En este segundo artículo pretendo analizar los elementos básicos de una propuesta que, al igual que la renta básica universal, ha recibido una cierta atención en nuestro panorama político. Esta propuesta es la relativa a lo que se conoce como programas de renta mínima de inserción o de renta de garantía mínima o impuesto negativo sobre la renta, con los que se pretende, desde el sector público, garantizar a todos los hogares o individuos un nivel de renta mínimo. La principal diferencia con el programa de renta básica universal es que no va dirigido a todos los individuos, sino solo a aquellos que se encuentran por debajo de un nivel de renta mínimo (por ejemplo, el umbral de la pobreza definido como el 60% de la mediana de renta). El Estado garantizaría ese nivel de renta a través de una transferencia de renta a todos los hogares o individuos, que dejarían de recibirla en el momento en que se superan dicho nivel de renta.

Hay que subrayar que en la actualidad existen distintos programas en el caso español, tanto a nivel estatal como en algunas CCAA, que guardan algunas similitudes con el concepto de renta mínima garantizada (véase aquí). Este es el caso de los sistemas de garantía de mínimos estatales (pensiones no contributivas de jubilación e invalidez, complementos de alquiler de vivienda de pensiones no contributivas, complementos a mínimos de pensiones contributivas, pensión del seguro obligatorio de vejez e invalidez, prestaciones para la integración social de los minusválidos, pensiones asistenciales, renta activa de inserción, subsidio por desempleo, programa de recualificación profesional de las personas que agoten su protección por desempleo, entre otras), así como las rentas mínimas de inserción existentes en todas las CCAA. Según los datos de Eurostat, España gastó en 2013 en programas asistenciales (mean tested) 38.500 millones de euros – 3,7 pp de PIB- (lo que supone uno de los gastos per cápita más elevados de Europa, muy cercano a los niveles de Francia, Alemania y Reino Unido). Sin embargo, no parece ser un sistema que impida que siga habiendo numerosos hogares con rentas por debajo del umbral de pobreza, ni que consiga una reinserción de este colectivo en una situación considerada como de no exclusión (véase, por ejemplo, Laparra et al, 2012).

En su conjunto, se puede afirmar que el sistema asistencial español es muy heterogéneo, ya que cada programa presenta criterios de acceso, permanencia y cuantías muy diferentes. En concreto, las principales características de la normativa de las CCAA son: 1) cuantías que se situaban en torno a 400 euros al mes para un solo titular; 2) para su percepción se exige ingresos inferiores a la cuantía que se fija como ayuda o a alguna otra referencia; 3) duración de la prestación limitada, aunque en muchos casos prorrogable; 4) edad mínima para la percepción de alrededor de 25 años; 5) la referencia para las condiciones y el cobro suelen ser la unidad familiar (teniendo en cuenta su composición); 6) en muchos casos se acompañan de medidas complementarias de inserción sociolaboral. En definitiva, los programas de rentas mínimas están pensados para ser el último colchón asistencial para garantizar una renta mínima de los hogares, pero su grado de cobertura en la actualidad, con excepción del País Vasco, es bastante limitado.

