de Javier Ferri
Escribía el profesor Azcárraga refiriéndose a la Universidad que para reformar un cementerio no se puede esperar mucha colaboración de los de dentro. Hay muertos que no hacen ruido[1] y aun así siguen rindiendo cuentas ante la historia, esa historia pequeña y cercana que se escribe con nuestros recuerdos. Y hay muertos que hacen mucho ruido, y ese ruido se envasa en los libros de historia como en un frasco que de vez en cuando se agita para producir un sonido distinto al volverlo a abrir. Hay muertos honorables que han llenado el frasco de la historia con música de arte, o con música de ciencia, y muertos infames que han ensuciado con el ruido del sufrimiento la música prometida. Y todavía el tiempo revolverá los sonidos que nos legaron los muertos para hacer, tal vez, indistinguible la honra de la infamia.
Los políticos nada muertos sino muy vivos quieren creer que su responsabilidad se limita a mantener a su electorado satisfecho, desviando la mirada de los efectos colaterales de sus decisiones o sus no decisiones[2]. Esta irresponsable responsabilidad conlleva importantes costes económicos, aunque muchos de estos costes se manifestarán en el futuro, lo que propicia una vía de escape a la rendición de cuentas que los políticos aprovechan, confiando en que nadie en el futuro asocie lo que acontecerá con lo que pudo haber sido. Para ello el político tiene que asegurarse de que los sonidos de su legado político se envasan al vacío, que es la forma más aséptica de provocar el olvido. Aquí radica la principal diferencia entre el político y el estadista: el político gobierna sobre la base del olvido.
Si existe un área en la que las decisiones políticas que se toman hoy determinarán lo que seremos como sociedad mañana, esa es la educación. La educación lo impregna todo, desde la categoría de nuestros políticos, empresarios, trabajadores y científicos, hasta la calidad de nuestras instituciones y normas. La educación es el principal motor del progreso y del bienestar. Y sin embargo, la educación en todos sus niveles ha sufrido un maltrato secular en nuestro país, como refleja la multitud de reformas educativas[3] que se han firmado desde que nuestro último político dictador empezó a rendir cuentas como muerto[4]. Siguiendo con la tradición, el último Consejo de Ministros aprobó el proyecto de ley para la Nueva Educación del siglo XXI[5]. Aunque la convocatoria de elecciones generales ha dejado en suspenso su trámite parlamentario, esta reforma representa toda una declaración de intenciones en materia educativa del partido político que más veces ha gobernado en España, y no es descartable que siga adelante en la próxima legislatura.
Con carácter general, una buena ley de educación es aquélla que sienta las bases para que un porcentaje elevado de personas potencialmente estudiantes, a través de un proceso de aprendizaje, terminen adquiriendo los conocimientos y habilidades que les permitan en un futuro realizarse plenamente, incluyendo una mayor capacidad de conseguir un trabajo acorde con sus competencias. Este objetivo educativo tiene dos vertientes, la parte cuantitativa, es decir, más tiempo de exposición a la educación es mejor que menos tiempo, y la dimensión cualitativa, que básicamente significa que el tiempo de exposición se transforme en un incremento efectivo de habilidades cognitivas. Confiar en un mero recuento estadístico de los logros académicos como indicadores de mejoras educativas es una estrategia equivocada, máxime cuando dichas estadísticas son espuriamente dependientes de los cambios normativos. Reducir el número máximo de repeticiones y relajar las condiciones para la consecución de los títulos, como establece el proyecto de ley, es una forma artificial de mejorar las estadísticas cuantitativas de educación, equivalente a hinchar por ley el PIB y argumentar que nuestro bienestar agregado ha mejorado[6].
