N-263: LA UNIÓN EUROPEA Y LA SOBERANÍA DE ESPAÑA


LA UNIÓN EUROPEA Y LA SOBERANÍA DE ESPAÑA

Javier Roldán Barbero
Catedrático de Derecho internacional público. Universidad de Granada
El estudio analiza, desde una perspectiva general pero con abundantes ejemplos concretos y prácticos, la remodelación de la soberanía española a consecuencia de su pertenencia al proceso de construcción europeo. Si bien formal y nominalmente la soberanía permanece inalterada, y la UE la respeta expresamente, es indudable que nuestro país se ve condicionado y determinado por el Derecho de la Unión, por lo que su autonomía decisoria se ve recortada, especialmente en el ámbito económico, objeto del epígrafe II del artículo (los otros dos epígrafes, el I y el III, tienen un carácter más genérico). Es, en efecto, en el plano económico donde la integración europea ha alcanzado avances más significativos. Sin embargo, esta soberanía limitada o compartida resulta querida y alentada por España, pues resulta saludable y hasta necesaria para hacer frente a los retos y funciones, tanto internos como externos, que tiene por delante el Estado
Unas pocas palabras para presentar esta panorámica y sencilla aproximación a las relaciones entre el proceso de construcción europea y la soberanía de España como Estado. Confío en que lo que se pierde en profundidad y especificidad (los “árboles”) se gane en perspectiva (el “bosque”) y en carácter divulgativo acerca de un tema evidentemente complejo y opinable. En cualquier caso, me alegra que esta incursión de un internacionalista en una revista, joven pero ya consolidada, de Derecho Constitucional, pueda modestamente ayudar a superar los compartimentos estancos y corporativos en el estudio de la integración europea, que a todos nos concierne, cada cual desde su óptica y experiencia, todas ellas complementarias y necesarias: ¡El Derecho de la Unión Europea para quien lo trabaja! El estudio está estructurado en tres partes: 1. Unas “Cuestiones históricas y generales”; 2. El análisis del contenido esencialmente económico del tema; y 3) El análisis de otras vertientes no estrictamente económicas.


1. Cuestiones históricas y generales.

La adhesión de España a las Comunidades europeas tuvo lugar con efectos de 1 enero de 1986, si bien la asunción del Derecho comunitario fue en muchas materias sólo paulatina, ordenada en periodos transitorios, ya vencidos desde hace mucho tiempo[1].
La base constitucional para la adhesión fue el artículo 93, ya pensado en el periodo constituyente para tal acontecimiento y sólo operativo posteriormente para las reformas y ampliaciones acaecidas en la integración europea, con la excepción de la ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional[2].
La unanimidad parlamentaria concitada para autorizar la adhesión a las Comunidades Europeas, y las amplias mayorías obtenidas después para las reformas del derecho primario, han disipado el efecto práctico de las justificadas reservas planteadas a la mera mayoría absoluta exigida en el artículo 93[3]. A pesar de la índole meramente “orgánico-procedimental” que erróneamente el TC español le adjudicó en pronunciamientos primerizos[4], lo cierto es que el artículo 93 encierra una naturaleza sustantiva inequívoca al constituir el fundamento continuo para todas las consecuencias dimanantes de la introducción del Derecho comunitario en España[5]. En su Declaración posterior 1/2004, atinente al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, el TC da un giro a su interpretación del artículo 93, admitiendo “una dimensión material que no cabe ignorar” y considerando que este precepto “es suficiente para la prestación del consentimiento del Estado al Tratado referido”[6]. A propósito de la Declaración precedente, emitida con motivo del Tratado de Maastricht, Araceli Mangas pudo hablar, con razón, de una “reforma insuficiente o innecesaria”, dada la relectura de numerosas disposiciones constitucionales a que conduce el proceso de construcción europeo[7].
El tenor de este artículo omitió en su versión definitiva la previsión inicial, desafortunada, de imponer un régimen de paridad. En su redacción se habla de atribución del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. Se entiende, pues, que el pueblo español conserva su soberanía y que el Estado retiene la titularidad de las competencias, cuyo ejercicio puede recuperar. La cláusula contenida en el Tratado de Lisboa relativa a un derecho de retirada que asiste a los Estados miembros[8] confirma desde la óptica europea este punto de vista, además de una cierta tendencia indeseada para España y observable especialmente en el ámbito agrícola, hacia una mayor renacionalización de alguna política comunitaria.
Por otra parte, la precitada Declaración 1/2004 ha venido a confirmar la amplia corriente doctrinal que admitía unos límites al alcance de la integración que el artículo 93 de la Constitución puede consentir. Esos límites materiales “se traducen –según los términos empleados por el TC- en el respeto de la soberanía del Estado, de nuestras estructuras constitucionales básicas y del sistema de valores y principios fundamentales consagrados en nuestra Constitución, en el que los derechos fundamentales adquieren sustantividad propia (art. 10.1)”. De hecho, como hipótesis, aunque extravagante, el TC se ha reservado una intervención de emergencia frente a una evolución del Derecho europeo que llegase a resultar inconciliable con la Constitución española, sin que los propios mecanismos articulados por la UE remediaran tal estado de cosas. Se podría hablar en este caso de una acepción singular de la expresión “patriotismo constitucional”[9]. En realidad, ambos órdenes, el constitucional español y el comunitario europeo, se han ido fertilizando mutuamente, de manera que se ha hablado de una “comunitarización de la Constitución española” y de una “constitucionalización del Derecho comunitario”[10]. En efecto, la nonata Constitución europea recogía la cláusula afirmadora de la primacía del derecho europeo -que finalmente ha desaparecido expresamente en el Tratado de Lisboa-, situada no por azar inmediatamente después de la proclamación de la estructura y los valores constitucionales de cada Estado miembro (art. I-5). Así pues, la democracia europea transfigura y remodela la democracia interna, pero también se convierte en un pilar de su preservación[11]. No es de extrañar que algún litigio jurídico haya sido sometido, paralela o consecutivamente, al criterio del TJUE y del Tribunal Constitucional español. Tal cosa ha sucedido, singularmente, con las penas de alejamiento, sin posible condonación por parte de la víctima, en las condenas de maltrato, así como con la imposición normativa en España de que las cadenas de televisión destinen un porcentaje de sus ingresos a producir películas españolas.
El reconocimiento de esos límites, la omisión de la UE en el texto de nuestra Constitución y la redacción algo confusa del artículo 93 han aconsejado, incluso al Gobierno socialista presidido por Rodríguez Zapatero en su primera legislatura (2004-2008), proponer en un eventual proceso de reforma de la Carta Magna una “cláusula Europa” situada, además, en su Título Preliminar. Se conoce que los avatares políticos posteriores han llevado a aparcar indefinidamente esa pretendida reforma[12]. Sin embargo, las reformas de los Estatutos de Autonomía, adelantadas a esa reforma constitucional, han introducido profusamente cláusulas referidas a la integración europea[13].
