Personalmente debo reconocer que definir, analizar e incluso evaluar lo que comúnmente se denomina ‘política industrial’ me sigue resultando una tarea extremadamente compleja. No sólo se trata de un término polisémico, sino que el mero hecho de acotar cualquier política económica a un único sector puede parecer en sí mismo un oxímoron. En este mismo blog se ha abordado este tema con cierta frecuencia (véase aquí, aquí, aquí o aquí también, por ejemplo), con posicionamientos diversos que van desde considerarla como ‘la herramienta económica por excelencia’ hasta quienes argumentan que ‘la mejor política industrial es la que no existe’. Aunque está lejos de mi intención cerrar este debate definitivamente, considero que en estos momentos – al comienzo de una nueva legislatura – puede ser adecuado que los lectores saquen sus propias conclusiones sobre lo que cabe (y no cabe) esperar de un nuevo gobierno en términos de política económica.

Primer paso: acotar (¿o acortar?) el alcance

En la mayoría de los manuales de Economía y en numerosos documentos institucionales de organismos nacionales e internacionales se considera que la política industrial abarca un amplio conjunto de actuaciones públicas que pretenden influir sobre la actividad económica de algún sector en particular para dirigirla hacia algún fin de interés general. Tradicionalmente el adjetivo ‘industrial’ de estas medidas se justificaba por el hecho de estar enfocadas al sector manufacturero, pero hoy en día – al igual que ocurre en general con la economíaindustrial – los objetivos perseguidos por estas políticas afectan a todo tipo de servicios y actividades complementarias.

Tales objetivos suelen ser estimular la innovación, la productividad o el crecimiento de forma trasversal, aunque a menudo incluyen también elementos específicos relacionados con la mejora de la eficiencia o la competitividad, el incremento en la calidad del empleo, la mitigación del cambio climático o incluso la reducción de cualquier tipo de discriminación. Tan importante es lo que se busca explícitamente como lo que no, ya que con ello se manifiestan las prioridades de quienes diseñan y promueven esas actuaciones públicas.

Esta multiplicidad de sectores y objetivos es lo que hace que la ‘política industrial’ como tal difumine su identidad y se solape con lo que en otros contextos se denomina políticas de desarrollo regional (véase Slatery y Zidar, 2020, por ejemplo), políticas estructurales localizadas (place-based policies, en terminología de Neumark y Simpson, 2015), políticas comerciales (Rodriguez y Rodrik, 1999) o, incluso, la política de la competencia (Campos, 2007, o Aguion et al., 2015), entre otras. En estas circunstancias, tal vez ha llegado el momento de plantearnos por qué queremos seguir llamándola ‘industrial’.

Segundo paso: usar (sin abusar) las herramientas adecuadas

En todo caso, y cualquiera que sea su denominación particular, estas políticas ‘industriales’ se materializan habitualmente en un número limitado mecanismos cuyo objetivo es incentivar a los agentes económicos privados – empresas e inversores – para que actúen en la dirección deseada por quienes promueven cada intervención. Las subvenciones a la producción de ciertos bienes o servicios, las desgravaciones fiscales o los apoyos a la inversión en determinados sectores o zonas suelen ser las herramientas usadas con mayor frecuencia, si bien no resulta extraño complementarlas con medidas comerciales proteccionistas, con exenciones totales o parciales a ciertas regulaciones, o incluso con la provisión pública de algún input esencial para un proyecto, como terrenos, infraestructuras. En un mundo donde la información y el cabildeo juegan un papel fundamental en los negocios, algunos mecanismos de colaboración público-privada en la transferencia de conocimiento, como campañas publicitarias, programas formativos, los consejos consultivos o las mesas redondas entre empresas y gobiernos, también pueden contar como política industrial.

Sin embargo, y aunque los economistas sabemos bien que para alcanzar múltiples objetivos se requiere utilizar múltiples instrumentos, esto no significa que cualquier combinación de herramientas sea adecuada, ni que una mera acumulación de estas incremente la probabilidad de lograr el resultado deseado. Para actuar verdaderamente como incentivos, las políticas industriales deben conllevar algún tipo de condicionalidad, definida mediante criterios de elegibilidad ex ante (como el tamaño, el tipo de actividad o la ubicación) y/o con la verificación de cambios de comportamiento ex post (como la realización de determinadas inversiones o la contratación de un determinado número o tipo de trabajadores). Tanto en un caso como en otro, el éxito de esta condicionalidad requiere un esfuerzo notable en el diseño de la política, que evite sesgos discriminatorios y que la evalúe por sus resultados, no por sus intenciones. Para ello es necesario una dotación suficiente de recursos humanos y materiales en el sector público. En la medida que esto no suceda, el adjetivo ‘industrial’ también sobrará.

