Una nueva política industrial
Una nueva politica industrial para España
Situación y evolución de la industria española
El papel de la política industrial
Un programa de política industrial
La innovación y su financiación
La creación de intangibles
Internacionalización de las empresas
Autores
Rafael Myro Sánchez
Director de la investigación
M.ª Elisa Álvarez López
Coordinadora
Sara Campo Martínez
David Córcoles González
Carmen Díaz Mora
Rosario Gandoy Juste
Andrés García Martín
Antonio García-Tabuenca
Belén González Díaz
Carmen Martínez Mora
Fernando Merino de Lucas
Federico Pablo Martí
Natalia María Rubio Benito
Marian Scheifler Alácano
Josefa Vega Crespo
Nieves Villaseñor Román
María Jesús Yagüe Guillén
Premio de Investigación del Consejo Económico y Social
CES
Consideraciones finalesEste libro contiene un programa de política industrial que persigue incrementar el peso de las manufacturas en el PIB español y su capacidad de generar
empleo, en consonancia con los objetivos de la agenda de la Comisión Europea para el año 2020. El libro resume una extensa investigación financiada por el Consejo Económico Social, a través de una de las ediciones de sus premios de investigación, la XIX, convocada para recibir proyectos sobre el tema “La política industrial en la crisis y políticas orientadas a la recuperación de la industria”, y que, por tanto, buscaba precisamente el estudio de la industria y la definición de líneas de actuación para su reforzamiento, tras la profunda crisis vivida por la economía española durante los años pasados.
Como base para la elaboración y presentación del programa descrito se analizan, de una parte, la situación y evolución de la industria española en los años previos a la crisis y durante los ocho ya transcurridos desde el inicio de esta, poniendo de relieve sus fortalezas y debilidades competitivas. De otra parte, se profundiza en el espacio abierto hoy en día para la actuación pública en el ámbito de la industria en los países desarrollados, es decir, en el papel de la política industrial.
Situación y evolución de la industria española
En el estudio efectuado de la industria española se destaca que, en contra de lo que con frecuencia se cree, su evolución hasta el comienzo de la crisis fue bastante aceptable, sobre todo en el marco poco propicio derivado, por un lado, de la entrada masiva de inmigrantes, que si bien fortalecía la demanda interna, dificultaba las ganancias de productividad, al incentivar producciones intensivas en trabajo y salarios reducidos; y, por otro, de desarrollo formidable de la construcción inmobiliaria, que atraía poderosamente una parte notable de los recursos financieros captados por las entidades de crédito. Más que poner límites a la financiación de la industria, esta expansión inmobiliaria amparó quizá la cultura de la inversión especulativa y de alcance cortoplacista que es tan poco favorable a la innovación y los retos de largo plazo.
Pero aun así, la industria española sobresalió en la competencia internacional, resistiendo bien, mejor que la mayoría de sus pares comunitarias, el vertiginoso ascenso de las economías emergentes, con China a la cabeza. Su avance en productividad solo quedó algo por debajo del anotado por Alemania, sus exportaciones mantuvieron un buen ritmo de crecimiento, superando los de franceses, italianos o británicos, y las tasas de rentabilidad sobre los fondos propios de las empresas alcanzaron, a la altura de 2007, los dos dígitos, despuntando asimismo en el panorama europeo.
Los problemas llegaron con la crisis y la profunda disminución de la demanda interna, que afectó de forma más intensa a las manufacturas, con la reducción de la construcción inmobiliaria y de la obra civil, así como del gasto dirigido a la formación bruta de capital en equipamientos y a los bienes de consumo duradero. La producción industrial se contrajo sensiblemente desde 2008 hasta 2013, y aún más lo hizo el empleo, impulsado por la desaparición de pequeños establecimientos de baja productividad que se quedaron sin mercado y vieron intensamente restringida su financiación. En cambio, la productividad de las manufacturas creció fundamentalmente como consecuencia del cierre de estas empresas menos productivas.