Conviene añadir que el alcance de la cesión de competencias hecha por el Estado a favor de las instituciones europeas, a la cual está circunscrito el principio de primacía, queda, hasta cierto punto, indeterminado – a pesar de la mayor clarificación aportada en este terreno por el Tratado de Lisboa[14] - a causa de de una pluralidad de razones que tienden a expandir y, en otros supuestos, a contraer las políticas europeas. Esa confusión favorece la instrumentalización ventajista y discrecional, en términos políticos, de las decisiones europeas por parte de los Gobiernos nacionales. Veamos esos factores expansivos y limitativos de las políticas europeas:
Entre los vectores expansivos figura la cláusula recogida hoy en el artículo 352 del TFUE (primitivo 235 del TCE), que corrige el principio de especialidad con una fórmula de imprevisión, flexible; también la tendencia a incrementar las funciones de la Unión observada en las sucesivas reformas del derecho primario, si bien el Tratado de Lisboa apenas incorpora novedad en este aspecto (esta circunstancia, obviamente, sí conocida y consentida por las Cortes); el carácter transversal de varias políticas europeas (como la protección del medioambiente o la cooperación para el desarrollo), cuyos objetivos han de mediatizar las demás políticas; la ampliación (ya generalización) de asuntos regidos por la regla de la mayoría cualificada en el Consejo, circunstancia que favorece el desarrollo efectivo y más ambicioso de las competencias comunitarias; la labor judicial desplegada por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (hoy, con el Tratado de Lisboa, ya TJUE), dotada desde siempre de un sesgo primordialmente integracionista, etc.
Por el contrario, estas fuerzas expansionistas conviven con otras que provocan la contención de las competencias europeas. En primer lugar, cabe citar los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, entendidos preferentemente, como su propia definición indica, en tanto que criterios correctores y limitadores de una producción normativa excesiva (“legislar menos para legislar mejor”, se repite desde las instancias europeas). También cuentan en este sentido la austeridad presupuestaria; el predominio de competencias compartidas con los Estados y también la existencia de competencias meramente complementarias o de apoyo; las propuestas, antes referidas, tendentes a una cierta renacionalización de políticas (ya sea en la fase ascendente –su elaboración- o descendente –su ejecución legislativa y administrativa-); incluso algunas resoluciones recientes del Tribunal de Luxemburgo, caracterizadas por una concepción más restrictiva de los poderes europeos (por ejemplo, en el dictamen 1/94, relativo a la Organización Mundial de Comercio, en lo atinente al principio del paralelismo de competencias internas y externas); la incertidumbre, en fin, que despiertan los mecanismos de cooperación reforzada (sobre todo, si son implementados al margen de las disposiciones marcadas en el derecho primario), aunque estas iniciativas restringidas tienden más tarde a ser compartidas por el resto de Estados inicialmente renuentes; o bien las consecuencias y perspectivas derivadas de la ampliación (en el entendimiento de que ampliación, uniformidad y profundización del Derecho comunitario son conceptos básicamente incompatibles).
En el plano doctrinal han menudeado los estudios que escrutan la naturaleza jurídica y política profunda de la construcción europea y su incidencia en la soberanía y configuración de España como Estado[15]. Sin embargo, este tipo de análisis ha brillado por su ausencia en el terreno político y judicial español, como explica que un instrumento tan trascendente como el Convenio de Aplicación del Acuerdo de Schengen pasara casi desapercibido en su tramitación parlamentaria y, mucho más lógicamente, en el debate ciudadano. Desde el prisma jurisprudencial la primera reflexión general sobre las características y consecuencias de la integración europea se produce en la precitada Declaración 1/2004 del TC. Otros altos tribunales habían hecho ya antes análisis de más calado, como es el caso del TC alemán en su decisión sobre el Tratado de Maastricht, donde sostiene, por cierto, una visión trasnochada de la soberanía estatal[16]. El mismo Tribunal de Karlsruhe, a propósito del Tratado de Lisboa, ha vuelto a reflexionar sobre la naturaleza de la integración europea, en Decisión tomada el 30 de junio de 2009.


2. La soberanía económica.

Hay que constatar, en primer término, que la propia UE experimenta y alienta, ella misma, la interdependencia, rechaza la autarquía y entabla unas relaciones exteriores cada vez más tupidas (fundamentalmente, en lo que ha sido hasta ahora el pilar comunitario). La coyuntura internacional apunta hacia un desplazamiento del eje central de las relaciones internacionales, en especial en el campo económico, hacia la región Asia-Pacífico, dato que obliga a la Unión a multiplicar su cohesión y sus iniciativas internas y externas para no quedar postergada en la gobernanza mundial. Precisamente, la Gran Recesión desatada en 2008, aunque generada en Estados Unidos, puede también perjudicar el peso y la influencia europeos. La filosofía liberal que rezuman los principios rectores de la integración europea ha sido exportada en general al escenario internacional en distintos órdenes, alimentando de alguna forma, y juridificando, la propagada globalización[17]. Es muy notable a este propósito la multiplicación de zonas de libre cambio que la Unión ha establecido o proyectado con terceros Estados o regiones, en la dirección, tomada a escala planetaria por la OMC, de extender el librecambismo[18]. La excepción a esta tendencia se encuentra en el terreno agrícola, en el que la Unión es tildada frecuentemente de proteccionista, tanto en el escenario mundial de la Ronda Doha como en las conversaciones interregionales (así, ese tema supone el principal escollo para la conclusión de la Ronda del Milenio en la OMC y para el anunciado acuerdo de libre comercio con el Mercosur). Esta política comercial provoca, a su vez, inquietud y malestar en distintos sectores productivos de la economía española, como en el textil o en el agrario; este último viene denunciando públicamente los perjuicios que le causa esta competitividad galopante frente a la que esgrime el principio de la preferencia comunitaria y la observancia de una competencia leal (así sucede con las negociaciones comerciales entabladas periódicamente con Marruecos[19]). La propia OMC ha desaprobado diversas organizaciones comunes de mercado (OCM) de la política agrícola comunitaria (PAC): las relativas al azúcar, al algodón o al plátano. Las reformas consiguientes acometidas por la Unión han supuesto perjuicios y reducciones sustanciales en el cultivo de estos productos[20]. En términos generales, España rechaza el recorte de ayudas agrícolas de la Unión[21], por otra parte muy poco equitativas socialmente en su reparto[22], y pretende salvaguardar los fundamentos de la PAC hasta su reforma, probablemente profunda, prevista para 2013, y asegurar un escenario estable para el próximo septenio, que llega hasta 2020, aunque esta tesis vaya lógicamente en contra de los intereses de otros países o regiones exteriores, en su mayoría en vías de desarrollo. Todo ello se desarrolla en un escenario de crisis por la subida de los costes y la caída de los precios en numerosos cultivos. En cambio, el sector agroalimentario conecta con la propagada búsqueda de una economía sostenible, más atenta a los principios ecológicos y al mundo rural[23].
Ciertamente, a través de la política exterior propia y de la europea, España condiciona su crecimiento económico y sus cifras de desempleo. La economía europea y la mundial se entreveran y repercuten en el estado de la Nación: ejemplos como el destino de Opel ilustran esta interacción de sistemas e intereses económicos. La globalización, que genera pingües beneficios para el mundo occidental industrializado, también supone un desafío para él en algunos ámbitos (piénsese en la deslocalización de empresas, en el llamado «dumping» social y ambiental…). De ahí que la Unión Europea, y con ella España, se hayan equipado jurídicamente para hacer frente a sus estragos, últimamente en forma de Gran Recesión[24]. Frente a esta crisis desatada en 2007, y agudizada después, la Unión y España han ido adoptando una batería de medidas más o menos coordinadas y coherentes con las reglas del mercado interior europeo[25]. Por su parte, la Comisión Europea se ha mostrado más indulgente con ciertas decisiones españolas ante el escenario de emergencia económica padecido[26]. La propia Unión ha impulsado medidas excepcionales con motivo del «crash» económico[27].