Tercer paso: entender cuándo (y cómo) justificarla

A pesar de lo que pueda deducirse de los párrafos anteriores, sigo pensando que existen argumentos económicos sólidos para justificar la política industrial (incluso aunque la dejemos sin ese apellido). Puede ser necesaria, por ejemplo, para afrontar la presencia de ‘externalidades de aprendizaje’ en algunos sectores, las cuales se relacionan con las posibles mejoras de la eficiencia productiva (como ocurre en el caso de la I+D) o con las condiciones de coste y demanda en la producción de nuevos bienes o servicios (por ejemplo, en países o regiones menos desarrolladas). También puede ser importante si existen ‘externalidades de seguridad nacional’, cuando se persigue reducir la dependencia del exterior (pensemos en la energía tras las invasión de Ucrania por parte de Rusia), la promoción de empresas o sectores que actúen como ‘campeones nacionales’ (a veces, por motivos no estrictamente económicos) o la defensa del empleo local frente a la deslocalización de la actividad productiva hacia países de menores costes salariales (véase Bartelme et al., 2019).

Otro tipo de fallo de mercado que justificaría la política industrial sería la existencia de situaciones en las que la rentabilidad obtenida por un agente privado depende (debido a economías de escala o aglomeración) de actividades complementarias emprendidas por otro, pero existen dificultades de coordinación entre ambos. Si el valor social de la producción conjunta supera sus costes de oportunidad, la economía podría tener que conformarse con un equilibrio subóptimo, mientras que con una adecuada intervención pública sería posible alcanzar una mejora paretiana (véase Cherif y Hasanov, 2019).

Si generalizamos esta idea, toda la actividad económica privada depende en última instancia de la provisión de ciertos bienes públicos, como el ordenamiento jurídico, la seguridad, el marco regulatorio, la educación, la sanidad o el resto de servicios públicos. Los economistas solemos considerar estas políticas como transversales, ya que no dan prioridad a ningún sector en particular y sus beneficios pretenden ser generales. Sin embargo, en la medida en que cualquiera de estas intervenciones se concreta (presupuestariamente) en acciones específicas (contratar más policías o jueces, financiar la investigación o programas de vacunación, construir carreteras o trenes de alta velocidad) el coste de oportunidad de los recursos públicos obliga a explicitar prioridades que, idealmente, deberían justificarse ante la opinión pública, algo que casi nunca sucede en la realidad.

Retos para la política industrial del siglo XXI

Gran parte de este post se ha inspirado en mi relectura de algunos trabajos recientes de Dani Rodrik (disponibles aquí, aquí, aquí, o aquí), uno de los grandes expertos en este campo y un economista bien conocido en Nada es Gratis. En ellos se argumenta que, en los últimos años, la política industrial se ha visto transformada por las exigencias de la nueva economía y – aunque el sector manufacturero sigue estando en el centro de muchas iniciativas – la digitalización, la transición ecológica y los imperativos geopolíticos han multiplicado los objetivos de la misma, desbordando sus límites originales.

Basado en Rodrik (2023).

27Algunas de las características más relevantes de esta ‘nueva política industrial’ ya se han presentado en párrafos anteriores de este post, mientras que otras se resumen en el cuadro adjunto. En general, el reto principal para la política industrial del siglo XXI es adoptar una visión menos encorsetada e ingenua de la actuación del sector público, a cambio de exigirle a este un mayor nivel de responsabilidad. Esto requiere sobreponerse a dos clases de limitaciones: las derivadas de las crecientes asimetrías de información entre el sector público y el privado y las asociadas al inevitable componente político que toda intervención pública conlleva. Para ello, la mejor herramienta de la que disponemos los economistas es la evaluación empírica de sus resultados lo que conlleva no sólo una cuantificación de estos sino también la identificación clara y transparente de los ganadores y perdedores. Me temo que (afortunadamente) tenemos todavía mucho trabajo por delante.

https://nadaesgratis.es/javier-campos/por-que-la-llamamos-politica-industrial-cuando-simplemente-es-politica