LA economia en una lección

 El objeto de la ciencia económica, como con tanta reiteración se ha expuesto, es percibir consecuencias secundarias. También lo es, naturalmente, prever consecuencias generales.

Para ser breves, es la ciencia que calcula los resultados de determinada política económica, simplemente planeada o puesta en práctica, no sólo a corto plazo y en relación con algún grupo de intereses especiales, sino a la larga y en relación con el interés general de toda la colectividad.

Esta ha sido la lección que ha constituido el objeto específico del presente libro.

Primeramente la expusimos en forma esquemática, completando ulteriormente su trazado con multitud de casos prácticos.

Sin embargo, a lo largo de estas concretas ilustraciones surgieron otras enseñanzas de tipo general, a las que convendría aludir ahora de modo más preciso.

Al constatar que la economía es una ciencia que se preocupa de ponderar resultados futuros, debemos haber advertido que, al igual que ocurre con la lógica y las matemáticas, forma parte esencial de su objeto el percibir ineludibles deducciones racionales.

Cabe ilustrar lo anterior mediante una elemental ecuación algebraica Supongamos que x = 5, y que x + y = 12. La «solución» de esta ecuación será que y es igual a 7; pero esta ineludible deducción lógica se alcanza precisamente porque la ecuación nos dice que, en efecto, y es igual a 7. La ecuación no hace directamente tal afirmación; pero claramente se infiere de la conexión o ilación lógica latente en ella.

La verdad contenida en esta elemental ecuación reaparece en las más complicadas y abstrusas ecuaciones matemáticas. La solución se halla implícita en el enunciado del problema. Es cierto que el desarrollo de una ecuación puede exigir especial atención y no lo es menos que su solución causa, en ocasiones, maravillosa sorpresa a quienes lograron resolverla. Incluso puede producirles la impresión de haber realizado un nuevo descubrimiento—algo semejante a la emoción que experimenta el aficionado a la astronomía cuando «un nuevo planeta» atraviesa su campo visual—. Esta sensación de descubrimiento puede estar justificada, desde luego, por las consecuencias teóricas o prácticas de la solución hallada No obstante, la respuesta estaba implícita en el enunciado del problema, aun cuando no fuera posible a la mente aprehenderla inmediatamente.

Pues, como las matemáticas constantemente nos recuerdan, las inferencias ineludibles no son necesariamente verdades de evidencia inmediata.

Todo esto es igualmente cierto por lo que respecta a la economía. En este aspecto, la ciencia económica podría compararse también a la ingeniería. Cuando un ingeniero se halla ante un problema, primeramente debe determinar todos los datos que guardan relación con el mismo. Si diseña un puente para unir dos puntos, deberá conocer, ante todo, la distancia exacta entre dichos puntos, la naturaleza topográfica del terreno, la carga máxima que habrá de soportar, la resistencia a la tensión y compresión del acero u otro material con el que vaya a construirlo, y las fuerzas y presiones a que habrá de estar sometido el puente una vez finalizado. Gran parte de esta información le ha sido facilitada por otras personas. También sus predecesores desarrollaron oportunamente complicadas ecuaciones matemáticas mediante las cuales, conociendo las características de los materiales y los esfuerzos exigidos, cabrá determinar el diámetro, forma, número y estructura de sus pilares, cables y vigas.

Del mismo modo, el economista, al enfrentarse con un problema práctico, debe conocer tanto los datos esenciales de su planteamiento como las deducciones válidas que pueden inferirse lógicamente. En la ciencia económica, el dominio del aspecto deductivo es tan importante como el conocimiento adecuado de los hechos que se contemplan. Podemos decir de él lo que Santayana afirmó refiriéndose a la lógica (igualmente aplicable a las matemáticas), que «señala la irradiación de la verdad» de tal suerte que «cuando se conoce el contenido fáctico de uno de los términos de una proposición lógica, la totalidad del sistema ligado a este término se vuelve, por así decirlo, luminosa».