Con todo, el ascenso de las exportaciones en los años centrales de la crisis contribuyó de forma sensible a sostener la actividad, evitando un mayor descalabro. Las empresas hicieron gala de la experiencia ya acumulada en los mercados internacionales para tratar de compensar la debilidad del mercado
interior con exportaciones dirigidas a los países que mantenían elevados ritmos de crecimiento, los emergentes. Y lo hicieron muy bien, sobrepasando a las alemanas en el ritmo de sus ventas exteriores, pese a que estas contaban con una mayor implantación en una parte de los citados países, los de Asia.
Estas destacadas capacidades competitivas se han puesto de nuevo de manifiesto a partir de 2013, con la recuperación de la economía española, que está siendo liderada por la industria manufacturera.
De esta manera, la trayectoria sorprendente de la exportación española, que no es algo nuevo de la crisis actual, aunque se haya percibido sobre todo a lo largo de ella, constituye el mejor aval de su competitividad, a menudo denostada sin razón y sin que el examen de los datos lo resista. Obedece a una estructura de la oferta exterior variada (de tecnología media-alta) y bien adaptada a la demanda mundial, a mejoras en la calidad y diferenciación de los productos, a una buena combinación de viejos mercados (los comunitarios) y jóvenes y más expansivos (latinoamericanos, asiáticos y africanos) y a la ejecutoria de un conjunto de empresas de elevada dimensión y de productividad muy alta en términos comparados. También al esfuerzo realizado de inserción en las cadenas globales de valor, conseguido con la ayuda de las multinacionales extranjeras ubicadas en España.
Sin embargo, no todo funciona bien en la industria española, existiendo un conjunto de desventajas competitivas que frenan su crecimiento, y deben ser objeto de una política industrial reforzada, más activa y dotada de mayores recursos. Empezando por la exportación –ya resaltada como uno denuestros activos principales–, se encuentra concentrada en un número limitado de productos, de mercados y de empresas. Siguiendo con la estructura productiva, adolece de excesiva falta de tejido en los sectores TIC, existiendo semillas de nuevas producciones que deberían cuidarse. Por otra parte, la productividad avanza a ritmos bajos y descansa en la mayor mecanización de las explotaciones, no en el aumento de los intangibles, que debería ser su determinante básico en economías ya muy desarrolladas como la española.
Se ve restringida, en definitiva, por el ancho mar de microempresas que ni siquiera alcanzan los niveles de eficiencia que sus pares poseen en otros países. Deficiencias de gestión y delegación de tareas aparecen como causas importantes de la reducida dimensión empresarial, quizá en última instancia un tributo a la desconfianza entre las personas, que se trasmite a la esfera laboral en desconfianza de los trabajadores con respecto a los empresarios y viceversa. La desconfianza impide un liderazgo participativo que defina bien objetivos e involucre a todos los efectivos de la empresa en su consecución.
La industria española necesita pues el auxilio de una política industrial.
No es la única, todas las industrias comunitarias han perdido peso en el tejido productivo y por esta razón la Comisión Europea ha puesto énfasis en la reindustrialización, con metas ambiciosas para 2020.
El papel de la política industrial
La política industrial puede desempeñar un papel relevante en este proceso.
Lo han puesto de relieve diversos modelos. Por supuesto, el asiático, a menudo denostado, sin duda difícil de evaluar, pero que cuenta en su haber con notorios éxitos, desde el Japón de la postguerra, pasando por Corea del Sur, su mejor y más acabada expresión, y concluyendo con China. Los problemas actuales de Japón o la crisis asiática de finales del decenio de 1990 parecen más la consecuencia del abandono de este modelo que de su permanencia.
Los de China son de orden múltiple y diverso. También lo avalan los modelos alemán y norteamericano, dentro ya del mundo desarrollado, ambos caracterizados por la pujanza y extensión de la política de innovación, sin duda el centro de atención de la política industrial en los países más avanzados.