En general, también a consecuencia de la recesión, el Consejo ha contemplado con benevolencia los déficits públicos nacionales, que, en todos los casos, han superado ampliamente el límite fijado del 3%. Así, a España le ha concedido un periodo de gracia hasta 2013 para que corrija el déficit excesivo[28], el cual ha sucedido en 2008 a periodos de superávits. Curiosamente, el Gobierno español se mostró contrariado por la relajación, en 2002, de estas reglas macroeconómicas contenidas en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, suavización que benefició especialmente entonces a Alemania y Francia.
Ciertamente, la idea matriz y aún la naturaleza esencial de la construcción europea es marcadamente económica (se ha dicho tantas veces que la Unión es un gigante económico y un enano político…). La manifestación más avanzada e ilustrativa de esta naturaleza ha sido la consecución de la unión económica y monetaria, aunque en el primer ámbito se debe hablar más propiamente de coordinación que de unión[29]. Precisamente, con motivo de la severa contracción económica se han puesto de manifiesto los costes de la no-Europa en esta vertiente: la necesidad de un tesoro (ministerio de hacienda) y presupuesto únicos. En el terreno específicamente monetario, el proceso ha dado lugar a la implantación (de momento, entre 16 Estados) del euro como moneda única y la constitución de un Banco Central independiente, si bien en este punto conviene reseñar la reiterada petición francesa, secundada por España, de fortalecer el gobierno económico en la «eurozona», como contrapeso político al poder monetario ejercido por el BCE. Este Banco compone junto con los bancos centrales de los Estados miembros, cuya autonomía ha sido igualmente impuesta, el Sistema Europeo de Bancos Centrales.
Estatutariamente, el BCE tiene como prioridad la estabilidad de los precios. Se entiende, como ya se arguyó en 1999 a propósito de España, que su política monetaria no sea la más favorable para la coyuntura económica de un determinado país, dado que los Estados del «eurogrupo» pueden vivir situaciones disímiles. Con la Gran Recesión, desatada en 2008, la política del Banco se ha situado en el punto de mira y en el centro de muchas críticas (y elogios), tanto por su iniciativa de inyectar liquidez al sistema –poniendo en marcha la máquina del dinero-[30] como por su mayor circunspección, respecto a su homólogo estadounidense el FED, a la hora de bajar el tipo de interés del dinero. Desde el Gobierno español se ha insistido en que el objetivo esencial debería ser reactivar la economía, máxime cuando se ha conocido el fenómeno de la deflación. En esta dirección parece ir el precitado llamamiento de la Presidencia española de 2010, consistente en dotar a la Unión de un gobierno económico mucho más sólido: mediante el reforzamiento de los poderes y herramientas del Consejo de Ministros de la zona euro. Esta Presidencia, dadas las penurias económicas generales, es comprensible que centre en este campo gran parte de sus esfuerzos.
Con relación a la moneda única europea, España pierde ciertamente la disposición del instrumento monetario para manejar el curso de la economía, así como un símbolo de la soberanía nacional[31], al tiempo que vincula más su suerte al de resto de Estados de la zona euro (por ejemplo, el gigantesco déficit griego nos afecta a los demás); en cambio, comparte una misma moneda llamada a ser fuerte, una moneda de reserva, a pesar de sus flaquezas iniciales, y quedan bajo mejor control los movimientos de mercado[32]. Con motivo de la profunda crisis económica se han avivado las voces, incluso provenientes de insignes economistas, favorables a una salida del euro, de modo que España recuperase su soberanía cambiaria, pudiera dejar depreciarse su moneda nacional y dinamizar así las exportaciones y la economía en general. Sin embargo, esta tesis ha sido refutada, razonablemente, desde otros sectores, preponderantes, de la clase económica y política del país[33]. En cualquier caso, sobre la cotización del euro también puede haber visiones e intereses disímiles entre los Estados miembros.
Las penurias económicas sufridas en los últimos tiempos, en términos generales, han mentalizado más sobre la interdependencia económica en que se sitúa el país y, en concreto, los determinantes y condicionantes económicos de nuestra pertenencia a la UE. Hemos hablado ya de las pautas presupuestarias, de la política comercial común, de una unión monetaria… Precisamente, la impotencia de la UE frente a la crisis le ha originado impopularidad entre los ciudadanos y ha hecho despertar a muchos del sueño europeo. Es indudable que la integración europea se ha construido, y sigue edificada, sobre unas bases fundamentalmente liberales, pese al acento social que se le ha querido imprimir en las últimas reformas. Con la adhesión a las Comunidades y a sus reformas y la pertenencia a un mercado único europeo, la economía española ha ido experimentando y acentuando un proceso de liberalización y de control exterior[34]. Bajo la presidencia de Aznar, incluso el Gobierno español intentó imprimir un sesgo aún más liberalizador a la economía española[35]. El sello más característico de esta filosofía se encuentra en la llamada Estrategia de Lisboa, diseñada por el Consejo Europeo de marzo de 2000 con la iniciativa y el apoyo del Gobierno español. Se trata de una agenda de reformas llamada a convertir a la Unión en 2010 en la “economía basada en el conocimiento más competitiva del mundo”. Su formulación no está articulada jurídicamente de acuerdo con el Derecho comunitario, pero requiere un ejercicio de coordinación de las políticas nacionales[36]. Es evidente que las trabas burocráticas y políticas, así como la contracción económica, han hecho fracasar parcialmente, en todo caso posponer, este plan de reformas. En todo caso, España, en virtud de esta Estrategia ha tenido que hacer ejercicios -“sin precedentes en la historia de la política económica de nuestro país”- de rendición de cuentas sobre los indicadores y objetivos principales de su economía y ha cubierto algunos de los ejes centrales de la Estrategia[37]. Añadamos que la Estrategia de Lisboa sigue presente y ha sido retomada por el Gobierno español en su programa presidencial del Consejo de la UE, con vistas a relanzar sus objetivos, esta vez para 2020.
Obviamente el objetivo primigenio y aún hoy la principal seña de identidad de la construcción europea es el mercado interior, que “implicará un espacio sin fronteras interiores, en el que la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales estará garantizada de acuerdo con las disposiciones de los Tratados”[38]. Este espacio está sustentado en el principio medular de la no discriminación por razón de la nacionalidad. En este mercado único se desarrolla aproximadamente dos tercios del comercio español, de manera que la crisis ajena, especialmente de nuestros dos principales clientes –Alemania y Francia- sólo puede perjudicar las posibilidades de reanimación de la economía nacional, así como los primeros «brotes verdes» en esas economías sólo pueden favorecer esas posibilidades[39]. La consecución del mercado interior entraña, pues, una liberalización de la economía y las fronteras españolas, pero la UE pretende al mismo tiempo una “economía social de mercado”, de manera que no es justo acusarla de practicar políticas antisociales[40].
