarse como un síntoma de un 
círculo fatal basado en un proceso de retroalimentación política entre 
el capital y los seres destructivos (autodestructivos) que produce, 
entre el avance de la economía mercantil y la alienación social. 
¿Estaremos frente a nuevo ajuste histórico de la macro política del 
capitalismo a su micro política?  
Lo incontrastable es que se torna cada vez más necesaria una praxis 
política capaz de intervenir de forma inmediata en la vida cotidiana de 
las clases subalternas y oprimidas, especialmente en los espacios en 
donde laten tendencias rupturistas respecto del fetichismo y la 
alienación. Esas praxis micro-políticas resultan tan importantes como 
las praxis macro-políticas, es decir, como el horizonte (el proyecto) 
emancipador capaz de exceder las limitaciones del reformismo 
institucional. En la articulación de esas praxis está la clave para la 
construcción de máquinas emancipadoras. 
Finalmente, sostenemos que las clases dominantes recurren a los 
libertarios, principalmente a sus expresiones más “radicales” y 
mediáticas, como vanguardias para instalar determinados temas en la 
sociedad. Los utiliza como constructores del sentido común reaccionario,
 como catalizadores de los micro-fascismos que atraviesan nuestra 
sociedad.  
Bufones peligrosos, los libertarios les sirven a las clases 
dominantes para “popularizar” la flexibilización laboral, la 
desregulación económica, la privatización; para idealizar el perfil 
“fisiocrático” de la Argentina; para promover el desarrollo de un Estado
 en clave penitenciaria; en fin, le sirven para ampliar los márgenes del
 mercado capitalista y el Estado de malestar
 
https://tramas.ar/2023/08/16/libertarios-de-ultraderecha/