Asimismo, se deprende de diferentes estudios aplicados que evalúan la eficiencia de los apoyos a la industria. Finalmente, la globalización y los importantes retos tecnológicos a los que se enfrentan hoy las economías (la nanotecnología y la biología o la industria 4.0, con las imprentas 3D, la digitalización de productos y transacciones, los big data y la inteligencia artificial), que resultan tan amenazantes para el empleo, requieren una actuación encaminada, no solo a asegurar el avance técnico, sino a facilitar el tránsito que provoca hacia estructuras productivas diferentes. Las industrias europeas pagan hoy el precio de un notable abandono por parte de las administraciones públicas desde el inicio de la década de 1990, que, apoyado en el rechazo al intervencionismo, excesivo a veces, y sobre todo mal orientado, de las décadas anteriores, adoptó pautas preferentemente burocráticas, y más raquíticas desde el punto de vista presupuestario. El rechazo lógico a una administración que aspiraba a definir qué sectores debían liderar la economía dejaba paso así al extremo contrario, la ausencia de guías y objetivos públicos con respecto al desarrollo industrial. Europa recogía así las
esencias del discurso liberal estadounidense acerca de la no necesidad de una política industrial propiamente dicha, de la conveniencia de una orientación limitada a amparar el marco de aparición y crecimiento de las empresas, sin captar la realidad palpable detrás del modelo de Estados Unidos, una política favorecedora de la investigación y la innovación, muy cuidadosa con las pymes innovadoras e involucrada en grandes y costosos programas científicos.
Solo Alemania entendió esta realidad que hoy resulta palmaria. Como señala Marianne Mazzucato, en Estados Unidos, el Estado no solo define la misión en el desarrollo tecnológico, hace de guía y de brazo ejecutor.
La política industrial debe recuperar su cercanía al sector privado, sin miedo a verse comprometida en intereses espurios. Para ello, únicamente se necesita una administración bien formada y con claros criterios de actuación.
Hasta el FMI ha tenido que advertir que España destaca en la actualidad por ser uno de los países donde menos asistencia financiera se presta a la innovación de las empresas privadas.
Se precisa pues una política industrial que defina objetivos horizontales, en respuesta a fallos de mercado, fundamentalmente de falta de coordinación entre empresas y de impulso de producciones con externalidades positivas, pero que sepa concretarlos, perseguirlos y defenderlos en el entorno de las organizaciones
empresariales sectoriales y en colaboración con las entidades sociales. Estas son quienes aportan la información indispensable para una administración que debe aprender acerca de la realidad industrial. No hay contradicción entre políticas sectoriales y horizontales. Las diferentes líneas horizontales aplicadas a cada sector configuran una política sectorial, y las empresas, sindicatos y otras organizaciones del sector forman una base insustituible de aplicación de esas políticas, que solo han de tener claro que sus beneficiarios tienen que moverse en marcos competitivos y dar muestras de capacidad (con indicadores positivos de resultados, aumento de ventas, exportaciones...).
Esta política ha de contar con agencias especializadas y organismos de cooperación público-privada que faciliten el conocimiento profundo de la actividad productiva por parte de las administraciones públicas, y de las opciones de apoyo público que son realmente eficaces, por parte de las empresas.
Un programa de política industrial
En el presente libro se define un programa de política industrial que persigue dos objetivos últimos ligados entre sí:
– El aumento de la productividad del trabajo.
– La internacionalización de las empresas y de la economía, tanto a través de la exportación, como de la incorporación a cadenas globales de valor o mediante la creación o adquisición de filiales productivas en otros países.
Sin olvidar la atracción de multinacionales extranjeras, que no es sino parte del propósito más general de profundizar en la internacionalización de la economía española.
El avance de la productividad constituye un paso firme y necesario para la internacionalización
de la empresa, pero esta a su vez conlleva un aprendizaje inapreciable acerca del producto fabricado, de otros productos relacionados y de los procesos productivos que se traduce en un incremento de la productividad del trabajo y en una externalidad positiva de conocimiento de nuevos mercados que la administración pública puede y debe aprovechar en su política de promoción exterior.
En particular, resulta indispensable impulsar las exportaciones, de forma que se cree holgura en la balanza de pagos para crecer e importar, generando empleo, sin incurrir en desequilibrios exteriores, antes al contrario, al tiempo que se progresa en la merma de la deuda exterior.
El ascenso de la productividad ha de cimentarse en la incorporación de capital humano y tecnológico al proceso productivo. Este es el cambio de modelo productivo que la industria española necesita. La cualificación laboral ha descansado hasta ahora principalmente en el sistema educativo, pero debe tener una mayor base empresarial, en primer lugar, alentando la formación profesional y su carácter dual, es decir, la que se apoya al mismo tiempo en las empresas y en el sistema educativo. En segundo lugar, mediante el impulso de los gastos externos en formación de las empresas. Ello demanda poner fin a la contratación temporal no causal, amén de subsidiar la formación que contratan las empresas, que hoy posee niveles impropios de un país desarrollado.