En este orden de ideas, la directiva “servicios” supone el más formidable esfuerzo de transposición y adaptación jurídica del derecho estatal provocado por una directiva comunitaria; en palabras del entonces Vicepresidente económico del Gobierno español, Pedro Solbes, “un cambio cultural y conceptual” de los servicios en España, sector que supone dos tercios de la riqueza y del empleo nacionales. Para el 31 de diciembre de 2009 el Estado estaba obligado a adoptar, modificar o derogar alrededor de 7.000 normas, entre estatales, autonómicas y locales, teniendo en cuenta que el propósito inicial es ir más allá de la mera obligación comunitaria y utilizar la nueva normativa como una palanca más de dinamización y competitividad de la economía española. Así, la llamada Ley “Ómnibus” ha acarreado la modificación de cuarenta y siete leyes estatales en las siguientes áreas: administración pública, consumo, servicios profesionales, empleo, servicios industriales y construcción, energía, transporte y comunicaciones, medioambiente, agricultura y sanidad[41]. Si se cumplen las previsiones del Gobierno –creación de 200.000 empleos e incremento del PIB en un 1,2%- la directiva y la liberalización que conlleva y que añade el Gobierno habrán merecido la pena, y hasta habrá que preguntarse por qué tanto retraso en adoptarse tal directiva y en su transposición en España. Aun así, distintos colectivos e instancias, como la Comisión Nacional de la Competencia, han lamentado que los textos definitivos hayan quedado por detrás de la directiva en cuanto a la liberalización de la sector. Sin embargo, no soslayemos los perjuicios que a determinados sectores va a ocasionar el nuevo régimen jurídico. Es indudable que este proceso debe delimitar la apropiada responsabilidad de los Gobiernos nacional y autonómicos y, correlativamente, acentuar la imputación política a la Unión Europea, cuando corresponda, de las decisiones que nos afectan (para bien o para mal).
Evidentemente, a pesar de su consagración en el derecho originario, el objetivo del espacio económico unificado no es todavía una realidad y, de hecho, se ve distorsionado también por la Gran Recesión, que agudiza las tendencias proteccionistas. En general, España no es un virtuoso cumplidor de la normativa referente al mercado único ni del Derecho comunitario, en general. Las denuncias y condenas judiciales en materia de medioambiente son especialmente numerosas y preocupantes, y también en aspectos más concretos, como los relativos a la contratación administrativa[42]. Otro dato: a finales de 2007, España era el Estado de la Unión con más ayudas estatales ilegales pendientes de recuperación, un total de 15, el 30% del total en la UE.
El episodio más trascendente políticamente de infracción de las normas del mercado interior, en concreto de la libertad de establecimiento y de circulación de capitales, ha girado en torno a la política de energía, de electricidad más en particular. Si bien el «caso Endesa» ha sido el más noticiable, conviene significar primero que España ya fue condenada por el TJCE en 2006 y 2007 por no haber transpuesto a tiempo las directivas de liberalización del mercado del gas y de la electricidad, respectivamente. Por otra parte, la llamada «Ley Rato» (por el nombre del entonces Vicepresidente económico del Gobierno), adoptada originariamente en 1999, mereció la declaración de incompatibilidad con el Derecho comunitario por el TJCE, en Sentencia dictada el 13 de mayo de 2003[43]. La normativa española, en efecto, vulneraba la libre circulación de capitales al establecer limitaciones (la llamada “acción de oro”) a la entrada de empresas públicas en las compañías españolas del sector de la energía. Ulteriormente, el TJCE, al considerar insuficientes las modificaciones introducidas por España, condena a España mediante Sentencia de 14.2.08. Finalmente, el Gobierno español, mediante RD aprobado el 29 de abril de 2009, deroga definitivamente la desautorizada ley.
Evidentemente, este estado de cosas gravitó en torno al largo y proceloso expediente sobre la venta de Endesa, que ha dado lugar a hasta tres sentencias de la justicia comunitaria. La primera, dictada por el Tribunal de Primera Instancia (hoy Tribunal General), confirmaba el criterio de la Comisión de que la primitiva OPA de Gas Natural sobre Endesa (dos empresas españolas) carecía de dimensión comunitaria[44]. En la segunda sentencia, ésta dictada por el TJCE, se concluye que España infringió el derecho comunitario al no retirar las condiciones impuestas para la adquisición de Endesa por parte de la empresa alemana E.ON[45]. Finalmente, el TJCE vuelve a constatar, mediante sentencia de 17 de julio de 2008, el incumplimiento de España al someter a la autorización previa de la Comisión Nacional de la Energía la adquisición de participaciones en empresas del sector de la energía[46]. Las tribulaciones españolas con la justicia comunitaria a propósito de la energía parece que continúan, pues España ya ha recibido una carta de emplazamiento, lo mismo que muchos otros Estados miembros, por parte de la Comisión por el incumplimiento de los reglamentos comunitarios acerca de los intercambios transfronterizos de gas y electricidad (lo que constituye el segundo paquete de liberalización adoptado en 2003). En fin, el resultado provisional de esta saga judicial y política (con indudables rasgos de «high politics» al enfrentar a Gobiernos nacionales y al Gobierno español con el primer partido de la oposición) ha sido que la compañía pública italiana Enel se ha hecho con el 92% de Endesa, después de que la fórmula auspiciada por el Gobierno español de la titularidad conjunta entre esta empresa y la constructora española Acciona se disolviera, al vender la promotora su participación a la eléctrica italiana tras la crisis económica (y particularmente inmobiliaria). Por tanto, estas operaciones se han saldado con un fracaso económico, político y jurídico para España, que ha perdido la oportunidad de crear un “campeón nacional de la energía” y ha suscitado con sus maniobras dirigistas y obstruccionistas la desconfianza en el funcionamiento del mercado interior y entre los inversores extranjeros.
Como no podía ser de otra manera, las reglas del mercado interior, en cambio, favorecen en otras ocasiones las aspiraciones españolas; así, cuando la Comisión autorizó el 16 de septiembre de 2008 la adquisición de Alliance & Leicester por el Banco Santander, que ya había comprado, con la autorización de la Comisión en 2004, el Abbey National, estimando en ambos casos que la operación no obstaculizaría de manera significativa la competencia efectiva en el Espacio Económico Europeo (al que pertenecen, además de los 27 Estados de la UE, Islandia, Noruega y Liechtenstein), aunque la fuerte implantación del banco español en el Reino Unido ha suscitado recelos nacionalistas en las islas británicas. En otros supuestos, los intereses españoles han tropezado con el proteccionismo opuesto por otros países comunitarios: fue el caso de la abortada compra, pactada por las dos empresas y desistida en 2006, de la sociedad italiana Autostrade por parte del concesionario de autovías español Abertis, después de que el Gobierno italiano entorpeciera la operación con tretas políticas y administrativas. Estas operaciones confirman el espíritu inversor de empresas españolas en el mercado único. Este espíritu ha estado animado, desde luego, por el Estado al dispensar un trato fiscal privilegiado y excepcional, ahora denunciado por la Comisión como constitutivo posiblemente de ayudas ilegales de Estado, a las empresas nacionales que adquieran compañías foráneas. Evidentemente, la internacionalización (particularmente, europeización) de la actividad económica provoca que los intereses españoles estén de por medio en asuntos aparentemente ajenos. Así se entiende que Telefónica –ella misma fuertemente multada por la Comisión en 2007 con 152 millones de euros por abuso de posición dominante[47] - estuviera interesada y afectada en la condena judicial por el mismo motivo contra France Télécom, hecha por el Tribunal de Primera Instancia y confirmada en casación el 2 de abril de 2009 por el TJCE[48].