Ahora bien, pocas son las personas capaces de percibir las deducciones que ineludiblemente se infieren de las afirmaciones de carácter económico que constantemente formulan. Cuando dicen que el camino para la salvación económica es aquel que conduce al incremento del «crédito», equivale a afirmar que la solución del problema económico consiste en incrementar las deudas; ambas manifestaciones no son más que denominaciones diferentes del mismo proceso visto desde ángulos opuestos.

Cuando aseguran que el secreto de la propiedad radica en el incremento de los precios agrícolas es como si insinuaran que para alcanzar la prosperidad precisa encarecer los alimentos de] obrero urbano. Cuando afirman que el medio de impulsar la riqueza nacional consiste en prodigar la ayuda estatal, en realidad es como si proclamaran que el medio más idóneo de alcanzar tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales.

Cuando convierten el incremento de las exportaciones en uno de sus principales objetivos, la mayor parte de ellos no perciben que en definitiva su objetivo equivale necesariamente al aumento de las .importaciones. Cuando afirman que en cualquier supuesto el éxito de la recuperación lo encontraremos en el aumento de los salarios, tan sólo han conseguido descubrir otra manera de proclamar que la recuperación económica se cifra, según ellos, en el incremento de los costos de producción.

Esto no implica que la propuesta original haya de ser necesariamente dañosa bajo cualquier circunstancia, porque, al igual que la moneda, tenga su lado opuesto, o porque la propuesta a la que realmente equivale o su auténtica denominación nos parezcan menos atractivas. Puede haber ocasiones en que un aumento de las deudas carezca de importancia si se le compara con el beneficio proporcionado por los fondos anticipados; cuando es imprescindible una subvención estatal para lograr cierto objetivo provechoso para la colectividad; cuando determinada industria puede permitirse un incremento en los costos de producción, etc. Pero debemos asegurarnos en cada caso de que se consideró atentamente el anverso y el reverso de la moneda y se tuvieron en cuenta todas las repercusiones, favorables y adversas, de cada propuesta. Y esto se hace muy raras veces.

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El análisis de los casos prácticos ofrecidos nos proporcionó otra lección incidental. Su contenido es el siguiente: al estudiar los resultados de diversas medidas económicas propuestas, no meramente a corto plazo y en relación con determinado grupo de intereses, sino a la larga y en relación con toda la colectividad, las conclusiones que alcanzamos coinciden de ordinario con las que nos brinda el sentido común no adulterado. A nadie que no esté familiarizado con la superficial cultura económica reinante se le ocurrirá pensar que la rotura de escaparates o la destrucción de ciudades es cosa deseable; que el crear obras públicas inútiles no sea otra cosa que despilfarro, que sea peligroso permitir que legiones de hombres inactivos se reintegren al trabajo; que las máquinas incrementadoras de la producción de riqueza y economizadoras de esfuerzo humano sean algo dañoso; que los obstáculos opuestos a la libre producción y libre consumo aumenten la riqueza; que una nación pueda acrecentar su fortuna obligando a otras naciones a adquirir sus mercancías por menos de lo que cuesta producirlas; que el ahorro sea una estupidez o una perversidad y que el despilfarro conduzca a la prosperidad.

«Lo que en la conducta de cualquier familia es prudencia—afirmaba el recio sentido común de Adam Smith, replicando a los sofistas de su tiempo—difícilmente puede ser locura en el gobierno de un gran reino.» Pero las mentes menos privilegiadas se turban ante las complicaciones. No se detienen a examinar de nuevo sus razonamientos, aun cuando les conduzcan al absurdo. El lector, de acuerdo con sus creencias, aceptará o no el aforismo de Bacon, según el cual «un poco de filosofía inclina la mente humana al ateísmo, pero una filosofía profunda condúcele a la religión». Ahora bien, es innegable que el conocimiento superficial de la economía puede llevar fácilmente a las paradójicas y descabelladas conclusiones que anteriormente hemos reiterado, en tanto que un estudio más riguroso devuelve el sentido común a los que reflexionan sobre asuntos económicos.