La innovación y su financiación
Más que a estas opciones, que en buena medida forman parte de las políticas educativas, este libro ha prestado atención a la formación del capital tecnológico, que se encuentra en el centro de cualquier política industrial. Además, se ha puesto el foco en la innovación, menospreciada en la i pequeña que aparece en el gasto de I+D+i. España no ha dejado de perder empresas innovadoras durante la crisis. Con respecto a 2007, su número actual es casi de un tercio. Detrás de esta sorprendente evolución se encuentra un sistema de innovación que no funciona, como por otra parte pone de manifiesto la plaza que ocupa España en el Índice Global de Innovación, y las deficiencias que revela en algunos de sus apartados más importantes, como la sofisticación del entorno de negocios, que se refiere a la existencia y funcionamiento de redes de innovación: la colaboración en investigación entre la universidad y la empresa, el desarrollo y papel de los clusters en la economía, la financiación externa de la I+D o las familias de patentes, entre otras. La gran paradoja en este contexto reside en que, aunque España cuenta con las instituciones propias de un Sistema de Ciencia y Tecnología (SCYT), o si se quiere de un Sistema de Innovación, está lejos de disponer de un verdadero “ecosistema innovador”, en la terminología acuñada para definir a territorios inteligentes en los que se producen interacciones entre todos los agentes que aportan innovaciones colaborativas generadoras de valor.
Aún más, esa debilidad se apunta como la principal razón por la que la Comisión Europea acordó con el Gobierno Español una notable concentración de los recursos de la programación de fondos de Cohesión para el periodo 2014-2020 en el objetivo de fortalecimiento y promoción de la investigación, el desarrollo tecnológico y la innovación. La comparación, no ya con países como Alemania, sino con otros de menor desarrollo y de trayectorias similares a la española, como Corea del Sur, resulta también alarmante.
Este “ecosistema innovador” no se crea sin un protagonismo claro del Estado, y sin una fuerte interacción de este con el sector privado, ni sin la conciencia de que la tecnología es un asunto de primer orden al que consagrar grandes capacidades. La concepción del Estado como mero suministrador de financiación para la innovación, en la distancia y en la ignorancia de los riesgos y dificultades que asumen las empresas, es el mejor camino hacia la insignificancia tecnológica de un país.
La rebaja de los fondos dedicados a I+D que ha tenido lugar durante la crisis resulta indicativa, entre otras cosas, de la estrechez del sistema de innovación.
Ni siquiera los presupuestos decrecientes en cuantía dedicados a esta actividad se han ejecutado en los años de crisis. Una interpretación frecuente de esta circunstancia paradójica es que la demanda de las empresas es muy limitada. Semejante conclusión deriva de esa concepción pasiva de la política de innovación ya aludida, en la que las empresas son demandantes de fondos y las administraciones públicas ayudan a obtenerlos o los ofrecen
directamente. Pero el análisis de los países con mejores prácticas innovadoras, Estados Unidos, Alemania y Corea del Sur ha revelado que la política de innovación es una política más activa, y no solo en la oferta, en la promoción de innovaciones, y en la transferencia de tecnología, sino también en la demanda, a través del estímulo de la compra pública y privada de innovaciones.
Con la reciente creación de la Agencia Estatal de Innovación, se cuenta con un nuevo instrumento sobre el que reordenar este Sistema de Ciencia y tecnología. Sin embargo, los primeros pasos no parecen muy alentadores, el modelo seguido se aproxima más al francés que al alemán, en lo que parece ser un ejemplo de cultura burocrático-administrativa más cercana al país vecino. La gobernanza de las políticas de I+D e innovación en España, en cuanto a su fomento y financiación, recae, desde la creación de la Agencia, en dos agentes principales: la propia AEI y el CDTI, ambos dependientes de la el papel de instrumento para la gestión y financiación públicas de la I+D, y el segundo se centra en la financiación de proyectos empresariales de innovación y desarrollo.