Íntimamente vinculada a la consecución del mercado interior está la política comunitaria de libre competencia, cuya supervisión corresponde a la Comisión, institución que, por tanto, vigila la observancia de una competencia leal en y entre las empresas y en el plano estatal. Pues bien, este ámbito también ha experimentado una importante renovación normativa con la promulgación de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia, que “parte –según palabras de su Exposición de Motivos- de la experiencia adquirida en los últimos quince años mediante la aplicación de las normas nacionales y comunitarias” en este sector, y que pretende alinearse, en concreto, con el Reglamento (CE) 139/2004, sobre el control de concentraciones entre empresas y, sobre todo, con el Reglamento (CE) 1/2003, en la modernización de la lucha contra las conductas restrictivas de la competencia[49]. En términos generales, se trata de establecer el tamaño y el comportamiento óptimos del sector empresarial; ese objetivo explica también la fusión operada entre Iberia y British Airways. Como se ha dicho, empresas españolas han sido objeto de fuertes sanciones económicas por parte de la Comisión Europea por contravenir la libre competencia[50], o bien el Estado español ha sido obligado a restituir ayudas indebidamente otorgadas o consentidas, como sucede ahora con las medidas tomadas en 2000 por el Gobierno español a favor del sector agrícola, sacudido por el alza del coste del carburante. Tal es el caso asimismo, muy significativo políticamente, de las ventajas fiscales concedidas por entidades territoriales del País Vasco, consistentes en concreto en la reducción de la base imponible del impuesto de sociedades (las llamadas “Vacaciones fiscales”). Aunque su misma existencia ha sido convalidada por la justicia comunitaria, las sentencias dictadas por el TPI el 9 de septiembre de 2009 confirman que el reconocimiento de la autonomía fiscal de las haciendas forales, reconocida y amparada por la Constitución española, no exime a estas entidades de respetar la normativa europea atinente a las ayudas de Estado. En consecuencia, se ordena restituir las ayudas abonadas[51]. No causa extrañeza que ante la conflictividad judicial, también la de orden interno suscitada por las comunidades limítrofes, se pretenda ahora blindar el Concierto Económico vasco, que fija las relaciones tributarias y financieras entre la administración de Euskadi y la estatal española[52].
Se constata, pues, que la política y el sistema jurídico españoles se encuentran fuertemente condicionados o determinados por el ordenamiento jurídico de la UE, de manera que la soberanía española, aunque formalmente íntegra, se ve limitada o compartida sustancialmente en lo tocante a la economía, también en lo que hace a las relaciones bilaterales con otros Estados miembros[53]. Evidentemente, junto a problemas económicos compartidos con sus socios, como es el caso de la deuda pública, la economía española encierra algunos hechos diferenciales, especialmente la alta tasa de desempleo. Sin embargo, no olvidemos que la pertenencia a la Unión ha supuesto el más formidable factor de modernidad en nuestro país, aunque sólo fuera porque España ha sido el destino de “la mayor operación de solidaridad financiera de la historia”. “Este récord español –se ha escrito- representa una cifra tres veces superior a lo que supuso el Plan Marshall para todos los Estados beneficiados tras la II Guerra Mundial”[54]. De manera que España llegó tarde a Europa, pero en muy buena hora. Este balance justamente exultante no desconoce, por supuesto, que algunos sectores productivos hayan resultado perjudicados y quejosos o que se pueda fundadamente debatir si tal o cual capítulo del Acta de Adhesión estuvo bien o mal negociado, o bien si alguna política en particular ha salido mejor o peor parada con la gestión comunitaria de ella en comparación con la gestión estatal precedente[55]. A continuación, sin abandonar del todo el panorama económico, haré unas reflexiones más generales y político-jurídicas acerca de la repercusión que tiene la construcción europea en la soberanía, formalmente conservada e íntegra, del Reino de España.


3. La integración europea y la soberanía estatal más allá del ámbito económico.

Es indudable que la integración europea testimonia mejor que cualquier otra cosa la extraversión que afronta el Estado español, la fuerza centrífuga de carácter supranacional que coexiste con otra de signo inverso: la descentralización política interna. Precisamente, las Comunidades Autónomas aspiran, razonablemente, a implicarse en el proceso de construcción europea al objeto de que este proceso no desvirtúe el Estado de las autonomías.
No es casual, pues, que en ambos planos –el interno y el europeo- se abogue, desde algunas instancias políticas y doctrinales, por el modelo federal como el más idóneo para la redefinición «ad intra» y «ad extra» del Estado. De momento, el término “federalismo” queda desterrado en ambos órdenes, si bien en algunas políticas o instancias comunitarias, como la ciudadanía de la Unión[56] o la unión monetaria[57], o bien el sistema judicial[58], se ha advertido un germen federalizante.
Tampoco causa extrañeza que conviva en el orden autonómico y en el europeo otro género de planteamientos análogos, como sucede con el reparto y emplazamiento de los inmigrantes irregulares o, más claramente, con el sistema de financiación. En el ámbito europeo, España ha sido tradicionalmente el principal beneficiario neto de sus recursos. En el Marco financiero plurianual 2007-2013, aún mantiene esta condición, aunque lógicamente en mucha menor medida que antaño, a consecuencia de la ampliación de la UE hacia países mucho más menesterosos, del propio crecimiento continuado durante quince años de España por encima de la media europea y del mantenimiento de similares recursos (que apenas si sobrepasan, como tope, el 1% del PNB de los Estados miembros)[59]. Será muy difícil, en cambio, que para las nuevas perspectivas financieras (2014-2020) se mantenga como beneficiario neto[60]. En todo caso, España aboga por fortalecer las finanzas europeas, principalmente dedicadas todavía a dos conceptos que le son favorables: la PAC y la cohesión económica y social. Añadamos que esas finanzas europeas dependen, a su vez, del nivel económico y sistema impositivo de cada Estado miembro, pues un porcentaje, pequeño, del PNB y de la recaudación en concepto de IVA va a parar a las arcas comunitarias. Por lo que hace a los recursos, España es partidaria de reducir el porcentaje destinado por el IVA e incrementar el relacionado con el PNB, así como de eliminar el llamado “cheque británico” (la compensación obtenida por el Reino Unido desde los años 80 por su condición de contribuyente neto a las finanzas europeas).
