“La economía en una lección” de Hazlitt (1946) Que tal envejecio el libro?

 

“La economía en una lección” de Henry Hazlitt es un libro que sigue siendo relevante hoy en día, a pesar de haber sido publicado por primera vez en 1946. En este libro, Hazlitt explica los principios fundamentales de la economía de mercado de manera clara y accesible, y ofrece una crítica valiosa a las políticas económicas populares.

Una de las principales fortalezas del libro es su estilo de escritura sencillo y directo. Hazlitt presenta sus argumentos de manera lógica y persuasiva, y utiliza ejemplos concretos para ilustrar sus puntos. El libro se enfoca en un solo principio fundamental: la ley de oferta y demanda. A través de este principio, Hazlitt explica cómo las intervenciones gubernamentales en la economía pueden tener consecuencias no deseadas.

Otro aspecto destacado del libro es su crítica a las políticas económicas populares, como la protección comercial, los subsidios y los controles de precios. Hazlitt argumenta que estas políticas pueden parecer atractivas a corto plazo, pero en última instancia, causan más daño que beneficio. A través de su crítica, Hazlitt ofrece una perspectiva valiosa sobre las consecuencias a largo plazo de estas políticas.

En general, “La economía en una lección” es un libro que todos deberían leer, especialmente aquellos interesados en la economía y las políticas públicas. Hazlitt ofrece una explicación clara y accesible de los principios fundamentales de la economía de mercado y su crítica a las políticas económicas populares ofrece una perspectiva valiosa. Aunque el libro se publicó hace más de 70 años, sigue siendo relevante hoy en día y sus lecciones son aplicables a las economías de todo el mundo.

La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en todo caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que resulta insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada presencia de intereses egoístas. Aunque cada grupo posee ciertos intereses económicos idénticos a los de todos los demás, tiene también, como veremos, intereses contrapuestos a los de los restantes sectores; y aunque ciertas políticas o directrices públicas puedan a la larga beneficiar a todos, otras beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los demás. El potencial sector beneficiario, al afectarle tan directamente, las defenderá con entusiasmo y constancia; tomará a su servicio las mejores mentes sobornables para que dediquen todo su tiempo a defender el punto de vista interesado, con el resultado final de que el público quede convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible ver claro en el asunto.

Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es éste la persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un grupo particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no sólo sobre el sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que pasa por alto las consecuencias secundarias.

En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala economía. El mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá. El primero tan sólo contempla las consecuencias directas del plan a aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas. Aquél sólo considera los efectos de una determinada política, en el pasado o en el futuro, sobre cierto sector; éste se preocupa también de los efectos que tal política ejercerá sobre todos los grupos.

El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las repercusiones de cierta política quizá se nos antoje elemental. ¿Acaso no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que puede ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que se embriaga que va despertarse con el estómago revuelto y la cabeza dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está destruyendo su hígado y acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un camino erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, para volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que caminan hacia un futuro de deudas y miseria? Sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública, verdades tan elementales son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito público como medio de salvación económica; y que cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: «A la larga, todos muertos.» Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura sabiduría.

Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de la Economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores.

Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando tan terrible daño en el mundo actual son el resultado de ignorar esta lección. Derivan siempre de uno de estos dos errores fundamentales o de ambos: el contemplar sólo las consecuencias inmediatas de una medida o programa y el considerar únicamente sus efectos sobre un determinado sector, con olvido de los restantes.

Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un cierto programa económico no debemos atenernos exclusivamente a sus resultados remotos sobre toda la comunidad. Es éste un error que a menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual engendró una cierta insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que resultaban inmediatamente perjudicados por unas directrices o sistemas que a largo plazo beneficiarían a la colectividad.

Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y esos pocos, casi siempre economistas profesionales. La falacia más frecuente en la actualidad; la que emerge una y otra vez en casi toda conversación referente a cuestiones económicas; el error de mil discursos políticos; el sofisma básico de la «nueva» Economía, consiste en concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de cierto plan en relación con sectores concretos e ignorar o minimizar sus remotas repercusiones sobre toda la comunidad. Los «nuevos» economistas se jactan de que su actitud supone un enorme, casi revolucionario, avance en orden a los métodos de los economistas «clásicos» u «ortodoxos», por cuanto a menudo descuidan los efectos que ellos tienen siempre presentes. Ahora bien, cuando, a su vez, ignoran o desprecian los efectos remotos, están incidiendo en un error de mayor gravedad. Su preciso y minucioso examen de cada árbol les impide ver el bosque. Sus métodos y las conclusiones deducidas son, con harta frecuencia, de profunda índole reaccionaria y a menudo asómbrales el constatar su plena coincidencia con el mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a caer en aquellos antiguos errores (o caerían si no fueran tan inconsecuentes) de los que creíamos haber sido definitivamente liberados por los economistas clásicos.

Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus sofismas entre las gentes de manera harto más atractiva que los buenos sus verdades. Laméntase a menudo que los demagogos logren mayor asenso al exponer públicamente sus despropósitos económicos que los hombres de bien al denunciar sus fallos. En esto no hay ningún misterio. Demagogos y malos economistas presentan verdades a medias. Aluden únicamente a las repercusiones inmediatas de la política a aplicar o de sus consecuencias sobre un solo sector. En este aspecto pueden tener razón; y la réplica adecuada se reduce a evidenciar que tal política puede también producir efe ctos más remotos y menos deseables o que tan sólo beneficia a un sector a expensas de todos los demás. La réplica consiste, pues, en completar y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora bien, tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes del plan en ejecución requiere a menudo una larga, complicada y enojosa cadena de razonamientos.

La mayoría del auditorio encuentra difícil seguir esta cadena dialéctica y, aburrido, pronto deja de prestar atención. Los malos economistas aprovechan esta flaqueza y pereza intelectual indicando a su público que ni siquiera ha de esforzarse en seguir el discurso o juzgarlo según sus méritos, porque se trata sólo de «clasicismo», «laissez faire», «apologética capitalista» o cualquier otro término denigrante, de seguros efectos sobre el auditorio.

Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que aparecen en el camino en términos abstractos. Pero la lección no será aprovechada y los sofismas continuarán ocultos a menos que ambos sean ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar de los más elementales problemas de la Economía a los más complejos y difíciles.

Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en primer lugar, las falacias más crudas y tangibles, y finalmente, otras más profundas y huidizas. A esta tarea procedemos a continuación.

Los beneficios de la destrucción

Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos, emulando a Bastiat, una ventana de vidrio rota.

Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería.

El panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan con mal disimulada satisfacción los desperfectos causados y los trozos de vidrio sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero, que después de todo la desgracia tiene también su lado bueno: ha de reportar beneficio a algún cristalero.

Al meditar de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta una nueva luna? ¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante, pero al fin y al cabo, si los escaparates no se rompieran nunca, ¿qué harían los cristaleros? Por tales cauces la multitud se dispara. El vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus adquisiciones en otros establecimientos, y la cosa seguirá hasta el infinito. El escaparate roto irá engendrando trabajo y riqueza en artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos de constituir díscola amenaza, convertiríase en un auténtico filántropo.

Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de vista. Los que presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera conclusión, completa razón. Este pequeño acto de vandalismo significa, en principio, beneficios para algún cristalero, quien recibirá la noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que sabe de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de cincuenta dólares que destinaba a adquirir un traje nuevo. Al tener que reponer la luna se verá obligado a prescindir del traje o de alguna necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y cincuenta dólares sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y renunciar al traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje que de otra forma hubiera podido disfrutar; su pobreza se verá incrementada justamente en el correspondiente valor.

En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha habido, pues, nueva oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba dos partes de la transacción: el panadero y el cristalero; olvidaba una tercera parte, potencialmente interesada: el sastre.

Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. El público verá reparado el escaparate al día siguiente, pero nunca podrá ver el traje extra, precisamente porque no llegó a existir. Sólo advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.

Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental.

Cualquiera— se piensa— la desecharía tras unos momentos de meditación. Sin embargo, este tipo de sofismas, bajo mil disfraces, es el que más ha persistido en la historia de la Economía, mostrándose en la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio, jefes sindicales, autores de editoriales, columnistas de prensa y comentaristas de radio, sabios estadísticos que se sirven de refinadas técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores universidades. Por diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.

Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de pequeños actos de destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de enormes actos destructivos. Nos hablan de cuánto mejor nos hallamos económicamente en la guerra que en la paz; ven «milagros de producción» que sólo la guerra origina y un mundo posbélico verdaderamente próspero gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida».

Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en Europa y que «tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las viviendas que no pudieron ser edificadas durante la conflagración, las medias de nylon que no pudieron ser suministradas, los automóviles y neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y frigoríficos anticuados, etcétera. Así acumulan totales formidables.

Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate roto, vestido de nuevo y tan lozano que resulta difícil reconocerlo. Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de falacias conexas. Se confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra, cuanto mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la necesidad posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de compra correspondiente.

Las necesidades de China son hoy incomparablemente mayores que las de los Estados Unidos, pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el volumen de «nuevos negocios” que puede estimular es incomparablemente menor.

Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de ordinario esgrimen los mismos que sostenían el anterior. Consideran la «capacidad adquisitiva» meramente en su aspecto monetario y añaden que actualmente para disponer de dinero basta con imprimir billetes. Como alguien ha dicho, imprimir billetes es, efectivamente, la mayor industria del mundo, si se mide el producto en términos monetarios. Pero cuanto más dinero se crea de esta forma tanto más desciende el valor de la unidad monetaria. La depreciación puede medirse por el alza que experimentan los precios de las mercancías.

No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan firmemente habituada a valorar su riqueza e ingresos en términos dinerarios, se consideran beneficiados cuando aumentan esos totales monetarios, aunque puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor número de bienes. La mayor parte de los «buenos» resultados económicos que la gente atribuye a la guerra son realmente debidos a la inflación propia de los tiempos bélicos.

Pueden ser producidos de la misma manera por una inflación equivalente en tiempos de paz. Más adelante volveremos sobre esta ilusión monetaria.

verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto. Este reportó, efectivamente, más negocio al cristalero y la destrucción bélica proporcionará mayores beneficios a los productores de ciertos bienes. La destrucción de casas y ciudades incrementará el negocio de las industrias de la construcción. La imposibilidad de producir automóviles, radios y frigoríficos durante la guerra acumulará una demanda posbélica para estos determinados productos.

A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello equivale a un aumento en la demanda; y puede serlo, en efecto, en términos de dólares de inferior valor adquisitivo.

Pero en realidad se produce una desviación de la demanda hacia aquellos productos determinados. Los europeos edificarán nuevas viviendas porque se hallan obligados a hacerlo, pero al construirlas restarán mano de obra y capacidad productiva a otras actividades. Al producir nuevas casas disminuirá en igual medida su capacidad adquisitiva de otras cosas. Siempre que se incrementen los negocios en una dirección han de reducirse correlativamente en otras, excepto en la medida en que las energías productivas sean en general estimuladas por el sentido de necesidad y urgencia, En una palabra, la guerra modificará la dirección del esfuerzo posbélico, cambiará el equilibrio industrial, la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también sus consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda cuando se hayan satisfecho las necesidades acumuladas de casas y otros bienes duraderos. Entonces estas industrias temporalmente favorecidas tendrán que decaer en cierto grado para permitir elevarse a otras que atiendan a distintas necesidades.

Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán cambios de la demanda de posguerra comparada con la de preguerra. La demanda no se limitará a desplazarse de una a otra mercancía, sino que en la mayoría de los países se producirá una reducción en su totalidad.

Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos caras de una misma moneda; son la misma cosa vista desde ángulos distintos. La oferta crea demanda porque en el fondo es demanda. La oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a cambio de lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo por parte del agricultor constituye su demanda de automóviles y otras mercancías. La oferta de automóviles representa la demanda de trigo y otras mercancías por parte de la industria automovilística. Todo ello es inherente a la moderna división del trabajo y a la economía de cambio.

Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de la gente, incluso para algunos economistas de brillante reputación, por efecto de ciertas complicaciones tales como el pago de salarios y la forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente, mediante el dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros escritores clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar exactamente las complejas consecuencias que provoca el uso del dinero, vieron al menos, a través del velo monetario, las realidades que ocultaba. En ese sentido aventajaron a muchos de los críticos actuales, a los que el mecanismo monetario confunde más que ayuda. La simple inflación, es decir, la mera emisión de más dinero, con la consecuencia de salarios y precios más elevados, puede aparecer como creación de mayor demanda. Pero en términos de producción real e intercambio de mercancías efectivas no lo es. No obstante, un descenso en la demanda de posguerra puede permanecer oculto a mucha gente en razón a las ilusiones que provocan los mayores salarios, sobradamente rebasados por el incremento de los precios.

La demanda posbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en valor absoluto en relación con la de la preguerra porque la oferta posbélica habrá disminuido. Esto resulta evidente en Alemania y Japón, donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas.

Es decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando formulamos un ejemplo extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas sus grandes ciudades con ocasión de la guerra, en lugar de haber sufrido sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus instalaciones industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi totalidad de su capital acumulado y bienes de consumo aniquilados, de tal suerte que su población se hubiera visto reducida al nivel económico de los chinos, pocos se atreverían a hablar de demanda acumulada y diferida a causa de la guerra. Sería obvio que el poder adquisitivo habría quedado disminuido en igual medida que la capacidad productiva. Una inflación monetaria desenfrenada, al multiplicar por mil. el nivel de precios, podría indudablemente elevar las cifras de la «renta nacional» en términos monetarios respecto a las de la preguerra; pero los que sobre tal supuesto pensaran, con error notorio, ser más ricos que antes, demostrarían su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin embargo, los mismos principios son aplicables tanto a una pequeña destrucción bélica como a otra de vastas proporciones.

Pueden darse, sin embargo, e n compensación, otros factores positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto número de personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar que goza de verdadero bienestar económico a través de aumentos de salarios y precios originados por un exceso de papel moneda. Pero la idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad mediante una «demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra constituye evidentemente un sofisma.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

1. La destrucción no es beneficiosa. La primera lección de Hazlitt pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los factores productivos se trasladarán a fabricar un nuevo cristal, pero durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje. Evidente, ¿no? Pues no tanto, aun hoy esta falacia de la ventana rota sigue demasiado presente en nuestras vidas. Así, por citar sólo algunos casos recientes, a comienzos de 2005, tras la tragedia humana y económica que supuso el tsunami del Índico, Alastair Corera, vicepresidente de la agencia de calificación Fitch, hoy felizmente desacreditada, sostenía: “El tsunami es una oportunidad de crecimiento para Sri Lanka”. No estaba sólo. Poco después de la devastación de Nueva Orleans por el huracán Katrina, el economista jefe del banco estadounidense Wachovia, hoy felizmente quebrado y absorbido por Wells Fargo, se descolgaba con las siguientes declaraciones: “Generalmente es bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala como sucede ahora”.

2. Las obras públicas no generan empleo. Otro claro ejemplo de políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública. Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras… Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos (lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve. Con la crisis económica de 2008, los gobiernos de todo el mundo se embarcaron en faraónicas obras públicas con el propósito de estimular la actividad y generar empleo. El caso del Plan E en España es sólo el epítome del disparate que supuso lanzar miles de millones de euros por las alcantarillas en todo el orbe; y todo ello con la entusiasta complacencia de la mayoría de economistas académicos.