Lamentablemente, este diseño inicial no garantiza que se vaya a progresar en la vertebración del Sistema de Innovación, si se atiende a que deja fuera de la Agencia otro de sus organismos clave, la Empresa Nacional de Innovación (ENISA), dependiente del Ministerio de Industria, Energía y Turismo.
Uno de los aspectos centrales de la innovación es su financiación, que ha de basarse en la multiplicación de instrumentos que aseguren el tipo de financiación adecuado a cada etapa de desarrollo de la empresa innovadora. Ello exige el desarrollo de alternativas al crédito bancario, de limitado recorrido en este ámbito. A este respecto, se puede constatar cómo en efecto, en los últimos años, siguiendo orientaciones similares a las de los principales países europeos, han proliferado nuevas formas de financiación alternativa, desde los programas de incubación y aceleración de empresas innovadoras puestos en marcha por las grandes compañías (Venture Capital Corporativo) como Telefónica (Open Future) o varios bancos (La Caixa –Caixa Capital Risc–, BBVA –BBVA Ventures–, Banco Santander –Innoventures– y Banco Sabadell –Bstartup–), hasta la extensión de la actividad de los business angels, el crowdfunding, los mercados de acciones para pymes y, sobre todo, los fondos de capital riesgo y de prívate equity, que se están expandiendo a un ritmo muy vivo, con creciente presencia de capital extranjero. Las entidades públicas antes citadas han coadyuvado a este desarrollo, como también lo ha hecho el ICO.
Esta rápida expansión de la financiación ha tendido a reducir ligeramente los problemas para la creación de start-ups en España, aunque no debe olvidarse que el desarrollo alcanzado por los instrumentos citados todavía es sensiblemente inferior al que poseen en otros países europeos. También lo es el papel directo que desempeñan las entidades públicas en este ámbito, aún muy reducido. En todo caso, los problemas de financiación se agravan cuando lasempresas han de dejar de ser start-ups para crecer e internacionalizarse. Aquí es donde se echa de menos un mayor relieve de las entidades públicas, encontrándose el ICO en una situación privilegiada para ejercer una gran labor, una vez redefinida su tarea en el actual escenario de abundancia de liquidez.
La creación de intangibles
Junto con la innovación tecnológica, las empresas españolas tienen pendiente acrecentar su dotación de otros intangibles que incrementen su productividad.
Cualquier comparación internacional destaca a España por la escasez de su capital intangible, que, ya se ha señalado, hoy es el factor clave en la expansión de la productividad en los países desarrollados. El capital tangible por trabajador ya ha alcanzado niveles muy elevados, sobresalientes en España.
Como el capital humano y la innovación, el denominado capital de marca forma parte de los intangibles. La política industrial debe patrocinar la creación de marcas privadas, de cara a dotar de reputación y garantía de calidad a los productos españoles. Pero sobre todo, debe aprovechar el enorme potencial que poseen las marcas colectivas (denominaciones de origen protegidas, indicaciones geográficas protegidas, especialidades tradicionales reconocidas y marcas de garantía). También la Marca España, desde luego. En algunos sectores como el de alimentación, estas marcas colectivas pueden desempeñar un gran papel, apenas explorado hasta el momento. En este trabajo se analiza empíricamente el efecto de las estrategias de análisis de mercado y defensa de marca que ponen en marcha las empresas sobre sus resultados, confirmándose su importancia y su signo positivo.
Pero la productividad también depende de forma crucial del capital humano con que cuenta la empresa, de la calidad de sus trabajadores, de su formación, y de la formación especializada que la empresa les ofrece. Pues bien, en este ámbito, llaman la atención dos aspectos. El primero, bien conocido, es la sobrecualificación de muchos trabajadores, que desempeñan tareas de menor rango que aquellas para las que fueron formados. Este aspecto esconde con elevada frecuencia una baja calidad de la formación ofrecida por las universidades españolas, que hereda algunos fallos de la enseñanza secundaria.
El segundo aspecto, menos conocido, y acaso tanto o más relevante que el primero, reside en un escaso, llamativamente escaso podría decirse, nivel de gasto de las empresas en formación externa de sus directores, directivos y trabajadores en general. Ello no solo habla de cierta renuncia a involucrar a los trabajadores en las tareas y objetivos de la empresa. También refleja la extensión de la contratación temporal, un mal indudable al que hay que poner fin si se quiere contar con más capital humano.