La clave está en la calidad, la gran olvidada de todas las reformas educativas habidas en España. Tener más estudiantes titulados con títulos más devaluados no nos hace mejores, sino que nos empobrece como sociedad, y es un resultado injusto para los estudiantes de procedencia social más modesta. La igualdad en materia educativa consiste en facilitar los medios para que los estudiantes menos favorecidos puedan realizar sus estudios en condiciones equiparables al resto, y en que sus resultados en términos de logros académicos tengan el valor real que les corresponde. Una ley que priva a los estudiantes (pobres o ricos) del reconocimiento que se merecen, por la pérdida de valor de los títulos, no puede ser una buena ley.
La calidad de la educación es un indicador fundamental de nuestra capacidad de generar bienestar futuro. Tres cuartas partes de las diferencias en la tasa de crecimiento a largo plazo de la renta per cápita de los países puede explicarse por diferencias en la calidad de su educación[7], y esta constatación nos conduce a tres preguntas fundamentales: (a) cómo se valora la calidad de la educación; (b) qué relación tiene con la calidad de los profesores; (c) qué se puede hacer para mejorar esta calidad. Como veremos a continuación, las respuestas a estas tres preguntas guardan una estrecha relación con la rendición de cuentas.
Uno de los economistas que más profundamente ha estudiado la importancia que tiene la calidad en la educación, y los factores capaces de modificarla, es Eric Hanushek. Su reciente survey sobre la importancia de la rendición de cuentas implementada a través de los tests estandarizados debería empapelar las paredes de los despachos del Ministerio de Educación. En términos muy sucintos, de este survey, y de otros trabajos recientes de Hanushek con otros autores, se desprenden las siguientes respuestas a las tres preguntas planteadas.
(a) Los mejores indicadores para medir la calidad de la educación son los test estandarizados que, con todos sus problemas, son una medida excelente basada en resultados, con un valor informativo superior a los tradicionales indicadores indirectos basados en medición de inputs (véase, por ejemplo, Dearden, Ferri y Meghir). Desde que existe dicha información, las variaciones en los test internacionales estandarizados (como el de PISA) pueden utilizarse como indicadores de la evolución de la calidad de los sistemas educativos, y los políticos tendría que rendir cuentas de los resultados obtenidos. En el último PISA, España se situaba algo por debajo de la media de países de la OCDE, aunque a diferencia de éstos, sus resultados habían experimentado una ligera variación positiva en los últimos tres años.
(b) La calidad del profesorado, y de la dirección del centro, juega un papel fundamental en los resultados obtenidos en los test estandarizados y en los ingresos futuros de los estudiantes. A modo de ejemplo, según Hanuskek (2011) reemplazar al 8 por cien de profesores con menor valor añadido[8] por profesores sobre la mediana, podría mover a Estados Unidos de una posición mediocre en los rankings de calidad educativa a las posiciones más elevadas, con un valor económico en términos de valor presente descontado de 100 billones de dólares.
Sobre este aspecto, en España, existen indicios preocupantes de lo que nos puede deparar el futuro. Lo que podría considerarse una aproximación a una prueba estandarizada para medir las habilidades y conocimientos de nuestros egresados universitarios con vocación docente, las oposiciones a profesores de educación secundaria[9] celebradas entre junio y julio de 2018, nos dejó un paisaje desolador: para cubrir 20.000 plazas se presentaron 200.000 candidatos (una tasa de 10 candidatos por plaza) y aun así se quedaron por cubrir, por la debilidad de los opositores, un 10 por cien de las mismas (un 27 por cien en Euskadi y un 20 por cien en Madrid). Un síntoma claro de que algo falla en nuestro sistema educativo, una falla que termina reflejándose en los que tendrán que formar a nuestros hijos y nietos. Pese a la relevancia y la gravedad del problema, la sociedad civil y los distintos gobiernos permanecen callados. La Universidad no puede seguir escudándose en su autonomía para evitar rendir cuentas, ni puede dejar de denunciar el déficit en habilidades cognitivas de un porcentaje no despreciable de estudiantes que acceden a ella (aquí una muestra). Aunque sólo fuera por la relevancia de lo que está en juego, los profesores y centros, en todos los niveles del sistema educativo, deberían rendir cuentas.