3. Los créditos blandos perturban la producción. Los créditos artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente –su deudor puede devolver principal e intereses–, éste podrá sufragarse en el mercado libre; si tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían generado valor a otros que lo destruyen. Y, sin embargo, ahí han estado las Freddie Mac, las Fannie Mae o las Ginnie Mae de turno en Estados Unidos, y aquí han estado las cajas de ahorros: todo este entramado de empresas semipúblicas tenía como cometido hacer llegar el crédito a aquellas personas o compañías a las que el avaricioso sector privado no quería prestar. Con el estallido de la crisis 2008 se comprobó que sus inversiones habían sido tan inteligentes como para generar un agujero de cientos de miles de millones de dólares que, por supuesto, debían cubrir todos los estadounidenses y todos los españoles con sus impuestos.

4. Las máquinas no destruyen puestos de trabajo. El típico temor decimonónico del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas máquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello nuevos empleos. A día de hoy aun siguen produciendo razonamientos similares a los de los luditas; por ejemplo, cuando la industria musical afirma que la piratería destruye miles de puestos de trabajo –un informe de Promusicae de 2008 sostenía que, como consecuencia de la piratería, se perdieron ese año 13.000 empleos–, lo que en el fondo está diciendo es que el abaratamiento de la copia musical merced a los nuevos dispositivos –a las máquinas– hace redundantes multitud de empleos que se perderán de manera irremediable. Ni tiene en cuenta los empleos que directamente se crean para producir los reproductores mp3 o mp4 ni los que indirectamente surgen de la reinversión de los beneficios o del consumo de la renta adicional.

5. Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo. Si partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema, claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la mitad. En definitiva, que una persona quiera trabajar menos horas es una decisión perfectamente legítima y racional… siempre que esté dispuesta a asumir el coste de oportunidad de esa decisión: un menor salario que si trabajara durante más horas. Debe ser, pues, cada individuo quien decida qué es lo que más le conviene: si trabajar más o ganar menos. Pese a ello, los sindicatos españoles y europeos no han dejado ni un momento de reclamar durante los últimos 20 años la semana laboral de 35 horas –en Francia incluso llegó a implantarse desde el año 2000 al 2008, con desastrosos resultados–. Lo más gracioso es que uno de los argumentos que ofrecen los líderes sindicales para justificar semejante imposición es el de que genera nuevos puestos de trabajo. Así, por ejemplo, en el 37º Congreso de la UGT, celebrado en 1998 y que llevaba como nombre “Por las 35 horas. Empleo y solidaridad”, se afirmaba que las 35 horas sin merma salarial eran un “mecanismo efectivo para la creación de empleo”.

6. Los funcionarios no estabilizan la demanda agregada. Fruto de la doctrina keynesiana nace la convicción de que nuestras economías están sometidas a unas demandas agregadas muy fluctuantes que hay que estabilizar para evitar los ciclos económicos. Una de las maneras que propuso Keynes y que sin duda han seguido todos los políticos al pie de la letra es la de acrecentar el sector público: si el Estado gasta un porcentaje muy alto del PIB, da igual en lo que sea, la demanda apenas fluctúa. En parte, ese aumento estructural del gasto se ejecuta mediante un incremento en el número de funcionarios, quienes, al tener sus puestos de trabajo asegurados de por vida, pueden consumir de manera más estable. No obstante, deberíamos tener claro que un mayor número de funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el mayor gasto público va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo, dado que los funcionarios no se dirigen necesariamente a satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores, su eliminación y traspaso al sector privado sí contribuiría a incrementar la productividad. Pese a ello, cuando en 2010 el Gobierno español propuso recortar un 5% el sueldo a los funcionarios y el Ejecutivo inglés anunció la reducción del número de empleados públicos, fueron numerosos los economistas y políticos que sostuvieron que semejantes medidas de austeridad redundarían en una contracción de la demanda agregada y, por tanto, en un agravamiento de la crisis.