La propuesta concreta en el caso español podría consistir, por tanto, en extender este tipo de ayudas a todos los hogares que no lo estén recibiendo en la actualidad y que no superen el umbral de la pobreza, además de complementar las ayudas existentes hasta precisamente ese nivel de la pobreza. Como en el caso de la renta básica universal, parece relevante comenzar por analizar el coste presupuestario de una medida de estas características. Obviamente, el coste sería mucho más reducido que el calculado para la renta básica universal. Con la información más actualizada de la Encuesta Financiera de las Familias (EFF) sobre estructura e ingresos de los hogares en España, una aproximación tentativa al coste de introducción del subsidio lo situaría en alrededor de 2 puntos de PIB. Esta estimación se ha efectuado fijando el umbral de la pobreza en 8.600 euros (igual al 60% de la mediana de ingresos por persona equivalente en la EFF). La renta mínima garantizada de este programa aumentaría dependiendo del número de hijos y adultos del hogar, de acuerdo con las escalas de equivalencia utilizada por Eurostat en la Encuesta de condiciones de vida. En cuanto al porcentaje de hogares beneficiarios, se parte, en primer lugar, de la estimación de la Encuesta Financiera de las Familias de 2011 sobre el número de hogares que no alcanzan los umbrales de pobreza anteriormente fijados (23% de los hogares), una vez que ya se tienen en cuenta las prestaciones que cobran en la actualidad, y se aplica este porcentaje al número de hogares de acuerdo con la información que proporciona el INE para el año 2013. El resultado es que 4,2 millones de hogares serían elegibles. La prestación media para cada hogar en riesgo de pobreza se calcula como la diferencia entre la renta mínima anteriormente mencionada y los ingresos actuales, lo que daría una prestación media de 5.000 euros por hogar, de forma que el coste presupuestario de la medida serían los 2 puntos de PIB mencionados, unos 21.000 millones de euros. En este caso para efectuar el cálculo del coste de la medida no hay que reducir ningún ahorro derivado de prestaciones que se eliminarían porque, tal y como se ha calculado el coste del nuevo programa, este solo se refiere al complemento de las rentas, incluyendo las ayudas existentes en la actualidad, que no alcanzan el nivel mínimo de pobreza.

2 puntos de PIB es una cantidad significativamente más reducida que la mencionada para la renta básica universal, aunque, en todo caso, supone un incremento respecto el presupuesto actual destinado a esta partida nada despreciable, sobre todo si se tiene en cuenta que el déficit público español alcanzará todavía el 5,5% del PIB en 2014, si se confirman las estimaciones oficiales. Como ya se indicó en el anterior post, no es sencillo recaudar una cuantía de esa magnitud sin incrementar de forma significativa las figuras impositivas más importantes, con los posibles efectos distorsionadores sobre el trabajo y la inversión mencionados en el anterior artículo, si bien ahora con unas magnitudes relativas mucho más bajas.

Con independencia del coste recaudatorio, el diseño de una renta de estas características tendría que ser muy cuidadosa. Analizamos a continuación algunos de los aspectos que nos parecen más relevantes en relación con este diseño y que en diferente medida han sido abordados por los diferentes programas activos en la actualidad.

En primer lugar, no es evidente que una renta básica de inserción se tenga que basar solamente en niveles de renta para un año determinado obviando diferencias en riqueza que influyen de forma muy relevante en el nivel del consumo final del hogar. Por ejemplo, no tendría sentido que se pagara una renta de inserción a hogares que no perciben ingresos de forma puntual a pesar de tener un importante patrimonio con el que pueden subsistir de forma holgada. De hecho, los programas actuales suelen disponer de cláusulas que limitan la cuantía máxima que se puede poseer de bienes inmobiliarios, dinero, títulos, valores o vehículos, adicionalmente a las limitaciones de ingresos.

Como ya se mencionó en el caso de la renta universal, una propuesta de estas características tendría un efecto muy importante en la composición de los flujos migratorios. Concretamente, para evitar que esta medida cambie los incentivos de los inmigrantes, la mayoría de programas incorporan condiciones de empadronamiento durante un número determinado de años.

Los efectos potencialmente más perjudiciales de esta medida serían de nuevo los relacionados con la capacidad futura de generar ingresos de las personas elegibles que les permitan salir de su situación precaria. En primer lugar, su diseño debe evitar situaciones de trampa de la pobreza, lo que exigiría modular la pérdida de la prestación cuando se inicia un periodo de empleo. Igual que sucedía con el cobro de la renta universal, la percepción de un subsidio genera un efecto renta que puede provocar desincentivos relevantes. Pero en el caso de la renta básica de inserción hay que tener en cuenta que el sobrepasar un determinado nivel de ingresos se reduciría o incluso se agotaría la prestación cobrada hasta el momento, por lo que el desincentivo a trabajar es aún mayor que en el caso de la renta universal para los colectivos cercanos al umbral de la pobreza. En este sentido, entre 1968 y 1980, el gobierno federal de los EEUU realizó cuatro experimentos de imposición de la renta negativa en diferentes regiones y diferentes estratos sociales y los resultados mostraron importantes impactos sobre la participación laboral especialmente de mujeres y jóvenes (Moffitt (2002) para un resumen sobre el tema y, Moffitt y Kehrer (1981), Kelley (1981), Killingsworth (1983) para los experimentos concretos). El diseño de programas que puedan simultáneamente aliviar la pobreza, no dañar la empleabilidad de las personas y no tener un impacto fiscal importante es complejo (un buen análisis de esta cuestión se realiza en Blank, Card y Robins (1999)). En este sentido, y para que la renta básica no tuviera efectos negativos sobre la participación laboral, se debería o bien modular la cuantía subsidiada una vez se encuentre trabajo o bien condicionar su percepción a medidas de activación y formación. La mayoría de programas de renta básica incluyen el segundo tipo de requisitos si bien el control de su cumplimiento es reducido y normalmente se limita a asegurarse que el beneficiario siga residiendo en el lugar donde cobra la prestación ya sea con entrevistas directas en las oficinas que gestionan el subsidio o a través de telegramas certificados que requieren de algún tipo de contestación. Es necesario que parte del coste presupuestario de estos programas se destine a orientaciones individualizadas y programas de formación que en definitiva repercutirán en la mayor eficiencia de estos.

