El «trilema», la clave del nuevo premio Princesa de Ciencias Sociales-D.Rodrik

El «trilema», la clave del nuevo premio Princesa de Ciencias Sociales

Rodrik sostiene que no se puede mantener a la vez un proceso de globalización extrema, una soberanía nacional y la democracia

Dani Rodrik
Dani Rodrik
La Voz

Dani Rodrik, galardonado este jueves con el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales 2020 y considerado uno de los economistas más influyentes de la actualidad, admite tener un enfoque poco convencional en sus estudios, centrados en la globalización y las políticas económicas gubernamentales.

Nacido en 1957 en Estambul en el seno de una familia sefardí que llevaba cinco siglos en Turquía, Rodrik figurará en la historia como economista turco, pero su patria verdadera parece ser Harvard. Fue en esa prestigiosa universidad estadounidense donde estudió y allí trabaja a día de hoy como profesor.

También ha ocupado cargos en la universidad de Columbia y en la de Princeton, donde se doctoró en 1985 en Ciencias Económicas. Actualmente posee siete doctorados honoris causa de diversos continentes, amén de numerosos galardones internacionales.

Considerado uno de los economistas más influyentes del mundo, Rodrik, presidente electo de la Asociación Económica Internacional (IEA), se ha hecho un nombre sobre todo con sus trabajos sobre políticas económicas y buenas prácticas gubernamentales.

El trilema

En España se dio a conocer al gran público gracias a su libro «La paradoja de la globalización» (2011), en el que analiza su tema favorito: el alcance de lo que llama la «hiperglobalización».

Rodrik ha acuñado la expresión del «trilema» que, en su opinión, constituye el principal desafío: no se puede mantener a la vez un proceso de globalización extrema, una soberanía nacional y la democracia, afirma.

El economista asegura que solo se pueden combinar dos de estos tres elementos: o una globalización democrática sin soberanía nacional, o una soberanía democrática sin globalización o bien una globalización con soberanía nacional, pero sin democracia.

Este trilema es el que explica el auge del populismo de derechas, al no haber encontrado la izquierda una respuesta satisfactoria, según las tesis de Rodrik, que define sus propias ideas como «no convencionales».

Cómo mantener la globalización en un marco que no suponga perjuicio a las clases populares y que también pueda funcionar en los países en vías de desarrollo, es la principal cuestión en su obra.

Ante la duda, el interés nacional de un Estado debe prevalecer, afirma el pensador, al mismo tiempo que aboga por un sistema democrático y social combinado con cierta apertura económica.

Turquía

El economista, que se educó en un colegio anglófono de Estambul y ha publicado todos sus libros en inglés, nunca ha renunciado a su conexión con Turquía, donde publicó hasta 2016 columnas en el diario de centroizquierda liberal Radikal.

Su matrimonio con Pinar Dogan, también profesora en Harvard e hija de un general turco ya retirado, puso a Rodrik brevemente en el centro de una polémica nacional, cuando su suegro, Çetin Dogan, fue condenado en 2012 por la supuesta planificación de un golpe de Estado.

Rodrik hizo público un detallado análisis de los documentos de la acusación, demostrando que se trataba de falsificaciones, algo que fue de facto reconocido con la absolución de Dogan en 2015.

https://www.lavozdeasturias.es/noticia/cultura/2020/06/11/trilema-clave-nuevo-premio-princesa-ciencias-sociales/00031591886565490604679.htm?fbclid=IwAR1y8D5YtzMbumAH4zxgGfAaCWBPwIzQQtI5ALD5m15l3LLPGDM1aZJX38M

Rodrik: «Mi esperanza es que alguna de mis ideas sean útiles para la reconstrucción económica»

El economista turco ha agradecido la distinción

El economista turco Dani Rodrik, que este jueves ha sido distinguido con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2020, ha expresado su esperanza de que algunas de sus ideas puedan ser útiles en la reconstrucción de la economía mundial tras la pandemia de la COVID-19.

En unas declaraciones difundidas por la Fundación Princesa de Asturias, Rodrik ha confesado que se trata de «un gran e inesperado honor», por lo que ha expresado su agradecimiento «desde lo más hondo» de su corazón por haber sido distinguido con este galardón.

«Mi gran esperanza es que algunas de las ideas que reconoce el Premio sean útiles en la reconstrucción de la economía mundial, que tanto necesitamos después de la pandemia», ha concluido el economista turco tras conocer su distinción.

Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard y autor de más de una veintena de libros está considerado como uno de los economistas más influyentes del mundo por su estudio de la globalización.

El jurado ha ensalzado su rigor en el análisis de la dinámica de la globalización de las relaciones económicas internacionales y sus aportaciones para mejorar el funcionamiento del sistema económico y hacerlo «mucho más sensible a las necesidades de la sociedad».