Finalmente, la productividad depende del capital directivo, que determina la calidad de la gestión de las empresas. El examen efectuado de diversos indicadores de buenas prácticas de gestión revela que en España predominan las empresas con baja calidad de gestión; es decir, aquellas en las que los objetivos no están bien definidos, su cumplimiento no está controlado, los esfuerzos de información sobre nuevas tecnologías son cortos, como también lo son los dedicados a conocer el mercado, a relacionarse con otros pares o con entidades técnicas, o a digitalizar los procesos productivos y de marketing. Pues bien, las administraciones públicas han de encontrar la forma de facilitar a las empresas los conocimientos y ayudas necesarios para optimizar todas sus prácticas de gestión. En realidad, todo apoyo otorgado desde la administración pública a las empresas, al igual que debería ligarse al cumplimiento de determinados compromisos de desempeño, a alguna condicionalidad medible en resultados, debería conectarse a pautas de gestión mejoradas. Las administraciones han de trabajar con el segmento de empresas dispuesto a avanzar, exigirse y ofrecer de forma transparente buenos resultados.
Destaca principalmente el bajo nivel que anotan las empresas en el apartado más importante de buenas prácticas: el liderazgo. Es el que está supeditado a la definición de objetivos y su control, a los conocimientos en materia de innovación y de exigencias medioambientales, así como a las conexiones exteriores de los directores, de su intercambio de experiencias y actuaciones con sus pares o con los directivos de firmas proveedoras o clientes.
La mejora de la calidad de la gestión es de radical importancia, porque existe un nítido vínculo entre ella y los niveles de productividad logrados.
Pero afortunadamente, no solo depende de que se actúe directamente sobre ella, algo que, por otra parte, no resulta sencillo de hacer. También se auspician las buenas prácticas de gestión con las políticas de innovación, o las de internacionalización, al igual que con las dirigidas a aumentar el tamaño de las empresas, eliminando normativas que incentivan el tamaño pequeño, o propiciando la competencia en los mercados. Ello obedece a que tamaño, innovación, internacionalización, productividad del trabajo y calidad de gestión son factores que se interaccionan; actuando sobre cada uno de ellos, se incide sobre los restantes.
Por consiguiente, a la vez que se persigue eliminar obstáculos al crecimiento de las empresas, o normativas favorables a la baja dimensión, debe intentar actuarse en innovación, intangibles, internacionalización y buenas prácticas de gestión, y se acabará contando con empresas de mayor dimensión y mayor productividad.
Internacionalización de las empresas
Finalmente, la internacionalización es el otro objetivo último –junto a la productividad– del programa desarrollado en el presente libro. Se favorece por el adelanto de la productividad, pero demanda medidas vigorosas de promoción y de desarrollo de la “inteligencia de mercados”, de conocimiento de los nuevos mercados, sus características y sus actores. La experiencia de las empresas internacionalizadas es clave, razón por la que es relevante que las administraciones públicas se encuentren cerca de ellas y las involucren en sus actuaciones.
Se ha valorado, en primer lugar, el papel de la inserción en redes internacionales de producción. Las empresas españolas, no solo las industriales, sino también las de servicios, han avanzado ya de forma muy significativa en esta incorporación, con efectos positivos sobre su productividad y la regularidad y persistencia de sus exportaciones. Por otra parte, el estudio de los factores determinantes de su inclusión en estas cadenas globales arroja los siguientes resultados: un umbral mínimo de dimensión empresarial la agiliza enormemente, pero en su ausencia, resulta básica la productividad del trabajo, que una vez más se convierte en el factor decisivo para las pymes. También ampara la vinculación a las CGV la realización de innovaciones de producto, así como la participación de firmas extranjeras en su capital social, o el contar con filiales productivas en el exterior.
España tiene aún pendiente mejorar su inserción en las redes internacionales y su posición en ellas, acercándose a aquellos segmentos que otorgan más valor añadido a uno y otro lado de la cadena, la innovación, en uno, y el diseño o una sofisticada red de marketing, en otro.
En el terreno de la exportación, es incluso posible
proporcionar guías sectoriales precisas para una política de promoción, y así
se hace en estas páginas.