(c) No todos los sistemas de rendición de cuentas tienen la misma efectividad. En este reciente trabajo de Bergbahuer, Hanushek y Woessmann (un resumen aquí) se utilizan dos millones de observaciones de panel procedente de los resultados de los test de PISA para identificar el efecto de introducir diversas reformas en los países de la OCDE, relacionadas con la monitorización de los objetivos de la educación y la rendición de cuentas. Las conclusiones son claras, la rendición efectiva de cuentas, aquélla que mejora la calidad del sistema educativo, está asociada con la asunción de responsabilidades. Partiendo de los resultados de los estudiantes en pruebas estandarizadas se puede evaluar, utilizando los controles correspondientes, el grado de progreso educativo asociado con los distintos profesores y centros. Los resultados de esta evaluación deberían ser públicos y servir para premiar a los que lo hacen bien y penalizar a los que lo hacen mal. Aquí está el problema, en la resistencia de los profesores y centros en los distintos niveles de la educación a dejarse evaluar de forma comparada. Los distintos sustitutivos de rendición de cuentas que nos alejan en mayor o menor medida de este marco de referencia, o no tienen efecto, o tienen un efecto negativo. Piénsese por ejemplo en la rendición de cuentas a nivel interno basada en la utilización de encuestas a estudiantes, y en los incentivos perversos que este sistema acarrea. Lamentablemente, sobre el mecanismo de control y rendición de cuentas, el nuevo proyecto de ley latente se apresura a dejar claro que "las evaluaciones-diagnóstico proyectadas en 4º de Primaria y 2º de ESO servirán para la mejora interna, sin publicar rankings de centros".
El nuevo proyecto de ley es en gran parte, como todas sus leyes predecesoras, una declaración de buenas intenciones que tiene dos carencias fundamentales. La primera es que pone más énfasis en los aspectos cuantitativos que cualitativos de la educación. La segunda es que no establece un mecanismo eficaz de rendición de cuentas por parte de los agentes implicados en el proceso educativo. La expectación que siempre despierta una reforma educativa contrasta sistemáticamente con ese silencio nuclear sobre la rendición de cuentas y que, veladamente, como una máscara inevitable, irá embargando su música:
Oídme.
Nadie oyó nada. Una sonrisa oscura veladamente puso su dulce máscara
sobre el rostro, borrándolo.
Un soplo sonó. Oídme. Todos, todos pusieron su delicado oído.
Oídme. Y se oyó puro, cristalino, el silencio.
Vicente Aleixandre, fragmento de El Moribundo.

[1] Joan Báez: “La Llorona”.
[2] Incluya aquí el lector su lista favorita de ejemplos.
[3] Ocho reformas y media.
[4] Como dictador vivo no rindió cuentas nunca.
[5] Un resumen-presentación del proyecto de ley puede encontrarse aquí.
[6] Podría aducirse que al observar una mejora en el PIB publicado los agentes económicos reaccionarían positivamente aumentando el gasto e induciendo un aumento efectivo en el PIB, que es parecido al argumento de recuperar a estudiantes para el sistema sobre la base de la relajación de los requisitos mínimos.
[7] Hanushek, E. A. y Woessmann L. (2012): "Do better schools lead to more growth? Cognitive skills, economic outcomes, and causation." Journal of Economic Growth, 17, 4: 267-321.
[8] El valor añadido del profesor se obtiene estimando su influencia sobre el desarrollo cognitivo de los estudiantes a su cargo, una vez descontados otros factores fuera del control del profesor.
[9] No estoy defendiendo la virtud del sistema de oposiciones, sino destacando los resultados de enfrentarse a una prueba con las reglas de juego bien establecidas. Aunque los tribunales (y por lo tanto los criterios de corrección) podían diferir entre regiones, el temario era común en todas las Comunidades Autónomas.