Precisamente, se tiende en los últimos años a valorar nuestra europeidad en términos fundamentalmente económicos, postergando, injustamente, el calado político e histórico que ha supuesto nuestra adhesión al proceso de construcción europea. Es evidente que el acervo comunitario europeo contiene disposiciones, de diversa profundidad y ambición, concernientes a competencias regalianas del Estado, tales como la política exterior o la migratoria (esta última incentivada por España en su comunitarización). Ambos órdenes, por cierto, al igual que sucede con la política monetaria, quedan reservados a la competencia exclusiva del Estado en la Constitución de 1978 (aunque hay una perceptible tendencia hacia la asunción de facultades en el ámbito migratorio por parte de las Comunidades Autónomas). Algunas resoluciones de la justicia comunitaria, por su parte, han entrañado importantes consecuencias para nuestros principios jurídicos en materias no económicas. Por ejemplo, la Sentencia «García Avello», pronunciada el 2 de octubre de 2003, elimina la condición de “orden público” que ha acompañado siempre al sistema español de doble apellido, de modo que un ciudadano español podrá ostentar un único apellido si es hijo de padres de distinta nacionalidad[61]. No pasemos por alto tampoco un fenómeno ajeno formalmente al Derecho europeo, pero derivado de la interdependencia y de las sinergias entre sus Estados miembros: la influencia que la regulación jurídica en “países de nuestro entorno” puede ejercer en determinados sectores de nuestro ordenamiento jurídico interno. Tal cosa ha sido muy visible en relación con la reforma de la “ley del aborto”.
Debe aclararse que, aun con la desaparición de los pilares y la plena absorción de la Comunidad Europea por la UE, fenómenos ocasionados por el Tratado de Lisboa, en la Unión conviven y se entremezclan fórmulas digamos de integración supranacional con otras más próximas a la cooperación intergubernamental clásica. Así sigue ocurriendo en materia de política exterior, a pesar de la mencionada supresión de pilares, el reforzamiento institucional y la concentración de la normativa internacional en torno a un solo título. Naturalmente, el ámbito económico, propio hasta ahora de la CE, y el ámbito político, asignado formalmente a la PESC, no han sido nunca compartimentos estancos, impermeables y perfectamente acotados.
Es evidente que los logros del Derecho comunitario son muy valiosos y sin parangón en el ordenamiento propiamente internacional. Justamente, a fin de remarcar esa identidad singular se han acuñado conceptos de sentido ambiguo como “supranacionalidad” o “derecho de la integración”. Es indiscutible que España, al participar de este proceso, cede al medio exterior muchas más atribuciones que el resto de Estados de la comunidad internacional no miembros, ni estrechamente asociados a la UE. Se ha llegado a decir que el europeísmo es el gran proyecto nacional de este siglo y que ha de ser entendido como una refundación de España[62]. La refundación de Europa acometida por la Constitución europea, por su parte, ha quedado prolongada, pero descafeinada, en el Tratado de Lisboa, signo de la Europa de los Estados todavía predominante; en ellos reside aún el poder constituyente y el instrumento originario y reformador de la construcción europea sigue siendo el tratado internacional. En el marco de una conferencia pronunciada en 2002, el entonces Presidente José María Aznar se refirió en estos términos a la construcción europea: “La Unión Europea es y deberá seguir siendo una unión de Estados nacionales, que tienen personalidades distintas, historias distintas y culturas diferentes (...), dispuestos a ampliar y perfeccionar su integración”[63]. Los gobiernos socialistas, sobre todo los presididos por Felipe González, están considerados como más europeístas que los encabezados por Aznar. El Presidente Rodríguez Zapatero no ha escatimado declaraciones públicas de apoyo a la UE y defensa de una unión política europea, aunque la práctica es más matizada en cuanto al verdadero europeísmo. Así, en un reseñable discurso sobre la política exterior española, se expresó en estos términos: “Hoy es el mundo el que necesita una Europa más fuerte. Y hay que decirlo claro: esa Europa fuerte, esa Europa capaz de tomar decisiones con eficacia y de pesar en el mundo, debe ser una Europa integrada, donde se renuncie al derecho de veto y se admita que unas instituciones, que no funcionarán sobre la base de una representación nacional, podrán tomar decisiones importantes (…). Queremos estar desde ahora mismo con los que más creen en Europa y quieren hacer avanzar el proyecto de unión política, hacia una Europa fuerte y flexible, que preserve la solidaridad comunitaria”[64].
Lo cierto es que la soberanía estatal se ve, incontestablemente, remodelada, tanto «ad intra» como «ad extra», donde la UE aspira a ejercer un «soft power». Se impone en este punto corregir la separación tradicional y frontal entre el Estado, como sujeto omnipotente de las relaciones jurídicas internacionales, y la organización internacional, dotada de facultades funcionales de atribución y mera coordinación. Sin embargo, estoy persuadido de que el protagonismo estatal en la construcción europea sigue siendo la mejor guía para desentrañar este fenómeno, cuyo horizonte último, es verdad, se desconoce y que ni siquiera apunta inexorablemente hacia una integración creciente y uniforme. Es decir, la soberanía formal, en algunos casos varias veces centenaria, no es cuestionada seriamente de momento, ni hay clamor popular ni estatal para ello, desde luego[65]. El mismo Tratado de Lisboa, que profundiza, agiliza y democratiza la integración en muchas vertientes, no enerva esencialmente este estado de cosas; en algún caso, incluso lo refuerza, por ejemplo cuando consagra por primera vez en el derecho primario el derecho de retirada. Este derecho no empece, por supuesto, que el abandono o desmantelamiento de este proyecto de concordia y progreso supusiera – y a la vez fuera la consecuencia de- un cataclismo político para España.
La preponderancia del interés nacional en la Unión Europea se aprecia asimismo en el caso de España, país catalogado habitualmente de europeísta. Esta condición, sin embargo, se practica de forma fundamentalmente selectiva, oscilante e interesada, y ha decaído algo en la clase política y más aún en la ciudadanía[66]. En otro informe del Real Instituto Elcano se aprecian tres motivos de división y erosión en las bases europeístas de España: la divergencia entre las élites y los ciudadanos; el eje ideológico izquierda-derecha; y la cuestión territorial[67].
Veamos algunos casos de este europeísmo preponderante, pero errático. Así, en materia de turismo, tras oponerse al principio a su regulación comunitaria, ha terminado siendo defensora de que la UE ejerza esta competencia, si bien con carácter complementario. Detrás, por ejemplo, del apoyo del Gobierno socialista, y los eurodiputados socialistas españoles, a la candidatura digamos de “centro-derecha” de Barroso para repetir como Presidente de la Comisión en 2009 o del apoyo incondicional a la adhesión de Turquía parecen esconderse más intereses nacionales, o acaso de partido, que propiamente comunitarios. Desde luego, entre el pueblo español se ha perdido gran parte de ese entusiasmo primigenio por la integración europea[68], como han confirmado las elecciones europeas celebradas el 7 de junio de 2009, que han contado sólo con un 45% de participación. Por otra parte, la postura española responde a la de su Gobierno básicamente, y no tiene por qué identificarse con el interés “general” de los ciudadanos y consumidores españoles, y sí con el de un gremio o un territorio en concreto, como puede ocurrir, según algún punto de vista, cuando se retrasa la elaboración o aplicación de la normativa tendente a liberalizar un sector[69]. En este orden de cosas, el empecinamiento del Gobierno de Aznar por mantener la formación de la mayoría cualificada establecida por el Tratado de Niza en el Tratado constitucional europeo se puede interpretar, bien como una defensa heroica del interés nacional, bien como una posición obstruccionista y, a la postre, contraproducente. Por el contrario, recién tomada posesión de la Presidencia, Rodríguez Zapatero admitió, acaso con precipitación, la regla de la doble mayoría de ciudadanos y Estados para reunir la mayoría cualificada. Precisamente, fue Polonia la que defendió, en interés propio e indirectamente en interés español, la prolongación hasta 2014, incluso hasta 2017, de las reglas de Niza en el nuevo Tratado de Lisboa. Es evidentemente que en la Unión funciona el «quid pro quo» o, dicho en lenguaje más castizo, el “hoy por mí mañana por ti” o, si se quiere, el “arrieros somos…”.