Calar más hondo obliga a tener presentes todas las consecuencias de una determinada política en vez de limitarse a considerar aquellas inmediatamente visibles.

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En el curso de nuestro estudio hemos vuelto a descubrir también un antiguo amigo, el Hombre Olvidado, de William Graham Sumner. El lector recordará que en el ensayo de Sumner, aparecido en 1883:

“…tan pronto como A observa algo que le parece una injusticia y cuyas consecuencias súfrelas X, consulta con B y ambos propugnan se apruebe una ley destinada a remediar el mal y a ayudar a X. Su ley siempre persigue determinar lo que C debe hacer por X o, en el mejor de los casos, lo que A, B y C deben hacer por X…. Lo que deseo es llamar la atención sobre C…. Le llamo el Hombre Olvidado. … Es el hombre en quien nunca se piensa. Es víctima de reformadores, especuladores sociales y filántropos y espero demostrarles a ustedes antes de terminar que merece nos preocupemos de él, tanto por su personalidad como por las muchas cargas que ha de soportar.”

Es una ironía histórica el que cuando esta frase —el Hombre Olvidado— fue resucitada en el cuarto decenio del presente siglo fuese aplicada no a C, sino a X, y sin embargo, C, a quien entonces se pedía mantuviese mayor número todavía de individuos X, se hallaba más olvidado que nunca. Es C, el Hombre 0lvidado, a quien siempre se recurre para que restañe el corazón sangrante del político demagogo, al objeto de que pague las consecuencias de su hipócrita generosidad.

No sería completa la exposición de nuestra lección si antes de abandonarla dejásemos de señalar que el sofisma fundamental del que nos hemos venido ocupando no surge accidentalmente. En realidad es un resultado casi ineludible de la división del trabajo.

En una comunidad primitiva o entre pioneros, antes de que aparezca la división del trabajo, el hombre labora únicamente para sí mismo o para sus familiares más cercanos.

Lo que consume es idéntico a lo que produce. Existe siempre una conexión directa e inmediata entre su producción total y la satisfacción de sus necesidades.

Pero cuando se ha establecido una elaborada y compleja división del trabajo, esta conexión directa e inmediata deja de existir. Yo no produzco todas las cosas que consumo, sino quizá tan sólo una de ellas. Con los ingresos que obtengo de la producción de esta mercancía, o mediante la prestación de algún servicio, adquiero todo lo que necesito. Deseo que el precio de lo que compro sea bajo, pero me interesa que el precio de lo que fabrico o del servicio que presto sea elevado. Por consiguiente, aunque – quiero que haya abundancia de todo, me conviene que exista escasez del producto cuya venta constituye mi negocio. Cuanto mayor sea la escasez de la mercancía que ofrezco, en comparación con la oferta de todas las demás cosas, mayor será la recompensa que podré obtener por mis esfuerzos.

Esto no significa necesariamente que haya de limitar mis servicios o restringir mi producción. Si soy solamente uno entre muchos que se dedican a proporcionar esta mercancía o servicio v existe libre competencia en la rama de mi actividad, esta limitación individual no me compensaría. Si soy cosechero de trigo, pongamos por caso, desearé, por el contrario, que mi cosecha particular sea lo más grande posible. Y si me preocupo exclusivamente de mi bienestar material y carezco de escrúpulos humanitarios, también aspiraré a que la producción de los demás cosecheros de trigo sea lo más baja posible; desearé que haya escasez de trigo (y de cualquier otro producto alimenticio que pueda sustituirlo) al objeto de que mi cosecha particular pueda alcanzar el mayor precio posible.

Normalmente estos sentimientos egoístas no tendrán efecto alguno sobre la producción total del trigo. Dondequiera que haya competencia, en efecto, cada productor se ve obligado a desarrollar mayores esfuerzos para obtener de sus tierras la mayor cosecha posible. De esta suerte las fuerzas del egoísmo individual (para bien o para mal, más persistentes y poderosas que las del altruismo) son encauzadas hacia una máxima producción.