Según el acta, los trabajos de Rodrik apuntan a la necesidad de mejorar el gobierno de la globalización, un asunto que para el jurado es «de gran relevancia en un momento de cuestionamiento del multilateralismo».

El jurado ha puesto de manifiesto que en la actual coyuntura, como también ha puesto de manifiesto la actual pandemia del coronavirus, se hace más evidente «el déficit creciente de gobernanza global y la necesidad de generar bienes públicos».

La obra de Rodrik, resalta, «aporta instrumentos esenciales para el análisis de las relaciones internacionales y el refuerzo de las instituciones multilaterales» y «ha conducido el análisis económico y la economía política hacia un territorio más cercano a la realidad».

El jurado concluye que el economista ha contribuido no solo a la ampliación del conocimiento de la economía internacional sino también a hacerla «compatible con la paz, así como con la reducción de la pobreza y la desigualdad». EFE

El «trilema», la clave del nuevo premio Princesa de Ciencias Sociales

Un premio más que justificado....escribí esto hace unos años F.O.

A la espera de que los neurólogos nos confirmen que la atribución de responsabilidades --ya hay quien lo sostiene— es una superstición, los humanos seguiremos buscando culpables de nuestros males. A la crisis tampoco le faltan sus chivos expiatorios. Para unos, el problema es del mundo, de las patologías de la realidad económica. Para otros, de nuestros conocimientos, de nuestras teorías sobre el mundo, que no sirven para curar al enfermo. Bernake, quién además de Presidente de la Reserva Federal es un académico reconocido, no sé si poniéndose la venda antes de la herida, quiso afinar más y matizo que, si acaso, la culpa es de la gestión económica o de la ingeniería económica, no de la teoría económica.
La distinción, como tal, resulta indiscutible. Si a un ingeniero se le viene abajo un puente, la culpa no es de Newton y su mecánica clásica. Pero no es menos cierto que nuestra confianza en la física es mayor que en la ciencia lúgubre. De hecho no faltan quienes, con razones atendibles, sostienen que su debilidad teórica explica su incapacidad práctica y nos recuerdan una trastienda conceptual con no pocos cadáveres. Es el diagnóstico, por ejemplo, de otro libro reciente (en su edición ampliada), el de Steve Keen, Debunking Economics: The Naked Emperor of the Social Sciences, que sistematiza buena parte de las dificultades más básicas de la teoría económica, comenzando por lo que en la imagen popular es su abc, las curvas (agregadas) de oferta y demanda.
En todo caso, no sería ese el diagnóstico de los autores de los libros reseñados . Nos encontramos ante investigadores que puntúan muy alto en el escalafón de la economía académica, la teoría neoclásica, por usar la adjetivación más extendida. Dani Rodrik es una de las autoridades mundiales en economía internacional y Daron Acemoglu, autor de uno de "manuales" (bueno, más mil páginas) más apreciados de teoría del crecimiento, aparece en todas las listas de candidatos al Nobel de los últimos años. Vamos, que no se trata de tuercebotas, sino de especialistas reconocidos que hablan de lo que conocen bien.
Ahora bien, ese reconocimiento entre sus cofrades no quiere decir que estén de acuerdo con los diagnósticos más comunes entre los economistas, aunque quizá sea más justo decir, que su desacuerdo es con cierta vulgata económica, muy ruidosa en los medios y que se adorna con pretensiones de buena ciencia, según la cual el mercado sin intromisiones institucionales es el bálsamo de fierabrás de los males económicos. Y es que los dos libros comentados avalarían ese eslogan tan manoseado -casi tanto como el que le sirvió de inspiración-- en los últimos tiempos, según el cual "es la política, estúpidos". Así, Rodrik nos recuerda que "los únicos países que han logrado hacerse ricos bajo el capitalismo son los que han creado un amplio conjunto de instituciones formales para gobernar el mercado". Fiscalidades, tribunales, funcionarios, bancos centrales, sistemas educativos, conforman una red institucional que hace posible sistemas de monedas, garantías de derechos, comunicaciones, castigos, infraestructuras, estabilidades monetarias y financieras, seguridad pública y mil cosas más sin las que no existirían las modernas economías. No sólo eso, a la vista de los datos disponibles, "con muy raras excepciones, cuanto más desarrollada es una economía, mayor es la parte de sus recursos consumida por el sector público".