Al Estado le conviene, por interés propio –por patriotismo rectamente entendido-, vigorizar la integración europea en muchos terrenos, contribuir a “hacer más y mejor Europa”, como rezaba el eslogan de la Presidencia española del Consejo durante el primer semestre de 2002. Lo acabamos de comprobar con las finanzas de la Unión, inclusión hecha de la protección de los intereses financieros de la UE, que España debe alentar como factor de legitimidad de sus propias vindicaciones en este campo[70]. Lo mismo podríamos decir en otro ámbitos, como el reforzamiento del espacio de libertad, seguridad y justicia (España fue la promotora del Consejo Europeo extraordinario y monográfico celebrado en Tampere en octubre de 1999, la lucha antiterrorista fue la principal divisa de su Presidencia del Consejo en el primer semestre de 2002, ha sido impulsora y adelantada en la aprobación e implantación de la orden europea de detención y entrega, la cuestión se presenta como prioritaria en la nueva Presidencia del Consejo en el primer semestre de 2010, etc.). En materia de inmigración, por ejemplo, España apela siempre a la regulación y la solidaridad europeas, incluso ha abanderado algunas de sus iniciativas al respecto[71], si bien la regularización masiva de “sin papeles” decretada en 2004 fue precisamente censurada por algunos de sus socios por no haber sido consultada ni avisada previamente (algunos de los críticos, por cierto, procedieron después de semejante manera)[72]. Asimismo, el tema de la energía, y en concreto, el de la electricidad, en el que España es una isla, ilustra gráficamente, físicamente, la necesidad de conexión de España con sus socios comunitarios, en particular sus vecinos[73]. En este mismo ámbito de la energía no se trata ya de una cuestión subjetiva y particular, sino objetiva, rigurosamente promovida en su europeización, como los expertos de la Agencia Internacional de la Energía han puesto de manifiesto al argumentar las ventajas que comportaría comunitarizar las compras de energía exterior en detrimento de los acuerdos bilaterales hoy persistentes. En algunos ámbitos, como el medioambiental, la normativa europea ha promovido una importante mejora en los niveles españoles (a pesar de que los incumplimientos son numerosos al respecto). Alguna norma concreta, como el Reglamento «REACH», relativo al registro, evaluación, autorización y restricción de las sustancias y preparados químicos, constituye, pese a haber perdido fuerza respecto a la propuesta originaria, una garantía indispensable para la salud pública española[74].
La Presidencia española del Consejo de la Unión, ejercida en el primer semestre de 2010, constituye una formidable oportunidad, y a la vez desafío, para la imagen e intereses españoles en la integración europea, si bien el flamante Presidente del Consejo Europeo puede opacar algo la visibilidad pública del Presidente del Gobierno español, al tiempo que el Consejo de Asuntos Exteriores pasará a estar presidido por la Alta Representante para la Política Exterior y de Seguridad. La envergadura del reto ha provocado algo absolutamente extraordinario en la vida política española: la conclusión de un pacto entre los principales partidos a fin de respaldar y dotar de cohesión y coherencia a la presidencia española, a su vez concertada con la saliente y con las dos posteriores, de Bélgica y Hungría. En el programa de la Presidencia figuran importantes aspiraciones europeístas, como el avance en la creación de un Servicio Exterior y en la articulación de la iniciativa legislativa popular. Es evidente que el Estado cuenta con los medios y la voluntad necesarios para llevar a buen término esta responsabilidad. Indudablemente, una Presidencia exitosa producirá, en sí misma, importantes réditos para la “marca España”. Sin embargo, y como es natural, esta misma responsabilidad será aprovechada también a discreción, interesadamente, para impulsar algunos asuntos (como los relativos a las regiones ultraperiféricas o a las relaciones con Latinoamérica) o frenar otros (como el llamado “turismo sanitario” europeo). No sólo para defender intereses, sino también para defender valores propios, como la lucha contra la violencia de género.
Hay que señalar que el «factor comunitario» puede servir también de coartada para encubrir o justificar decisiones[75]. No han faltado, incluso, algunas propuestas imaginativas emanadas originariamente desde España, y no relacionadas de modo directo con su interés nacional, finalmente plasmadas en el derecho primario. El ejemplo más notorio es el estatuto de ciudadano de la UE[76]. También en algunas ocasiones y materias la propia UE ha asumido el modelo interno español, tal como ha sucedido en 2009 al exigir a la banca más provisiones en tiempo de bonanza para prevenir futuras crisis financieras, de acuerdo con el sistema implantado en España en 2000. Hay que añadir el dato importante de que España se ha situado normalmente en la vanguardia, en la primera velocidad, de las políticas diferenciadas, como ilustra su adopción del euro, su vinculación al espacio «Schengen» o su impulso al Tratado de Prüm, firmado inicialmente en 2005 por siete países, y ampliado al resto en 2007, y generalizado luego, al objeto de intercambiar sus registros de antecedentes penales. Últimamente, el Gobierno español ha apoyado y saludado el impulso dado a la cooperación reforzada en el marco del Tratado de Lisboa, y viene promoviendo la primera articulación de la misma, en torno al reconocimiento de las decisiones en materia de divorcio, de acuerdo con las reglas primarias europeas. La propia admisión, y encauzamiento, de la flexibilidad en el TUE confirma la existencia de concepciones e intereses disímiles entre los Estados miembros sobre la idea y el alcance de Europa.
Desde el Gobierno español se acostumbra a decir que el interés español y el europeo no han de diferir, sino que en la mayoría de los casos coinciden[77]. Hacer más y mejor Europa es, como regla general, un axioma para España. Europa, en términos generales, ha sido y sigue siendo la solución y no el problema para España, como ya señaló Ortega y Gasset[78]. Es indudable que, en términos generales, la política social europea ha fortalecido, pese al mercantilismo de que se acusa a la Unión, más que adelgazado el Estado social y democrático de Derecho en España[79]. España es sensible al coste que acarrea la no-Europa. Desde dentro se puede velar mejor por los propios intereses, como se demostró con el adelanto del periodo transitorio abusivo fijado en materia pesquera en el Acta de Adhesión (la previsión inicial señalaba 2002 como fecha de plena incorporación a la Política Pesquera Común, y este plazo fue adelantado a 1996. También ha sido muy importante que España, ya como Estado miembro, haya intervenido en las grandes reformas implantadas de los tratados constitutivos: el Acta Única Europea (bien es verdad que al poco de formalizarse la adhesión ibérica), el Tratado de Maastricht, el de Amsterdam, el de Niza y el Tratado de Lisboa, reforma este último de la malograda Constitución europea, que España se apresuró a aprobar en referéndum (el 20 de febrero de 2005), a ratificar y a impulsar dentro del “Grupo de Amigos” partidarios de su entrada en vigor o, en último término, del mantenimiento esencial de su estructura en el Tratado de Lisboa, salvaguardando su componente político, y no sólo el puramente económico. Aun dentro de este Tratado, España también ha suscrito junto con otros quince Estados miembros una declaración que reconoce y asume los símbolos de la UE (la moneda, la bandera, el himno y la divisa “unida en la diversidad”).