Pero si los cosecheros de trigo o cualquier otro grupo de productores pueden ponerse de acuerdo para eliminar la competencia y el Estado permite o estimula tal conducta, la situación cambia. Los cosecheros de trigo pueden persuadir al Gobierno —o mejor aún, a una organización mundial—para que fuerce a todos a reducir proporcionalmente la extensión de tierra dedicada al cultivo de trigo. De esta forma se originará la escasez y se conseguirá elevar el precio de la mercancía, y si la elevación del precio es proporcionalmente mayor que la reducción provocada en la producción, como bien pudiera ser, entonces los cosecheros de trigo habrán conseguido en conjunto considerables mejoras.

Obtendrán más dinero y podrán comprar más cantidad de todo. Es cierto que los demás miembros de la colectividad saldrán perjudicados, por cuanto en igualdad de otras circunstancias todos deberán entregar más de lo que produzcan para obtener menos de lo que el cosechero de trigo ofrece. Ahora bien, la nación será más pobre; su mayor pobreza se cifrará en la cantidad de trigo no producido. Pero quienes sólo tienen presente a los cosecheros de trigo verán una ganancia, sin reparar en las pérdidas que sobradamente la contrarrestan.

Lo expuesto puede aplicarse igualmente a todos los sectores de la economía. Si debido a unas raras condiciones climatológicas se produce una súbita superproducción de naranjas, todos los consumidores se beneficiarán. El mundo se habrá enriquecido en la medida exacta en que se produce ese exceso de naranjas. El fruto se abaratará y en consecuencia los cultivadores de naranjas, como grupo, serán más pobres que antes, a menos que la mayor cantidad vendida compense o supere la pérdida ocasionada por la baja de precio.

Ciertamente, si en tales circunstancias mi cosecha particular de naranjas no es mayor que de ordinario, es seguro que habré de sufrir pérdidas como consecuencia del precio más bajo provocado por la abundancia general.

Lo puesto de manifiesto anteriormente en relación con los cambios experimentados en la oferta es igualmente aplicable a las fluctuaciones provocadas en la demanda por los adelantos y perfeccionamientos de la técnica o sencillamente por haberse alterado las apetencias de los consumidores. Una nueva máquina desmotadora de algodón, aun cuando pueda reducir el costo de camisas y prendas de uso interior fabricadas con esa fibra e incrementar de ese modo la riqueza general, provocará ineludiblemente el paro de millares de braceros. Una nueva máquina textil que fabrique la tela a un ritmo más rápido, hará improductivas miles de máquinas antiguas, desvalorizando la mayor parte del capital invertido en ellas y empobreciendo a sus proveedores. La aplicación de la energía atómica a usos pacíficos e industriales, ansiosamente esperada por casi toda la humanidad, que pone en ella sus mejores ilusiones, es algo que inquieta a los propietarios de minas de carbón o pozos petrolíferos.

Así como no hay perfeccionamiento técnico que no resulte lesivo para los intereses de algún grupo determinado, todo cambio experimentado en los gustos o costumbres públicas, aun cuando se traduzca en una mejora moral o estética, causa daño a alguien.

Una mayor sobriedad en la bebida ocasionaría el cierre de miles de tabernas y bares.

La decadencia del juego forzaría a croupiers y preparadores de caballos de carreras a buscar ocupaciones más productivas. La rígida observancia de la castidad masculina arruinaría la más antigua profesión del mundo.

Pero no son los que deliberadamente explotan los vicios humanos quienes habrían de soportar de modo exclusivo las consecuencias de un súbito mejoramiento de la moral pública. Entre los más perjudicados estarían precisamente aquellos cuya actividad es mejorar esa moral. Los predicadores tendrían menos cosas de qué lamentarse; los reformadores perderían su causa: la demanda de sus servicios y los donativos para su sostenimiento declinarían. Si no hubiese criminales, necesitaríamos menos abogados, menos jueces y bomberos, ningún carcelero, ni cerrajero, ni siquiera policía, como no fuera para servicios tales como la ordenación del tráfico.