Cierto es que, salvo para el liberalismo tertuliano, ese que nos fatiga a diario con la matraca de que "el Estado nos roba", lo dicho no supone mayor novedad. Es sabiduría compartida desde hace tiempo que sin instituciones no hay mercado ol, por mejor decir, buen mercado. Pero nuestros autores van bastante más lejos. Así, en el caso de Rodrik, la importancia económica --y no solo económica-- de las instituciones le lleva a dudar de las bondades de la globalización cuando ampliamos el foco, cuando incluimos en el balance contable todo lo que realmente importa. La afirmación es arriesgada y su defensa requiere sus páginas. La paradoja de la globalización se las toma y, para empezar aborda lo que es el bastión clásico de los defensores del comercio internacional exento de toda brida, la teoría de las ventajas comparativas. Según está, los países, si quieren crecer, deberían especializarse en producir y exportar aquellos bienes en los que son comparativamente más eficientes o, con más exactitud, en los que es menor su desventaja comparativa y, a partir de ahí, dejar al comercio actuar. Si releen con detenimiento la tesis, verán que, en contra de lo que parece, está lejos de ser inmediata, intuitivamente clara. Mejor acéptenla sin más, como aceptan que la Tierra da vueltas en torno al Sol, a sabiendas de que hay que entretener un rato en convencerse de su verdad. El autor no la cuestiona en su versión más austera, pero sí recuerda que ignora cosas importantes. Cuando estas se tienen en cuenta, el paisaje pierde nitidez. No discute --que podría-- las condiciones irreales de su formulación, sino el cuadro general en el que ha de ponderarse, su coste de oportunidad, por así decir. Y es que a las ganancias del comercio, que Rodrick no niega, se han de contraponer los "daños laterales", entre ellos la redistribución de ingresos que se deriva de su habitual compañera, la desaparición de sectores económicos. En ese paisaje, ya más completo, los beneficios son más inciertos. Unas veces sí y otras no. Por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, según sus cálculos, por cada dólar ganado por una desaparición completa de los aranceles se "perderían" 50 en la redistribución: "es como si le diéramos 51 dólares a Adán e hiciéramos a Eva 50 dólares más pobre". Muchas veces, concluye Rodrik, hay que elegir entre una mejora homeopática en eficiencia y unos nada desdeñables costes sociales.
Pero esa discusión anterior es sólo el prólogo de otro dilema de más calado, su tesis fuerte: hay un problema de compatibilidad entre globalización y democracia. Una afirmación que, a la vista de nuestra experiencia política más cercana, nos resulta poco enigmática: cambios constitucionales ajenos a demandas ciudadanas; gobiernos ("tecnócratas") que no son resultado de elecciones; explicación de decisiones políticas ante "los mercados" o, directamente, ante los gobiernos de otros países. El itinerario argumental de La paradoja de la globalización se desarrolla por otros derroteros, menos inmediatos: emigración, movilidad de capitales, mercados financieros, deudas externas. Una vez dibujado el dilema su apuesta es por la democracia, o, desde el otro cuerno de la alternativa, por una moderada globalización, la compatible con la soberanía de los gobiernos democráticos, los únicos en condiciones de embridar las patologías del proceso globalizador. El autor, de nuevo, no escamotea la tensión y huye de retórica que nada dice, aunque llena mucho, como la de la gobernación (gobernanza, por usar el palabrejo) global o la apelación a la de la cooperación internacional. Sencillamente, no cree que haya nada que esperar de unas instituciones internacionales carentes de poder coercitivo y de control democrático. Y todo lo demás, los "sí, pero no", a su parecer, no hacen más que ahondar los problemas. Sus propuestas de desandar camino, tal como las desarrolla, aunque no son cosa de un día, no parecen imposibles metafísicos. La globalización no es la termodinámica. A lo largo de la historia, que nos cuenta, hemos ido y hemos vuelto unas cuantas veces. Ahora, según el autor, conviene volver.
No es tan pesimista la opinión de Acemoglu y Robinson sobre el comercio internacional, pero sí que comparten la misma opinión sobre las instituciones. Si acaso, hay un paso más. Su punto de partida es, para decirlo a las bravas y en un léxico que no es el suyo, que la lucha de clases existe y explica la conformación de las instituciones y que, por ese camino, se llega a entender el crecimiento económico. En todo caso, aunque el desarrollo es más pormenorizado, el titular es el mismo que el Rodrik: la buena economía depende de las buenas instituciones. No de la geografía o la cultura --tampoco de la bilogía, conviene volver a decir en estos días-- sino de cosas como una estructura sólida de derechos bien garantizados --entre ellos los de propiedad-- que animan a participar en el quehacer productivo, un control democrático de las élites, políticas y sociales, que impide que se apropien de los recursos, y una garantía real de igualdad de oportunidades, que propicia el buen uso colectivo de lo mejor de cada casa. En negativo, nos dibuja lo que son malas sociedades: aquellas en las que el Estado es despótico y arbitrario, las élites económicas no ven límites a sus poderes y la ciudadanía no pueden acceder a la educación, el crédito o las oportunidades de producción.