Sin embargo, en otros terrenos y oportunidades, España apuesta por soluciones más estatistas, al propugnar, pongo por caso, el mantenimiento de la regla de la unanimidad para la regulación de los fondos estructurales y el Fondo de Cohesión en el periodo 2007-2013, lo que equivalía a seguir disponiendo de un derecho de veto sobre su reforma[80]. En materia de medioambiente, España se ha distinguido negativamente, como ya he señalado, por su renuencia a la aprobación y aplicación de numerosas iniciativas comunitarias. El contencioso bilateral de Gibraltar ha provocado, por su parte, el bloqueo temporal de determinados actos jurídicos europeos por parte de la representación española. En algunos temas más específicos, como el mantenimiento de las corridas de toros y las costumbres pirotécnicas, España ha invocado el respeto “a nuestras fiestas, tradiciones y cultura popular”. Desde luego, en materia de política exterior España ha manifestado y defendido abiertamente sus intereses y preferencias (América Latina o el Mediterráneo, y mucho menos hacia los países ACP en el marco de la Convención de Lomé, ahora de Cotonú) o incluso ha extrapolado consideraciones de política interna (el no reconocimiento de Kosovo) o ha sentido la falta de solidaridad comunitaria en sus contenciosos internacionales (isla de Perejil[81], Estai…)
Es indispensable, en este orden de ideas, referirse a la posición española en torno a la mayoría cualificada, regla generalizada de toma de decisiones en el Consejo luego de las últimas reformas. Este estado de cosas tiende a perfilar a la Unión más como un centro independiente de imputación política y jurídica de decisiones, y no como una mera yuxtaposición de las voluntades de sus Estados miembros. El alcance y la configuración de la mayoría cualificada, como el TC alemán ha venido a señalar en su decisión de 30 de junio de 2009 relativa al Tratado de Lisboa, determinan en buena medida la limitación de soberanía consentida por un Estado a favor de las instituciones europeas (en concreto, del Consejo, que sigue siendo la institución más relevante). Distintos expedientes de la vida comunitaria, como la reforma de la PAC o de algunos productos –como el olivar- en particular, ponen de relieve ante la opinión pública interesada la trascendencia que tiene para España esta técnica de adopción de decisiones.
El Gobierno español venía desde mediados de los años 90 del pasado siglo propugnando una revisión del sistema de ponderación de votos entre los Estados miembros en el seno del Consejo a fin de remodelar la mayoría cualificada en una dirección más democrática, más acorde con el peso demográfico de cada país. El compromiso de Ioannina, reconocido y prorrogado por el Tratado de Amsterdam de 1997, supuso una primera modificación en el sentido querido por España, al facilitar la formación de una minoría de bloqueo frente a decisiones indeseables para ella[82].
El temor español de ver sus intereses y criterios confinados asiduamente se agudizó con el referido incremento de las materias regidas por la mayoría cualificada –y por tanto no necesitadas de la unanimidad- y, sobre todo, ante la perspectiva cercana de una considerable ampliación del número de Estados miembros de la UE. Se daba, efectivamente, la circunstancia de que esta ampliación, finalmente articulada en 2004 y 2007, se proyectaba en esencia a países en varios sentidos distintos y distantes de España (salvo los países mediterráneos de Chipre y Malta), con una renta sensiblemente inferior a la media comunitaria y, por tanto, llamados a ser beneficiarios netos del presupuesto europeo. En lo que a la población se refiere, salvo en el caso de Polonia, se ha tratado de países de menos de 10 millones de habitantes y, consiguientemente, llamados a ser mejorados con arreglo al reparto de votos del Consejo fijado a fines de siglo.
Así pues, en el marco de la Conferencia Intergubernamental inaugurada en 2000 a fin de revisar el derecho primario vigente, España insistió en este planteamiento, que resultaba muy razonable, como el propio Tratado de Ámsterdam admitía tácitamente al hablar para estos asuntos del “caso especial español”[83]. Por otra parte, España no era partidaria para la reforma que desembocó en el Tratado de Niza de una extensión indiscriminada, sino caso por caso, de los asuntos sometidos a la mayoría cualificada (finalmente, la extensión de esta regla abarcó a 29 materias). Por ejemplo, España se alineó con el criterio, triunfante, de mantener asuntos como la fiscalidad, la protección social, la aprobación de las siguientes perspectivas financieras o parcialmente el medioambiente bajo el imperativo de la unanimidad. Por otra parte, España fue partidaria de someter la cooperación reforzada a determinadas condiciones y limitaciones marcadas por el propio Derecho comunitario.
El resultado de la formación de la nueva mayoría cualificada fue claramente –desproporcionadamente, se podía decir- favorable para España, pues tiene asignados en el Tratado de Niza 27 votos, al igual que Polonia, y sólo dos por debajo de los cuatro grandes Estados de la Unión (que en el caso de Alemania casi duplica la población española). España multiplicó sus votos respecto al régimen anterior (que fijaba 8 votos para España) en un 3,37%, mientras que los 4 grandes sólo lo hicieron en un 2,9%, y los medianos y pequeños en porcentajes inferiores. De este modo, quedaba con un peso similar al de los más grandes a fin de constituir la minoría que permite bloquear una norma desaconsejable para nuestro Gobierno.[84]
Como quedó apuntado más arriba, la formación de la mayoría cualificada, una vez acordada su extensión a más asuntos todavía, se convirtió en el tema central de las negociaciones finales que llevaron a la adopción del “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, firmado en 2004, señal inequívoca del predominio del interés nacional en la estructura de este tratado constitucional. El Gobierno aún presidido por Aznar llevó su obstrucción a la reforma de este tema hasta sus últimas consecuencias, de manera que fue el nuevo Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero el que desbloqueó la aprobación de la Constitución al admitir, con algunas modificaciones, la propuesta de la doble mayoría para formar la mayoría cualificada: un 65% de ciudadanos representados en los Gobiernos anuentes y un 55% de Gobiernos nacionales a favor. Curiosamente, la cuestión siguió planteándose para la firma del ulterior Tratado de Lisboa, más a consecuencia de la presión ejercida por Polonia que por España. Indirectamente, pues, se puede decir que a España le ha convenido la prórroga de las reglas de Niza conseguidas por el Gobierno polaco. Esta prórroga radica en que las nuevas reglas sólo serán de aplicación a partir del 1 de noviembre de 2014, e incluso más allá, hasta el 31 de marzo de 2017, cuando cualquier miembro del Consejo así lo solicite[85]
[33] P. ISBELL, F. STEINBERG: “Mejor dentro del euro que fuera”. El País. 5.2.09.
http://www.ugr.es/~redce/REDCE12/articulos/10Roldan.htm#resumen

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