Tras la quiebra de Lehmann Brothers, en septiembre de 2008, universalmente considerada como el comienzo oficial de la crisis, los organismos internacionales difundieron la doble consigna de sostener al sistema bancario (contaminado, en medida entonces aún ignorada, por activos tóxicos) y poner en marcha impulsos fiscales para sostener la demanda. Todo ello presuponía, previsiblemente, fuertes incrementos del gasto público y, en presencia de una más que probable caída de la recaudación tributaria, un aumento considerable del déficit público. Parecía preferible la financiación ortodoxa de ese déficit, pero la destrucción de riqueza registrada durante la crisis, unida a la general ausencia de liquidez, no permitían albergar muchas esperanzas de que el ahorro disponible pudiera hacerse cargo de la financiación que iban a necesitar los países más sacudidos por la crisis, y prácticamente todos al mismo tiempo.
En el caso de la Unión Monetaria Europea, la solución pasó por una serie de operaciones suplementarias de financiación del Banco Central Europeo a plazo de un año, a un coste para las entidades bancarias del 1% de interés anual. Los bancos obtenían prestado al 1 por ciento y compraban deuda pública a tipos mayores del 3%. De este modo, la financiación a un año ha condicionado el vencimiento de la mayor parte de la deuda pública, que ha tenido que emitirse a corto plazo: con las operaciones a un año, una gran parte de las necesidades (financiar el déficit público anual, la renovación de deuda que financia el déficit de años anteriores y los pagos por vencimiento de parte de la deuda pública) ha podido ser cubierta por la banca, que a su vez obtenía sus recursos del BCE. Este mecanismo de financiación del déficit público implica una monetarización (indirecta) del déficit público. Recordemos que la monetarización consiste en la financiación del déficit público mediante la emisión de dinero, originando con ello inflación.
En el otoño de 2009 el BCE tomó en serio los indicios de reactivación económica en Alemania y Francia, y reapareció la preocupación ante posibles rebrotes inflacionistas. La reactivación franco-alemana prometía disminuir rápidamente el déficit, reconduciéndolo a la tasa del 3 por ciento, fijada como máximo en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que la Unión Europea había decidido dejar en suspenso temporalmente en lo más álgido de la crisis. Y dado que el liderazgo franco-alemán debía permitir disciplinar a los demás miembros de la Unión Monetaria, el BCE anunció que en 2010 ya no habrá más operaciones suplementarias de financiación.
Si no se dispone del mecanismo de las operaciones suplementarias de financiación todos los países de la Unión Monetaria con necesidades financieras tendrán que acudir al mercado de capitales. Pero dado que es dudoso que haya recursos para todos los distintos países, estos competirán por la financiación disponible, debiendo convencer a los ahorradores de que la deuda es tan segura como la que más. Esto afecta intensamente a los países con una situación financiera más débil: Grecia, Portugal, España… Si además, la reactivación de Alemania se está frenando (con esto no contaba el BCE) y si Alemania no cierra la brecha de su déficit, también competirá con Grecia, España y los demás países débiles por renovar su propia deuda, y difícilmente habrá para todos.
Este racionamiento de fondos disponibles afecta a los tipos de interés. La prima de riesgo la deuda pública española (que es el diferencial de los tipos de interés que paga España respecto a Alemania en bonos a 10 años) ha aumentado (ha pasado de 58,7 a 188,6 puntos básicos) en los últimos 12 meses. Ello a pesar de que las decisiones adoptadas en el ámbito de la contención del déficit público y de la reestructuración bancaria han sido pilares básicos que han permitido que los tipos de interés de la deuda pública española, desde julio, se hayan desmarcado de la pauta de continuo incremento observado en el resto de economías periféricas.
La decisión del BCE de imposibilitar la monetarización del déficit público, afecta a la capacidad (reduciéndola) de colocar la deuda pública española en los mercados de capitales internacionales o alternativamente obliga a aumentar los tipos de interés.
Un mayor gasto público y una menor recaudación fiscal implican la expansión del déficit público. Cerrada la vía de la monetarización del déficit público, dada la dificultad de colocar la deuda pública tanto por la mayor concurrencia de un mayor número de países a los mercados internacionales de capitales como por el hecho de que España forma parte (junto con Grecia, Irlanda, Portugal) de los países con mayores desequilibrios estructurales y que han sido los más expuestos al escrutinio del mercado, dadas las exigencias de las autoridades europeas y del conjunto de acreedores de la deuda española (que suele conocerse con el nombre de mercados), resulta evidente que la única forma de hacer frente al déficit público es reducirlo, es necesario un ajuste presupuestario. Un ajuste presupuestario que implica aumentar los ingresos públicos aumentando los tipos impositivos (ya la recaudación vía impuestos se ve reducida por la disminución de la renta en las fases de recesión) y reducir el gasto público. Luego, no serían factibles políticas fiscales expansivas dada la imposibilidad de su financiación.
Para apaciguar las dudas sobre las finanzas públicas españolas y convencer de que se puede volver al cumplir con el Pacto de Estabilidad (que establece un límite de déficit del 3%), el Gobierno aprobó un plan de austeridad para reducir el gasto en 50.000 millones durante los próximos cuatro años. Además, el Ejecutivo hizo coincidir este anuncio con la propuesta de reforma de las pensiones que elevaba la edad de jubilación a 67 años para reforzar su imagen de que va a cumplir con el mandato de la UE. Además, los Presupuestos del Estado para 2011 son un intento obsesivo por reducir el déficit público al 6%, según el programa marcado por las exigencias de las autoridades europeas.
Entre las medidas adoptadas han consistido en: el recorte del sueldo de los empleados públicos; la congelación de las pensiones; la suspensión del régimen transitorio de la jubilación parcial; la eliminación de la retroactividad en prestaciones por dependencia; la eliminación del «cheque-bebé»; el recorte del gasto farmacéutico; el recorte de inversiones y ayuda al desarrollo; y la modificación de acuerdos marco con comunidades y entidades locales.
De estas medidas, resulta contradictorio proponer un recorte del déficit fundamentado en una contención de los gastos sociales y un recorte sin precedentes de la inversión en infraestructuras y, al mismo tiempo, sostener que ese presupuesto ayudará a conseguir una tasa de crecimiento del 1,3% en el ejercicio presupuestario. Esto es así porque al reducción en el consumo público, inversión pública y transferencias suponen una reducción de los componentes de la demanda agregada, que agrandados vía multiplicador, posiblemente afectarán negativamente a la producción y al crecimiento.
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