Bajo un sistema de división del trabajo, en una palabra, es difícil imaginar la satisfacción más perfecta de cualquier necesidad humana que no perjudique, al menos temporalmente, a alguna de las personas que realizaron inversiones o trabajosamente adquirieron la habilidad necesaria para poder atenderla. Si el progreso fuese completamente uniforme en todas las esferas, este antagonismo entre los intereses de toda la comunidad y del grupo especializado no presentaría, si es que llegaba a aflorar siquiera, ningún serio problema.

Si en el mismo año en que aumentase la cosecha mundial de trigo se incrementara en idéntica proporción mi propia cosecha; si la cosecha de naranjas y de todos los demás productos agrícolas aumentasen proporcionalmente, y si la producción de todos los artículos industriales mejorara también y su costo por unidad disminuyera, en tal caso yo, como cosechero de trigo, no sufriría daños porque la producción de trigo se hubiese incrementado. El precio que yo obtenía por bushel de trigo podría disminuir. La suma total que esperaba de mi mayor producción podría declinar. Pero si, debido al aumento de la oferta en general, yo podía comprar también los productos de los demás a precios más baratos, no tendría motivo real de queja. Si el precio de las demás cosas disminuyera exactamente en la misma proporción que el de mi trigo, mi situación mejoraría en proporción exacta a mi total producción incrementada; cada cual se beneficiaría de igual modo proporcionalmente a la mayor oferta de productos y servicios.

Ahora bien, el progreso económico nunca ha tenido lugar y probablemente nunca se realizará de forma completamente uniforme. Hoy se produce un avance en tal rama de la producción y más tarde en otra. Si se registra un súbito incremento en la oferta del objeto a cuya producción contribuyo, o si una nueva invención o descubrimiento hace innecesario lo que produzco, lo que para el mundo supone una ganancia, para mí y para el grupo productor al que pertenezco implica una tragedia.

Corrientemente, la difusa ganancia de una oferta mayor o un nuevo descubrimiento impresiona menos al observador desinteresado que la pérdida concentrada. El hecho de que haya más café y disminuya su precio para el público es algo en lo que no se repara; lo que se ve es un grupo de cultivadores incapaz de subsistir con ese precio bajo. La mayor producción de zapatos a costo inferior, merced a la nueva máquina, es asunto olvidado; lo que llama la atención son los hombres y mujeres que han quedado sin trabajo. Es natural e incluso esencial para la plena comprensión del problema, que se reconozcan los perjuicios de tales sectores y se intente remediarlos en lo posible buscando la manera de que parte de las gana ncias derivadas del progreso técnico se apliquen a ayudar a sus víctimas a encontrar una actividad productiva en cualquier otro sector.

Nunca será solución reducir arbitrariamente la oferta, impedir el progreso técnico o procurar que las gentes continúen prestando servicios carentes de utilidad. Sin embargo esto es lo que se ha tratado de hacer una y otra vez mediante las barreras aduaneras, la destrucción de la maquinaria, la quema del café y otras mil métodos restrictivos de la producción y del intercambio comercial. Esta es la insensata doctrina de pretender enriquecerse a través de la escasez.

Esta doctrina puede ser cierta, por desgracia, desde el punto de vista particular de algún determinado sector económico; siempre que esté a su alcance provocar la escasez de la mercancía que produce y vende en el mercado y en tanto se mantenga abundante la oferta de las demás mercancías que compra. Ahora bien, si atendemos al interés general de toda la colectividad, es siempre dañosa. Jamás podría aplicarse a un tie mpo en todas las diversas actividades y sectores de la producción, ya que ello equivaldría al suicidio económico.

Esta es nuestra lección, expuesta en términos generales. Muchas de las conclusiones que se derivan de prestar atención tan sólo a un determinado grupo de intereses económicos resultan ilusorias al contrastarlas con el interés general de la comunidad, no ya como productores, sino como consumidores.

Examinar los problemas en su integridad y no fragmentariamente: tal es la meta de la ciencia económica.

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