Siguiendo los trabajos de Ricardo Hausmann y de César
Hidalgo, se han buscado aquellas producciones bien conectadas con nuestro
sistema productivo y con altos grados de sofisticación, marcando nuevas líneas
de desarrollo que apuntan a un gran camino por recorrer con vistas a aprovechar
el saber acumulado en el capital humano del que dispone España. Brindan buenas perspectivas
de diversificación de nuestro patrón exportador, y de aumento de su densidad,
nuevos productos que se encuadran dentro de algunos de los sectores que han
logrado ya elevados grados de desarrollo y competitividad exterior: textil y
confección, alimentos, bebidas y tabaco, maquinaria y equipo mecánico,
productos químicos, instrumentos científicos y ópticos y productos metálicos.
También se pueden proporcionar orientaciones con respecto a los mercados.
Las más generales exigen un menor cálculo, o son relativamente obvias, si se tiene en cuenta que se encuentran ya bien identificadas las áreas con mayores perspectivas de crecimiento en los próximos años, en Latinoamérica, Asia, África y el Pacífico. Hacia esta última zona deben orientarse grandes esfuerzos, para los que servirán de estímulo los tratados en marcha (TTIP y TPP), si es que llegan a aprobarse, lo que requiere que se resuelvan los aspectos problemáticos que hoy plantean, ligados a las normativas de regulación y ordenación de mercados y de resolución de conflictos de intereses. Pero hay otros muchos mercados menos obvios y también con potencial de expansión para los productos españoles, incluso si no se encuentran entre los de más rápido crecimiento.
Estas políticas de promoción de exportaciones tienen que dirigirse igualmente a la inversión en el exterior, que no es sino otra forma de acceso a los mercados exteriores, frecuentemente más rentable y con repercusiones más notorias sobre la capacidad competitiva de las empresas, esto es, sobre su productividad y el grado de singularidad y diferenciación de sus productos.
La inversión de España en el exterior, que inició un crecimiento vertiginoso con el cambio de siglo, ha seguido aumentando a ritmo más moderado durante la crisis, y tiene aún un recorrido importante pendiente.
En particular, la promoción exterior debe ayudar a las manufacturas, que se muestran más rezagadas en este ámbito, un hecho que la crisis ha favorecido.
En especial, si se tiene en cuenta que una elevada proporción de la inversión de España en el exterior procede de multinacionales extranjeras ubicadas en nuestro país. Existe un amplio conjunto de empresas medianas, entre 200 y 500 trabajadores, que no han progresado en este terreno desde hace quince años, y están obligadas a hacerlo.
Por otra parte, resulta crucial prestar atención a la política de atracción del capital extranjero. Las multinacionales extranjeras han desempeñado un papel muy notorio en la industrialización española, y lo siguen haciendo aún hoy, y de forma creciente, pues su peso no ha dejado de crecer. Aunque intensifican la dependencia de España en importaciones procedentes de otros países, de igual modo son activas exportadoras y contribuyen a la vinculación de las firmas españolas a las cadenas globales de valor.
Adicionalmente, estimulan la competencia en los mercados interiores, propiciando el rearme tecnológico, y brindan externalidades de conocimiento positivas que impulsan el progreso técnico. Amplificar la entrada de capital extranjero es, por ende, fundamental, y existe un amplio potencial para ello, pero es necesario modernizar el trabajo de promoción, en la actualidad dependiente del ICEX.
Consideraciones
finales
En definitiva, en el libro que el lector tiene en sus
manos, resumen de un trabajo más amplio accesible a través de Internet, se
analiza la industria española y el papel de la política industrial como base
para definir un programa concreto de actuaciones en este ámbito que fortalezca
el tejido industrial y detenga su pérdida de peso en el conjunto de la
economía. Este programa persigue incrementar la productividad y la
internacionalización de las empresas. La raíz de su éxito descansa en una
administración pública necesariamente reformada, adaptada a los tiempos
modernos, acorde con las oportunidades y amenazas que representa la
globalización, de visión amplia, capaz de interaccionar estrechamente con el
sector privado sin plegarse a sus intereses, y para ello dotada de un gran
capital humano y, desde luego, con un elevado sentido de servicio público.
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