Que la historia se decante por una democracia o una dictadura dependerá de cómo acabe por cristalizar el conflicto por el reparto social ente los de arriba y los de abajo, cada uno tirando de su lado, siempre bajo en supuesto de que, al final, son los de arriba, según las vean venir, los que deciden el reparto del pastel colectivo. Los de abajo, claro, tienen razones para apostar por la democracia. La ampliación y consolidación de los derechos y de la democracia, en la medida que mitiga la arbitrariedad de poder, hace más probables los acuerdos a futuro sobre el reparto social: mientras los poderosos pueden incumplir sus promesas, no les resulta sencillo eliminar el derecho al voto. Es la diferencia entre una política (populista, por ejemplo) y una institución: la primera puede irse como ha venido, la otra llega para quedarse. La configuración final de las instituciones dependerá de las posibilidades de acuerdo y de cómo vean unos y otros por donde pueden ir las cosas. Si los más pobres, la mayoría, en un juego democrático, pueden imponer una redistribución radical de las rentas, los de arriba se resistirán con uñas y dientes a la democracia. Si las élites, en democracia, pueden embridar las disposiciones igualitarias, estarán más dispuestas a aceptar los cambios institucionales, por más que nunca acaben de ver bien un panorama que los expone a una perdida de poder y rentas. El resultado no solo dependerá de la polarización social, de si las desigualdades son agudas, sino también del poder negociador de unos y otros: si las élites resultan imprescindibles, por su capacidad de gestión, de conocimiento técnico, tendrán la sartén por el mango. Las cosas resultan bien distintas cuando los poderosos son unos inútiles prescindibles, como sucede en el caso de las oligarquías terratenientes, la historia entera de America Latina. En estos casos, es fácil expropiarlas y redistribuir la tierra sin que el PIB se venga abajo. Es entonces cuando viene el lío. Pero no hay que engañarse, siempre hay mar de fondo.
A algunos estas cosas les pueden sonar a antiguo. Es posible. Yo las he leído, parecidas, en Aristóteles. Pero, como siempre, en el pensamiento, lo importante es la precisión con la que se desarrollan las ideas. Es el abismo que separa a Demócrito del átomo cuántico. La apariencia de libro de aeropuerto puede favorecer la impresión de liviandad, de que los autores no hacen más que engastar anécdotas. Nada más falso. Nos encontramos ante una argumentación sólida y quién lo discuta tendrá que replicar a la abrumadora evidencia empírica, histórica y geográfica, con la que arropan sus argumentos, desde el Neolítico a la Revolución Industrial, desde América Latina a la Rusia de Stalin. Y si todavía no se convence, que acuda a otro libro común, Economic Origins of Dictatorship and Democracy, del cual Why Nations Fail es, en no poca medida, una versión destilada. Eso sí, que se preparé para una digestión difícil, porque se enfrentará a un tratamiento matemático que quizá el ánimo más templado. La obra aquí comentada es el edificio rematado, una vez se retira el andamio, de una larga investigación reconocida por tirios y troyanos en la profesión económica. Nada parecido al habitual proceder de cierta sociología que decora con cuatro datos --o de una ciencia política que hace lo propio con cinco correlaciones estadísticas-- unos argumentos asmáticos.
Eso sí, el reconocimiento no les ha resultado sencillo. En una entrevista previa a la publicación de libro Acemoglu contaba que "cuando me tocaba ascender en el MIT, mis superiores dijeron que la mayoría de mi trabajo era bueno e interesante y había recibido buenas críticas. Pero también exclamaron: 'Deberías parar el trabajo que estas haciendo sobre economía política'. Así que escondí esa parte de mi trabajo durante los dos años siguientes, hasta que conseguí la interinidad". Esa voluntad, común a los dos libros comentados, de recuperar la mejor herencia interdisciplinar de la economía política, revela una vocación de realismo empírico, de control histórico de las conjeturas, que constituye una singularidad en la profesión económica. Algo que ellos mismos reconocen y que quizá debería llevarles a preguntarse si, en los males de nuestros días, no solo tiene la culpa el mundo, sino algunas de nuestras teorías sobre el mundo.
Bueno, en realidad se lo preguntan, pero no muy alto. Y es que a las tres explicaciones de por qué nadie nos dijo la que se nos venía encima, yo creo que habría que añadir otra: la falta de coraje de algunos para levantar la voz. Nada nuevo. En su minucioso estudio acerca de la tragedia del Challenger, el transbordador espacial que se desintegró apenas despegar, Diane Vaughan contaba que uno de los ingenieros que participaba en la reunión en la que se decidió el lanzamiento tenía escrito en una ficha que llevaba en la mano: "No lanzar el Challenger bajo ningún concepto. Las juntas son demasiado inestables". Cuando le llegó el turno de hablar, dijo lo que todos los demás: 'Lancémoslo'". Según sabemos hoy, no era el único que veía que aquello pintaba mal. Incluso lo dijeron, pero lo dijeron bajito. Y es que discrepar sale caro." FELIX OVEJERO

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