Finalmente, se debería evitar que la medida impactara de forma negativa en la educación de las nuevas generaciones. En efecto, al incrementar el salario mínimo por debajo del cual cualquier persona está dispuesta a trabajar, este tipo de programas pueden tener consecuencias negativas para los incentivos a seguir estudiando en aquellos colectivos que en la actualidad son más vulnerables al fracaso escolar. La renta mínima incrementa las ganancias esperadas de cualquier persona que abandone el sistema educativo a una edad temprana generando por tanto un desincentivo a seguir estudiando. Que las familias responden a incentivos económicos a la hora de decidir si los jóvenes continúan estudiando no debería sorprendernos después del atraso educativo asociado a las oportunidades económicas generadas en el último boom de la construcción (véase, por ejemplo, Aparicio (2010) o Lacuesta et al (2012)). En todo caso, hay que tener en cuenta también que en uno de los experimentos americanos anteriormente mencionados (el caso de las zonas rurales de Carolina del Norte e Iowa), se muestra que el programa incrementó la permanencia en la escuela y seguramente el motivo tiene que ver con que la renta básica ayudó a reducir las importantes restricciones financieras a las que se enfrentan algunos hogares de Estados Unidos para poder pagar los estudios de sus hijos (ver Lovenheim (2011)). Esta problemática no parece, en todo caso, aplicable al caso español. En este sentido, los programas actuales de las diferentes CCAA suelen condicionar la recepción de la ayuda a programas de formación y a la obligación de escolarización de los hijos de los receptores, pero también deberían asegurarse de que los receptores sigan formándose.

Referencias

Aparicio, A. (2010) "High-School Dropouts and Transitory Labor Market Shocks: The Case of the Spanish Housing Boom" IZA WP 5139

Blank, R, D. Card and P. Robins (1999) "Financial Incentives for Increasing Work and Income among Low-Income Families" NBER working papers 6998

Keeley, Michael C., Philip. Robins, Robert Spiegelman, and R. West, (1978) “The Estimation of Labour Supply Models Using Experimental Data.” American Economic Review 68: 873-887 (December).

Killingsworth (1983) Labor supply. New York: Cambridge University Press.

Lacuesta, A., Villanueva E. and S. Puente (2012) “The Schooling Response to a Sustained Increase in Low-Skill Wages: Evidence from Spain, 1987-2009” Banco de España WP 1208

Laparra, M. y B. López (coord.) (2012). “Crisis y fractura social en Europa. Causas y efectos en España”, Obra Social La Caixa, Colección Estudios Sociales, 35.

Lovenheim, M. (2011) "The Effect of Liquid Housing Wealth on College Enrollment" Journal of Labor Economics, 2011, vol. 29, issue 4, pages 741 - 771

Moffit, R. (2002) "Welfare Programs and Labor Supply" NBER working papers 9168

Moffitt, R. and K. Kehrer (1981). "The Effect of Tax and Transfer Programs on Labor Supply: The Evidence from the Income Maintenance Experiments." In Research in Labor Economics, Vol. IV, ed. R. Ehrenberg. Greenwich, Conn: JAI Press, 1981.