7. El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra producción. Todas las medidas que se concentran en maximizar el número de empleos por procedimientos ajenos al mercado sufren del mismo error: considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios útiles a disposición de los agentes económicos. A día de hoy el pleno empleo sigue siendo un fetiche de los políticos, probablemente porque permite apelar de manera más directa a los intereses de los votantes. En la crisis que comenzó en 2008 hemos visto a los políticos, nacionales y extranjeros, defender una enorme cantidad de intervenciones –como los planes de estímulo– con el propósito de crear empleo. Asimismo, el crecimiento económico suele ser relegado en el discurso político a un segundo lugar: de hecho, lo positivo del crecimiento no es que nos enriquece, sino que permite generar puestos de trabajo.

8. Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos. La retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el s. XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una sociedad es obtener los bienes y servicios lo más barato posible; si éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla otras industrias y genera empleos en el interior); si el Gobierno fija aranceles a la importación de productos, simplemente estará orientado la economía a producir de manera ineficiente unos bienes y servicios que están disponibles más baratos en el extranjero, perjudicando a gran cantidad de empresarios internos, cuya demanda desaparecerá cuando los consumidores deban abonar sobreprecios por las mercancías domésticas que antes adquirían en el extranjero. No obstante, los sesgos mercantilistas siguen muy vivos: durante la Gran Recesión, por ejemplo, las críticas a China por mantener la paridad de su moneda con el dólar y por destruir de manera imperialista puestos de trabajo en Occidente han sido generalizadas. Simultáneamente, sin embargo, la Unión Europea mantenía sus gravosos aranceles sobre la importación de alimentos y los Estados Unidos de Obama iniciaban una campaña de concienciación para comprar productos fabricados dentro del país (Buy American).

9. Importar y exportar van de la mano. Un subproducto de la retórica mercantilista es la idea de que exportar es bueno e importar es malo. En realidad, si vamos más allá del velo monetario, a largo plazo las importaciones se pagan con exportaciones (por tanto, si importamos menos exportaremos también menos) y las exportaciones se destinan a pagar las importaciones futuras (en caso contrario, estaríamos regalando nuestra producción interna al extranjero). El error, sin embargo, no ha impedido a muchos economistas promover activamente devaluaciones competitivas, cuyo propósito es claramente el de aumentar las exportaciones y disminuir las importaciones… a costa de las exportaciones e importaciones del resto de países. En la Gran Recesión ha habido numerosos ejemplos de devaluaciones que han sido en general aplaudidas por casi todos los políticos y economistas: las más conocidas, la del zloty polaco o la de la corona islandesa, aunque también cabría mencionar la petición casi generalizada de que China revaluara el yuan para así devaluar el dólar.

10. Los precios remunerativos destruyen riqueza. Los distintos grupos de presión suelen defender que el Gobierno tiene la misión de garantiaaezar unos precios que hagan rentable determinadas producciones estratégicas, como la agricultura; para ello se defiende la imposición de precios mínimos, la destrucción de producción o la adquisición estatal de mercancía para mantenerla fuera del mercado. Obviamente, se trata de una aplicación particular de la falacia de la ventana rota que ya hemos tratado: es una simple redistribución de la renta (desde los consumidores a los productores privilegiados) pero que genera pérdidas netas para el conjunto de la sociedad. El caso más conocido y extendido es el del apoyo gubernamental a la agricultura con la excusa del autoabastecimiento dentro la Unión Europea y a través de la Política Agraria Común (PAC).

11. Salvar industrias no rentables destruye riqueza. No resulta inhabitual que ante, una quiebra empresarial, los grupos de intereses directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida de puestos de trabajo. Cuando mayor es el tamaño de la firma –y por tanto más elevado el número de empleados–, mayor es también la insistencia en la necesidad del rescate. En realidad, no obstante, debería ser más bien al revés: un plan de negocios que pierde dinero es un plan de negocios que está dilapidando una gran cantidad de recursos muy valiosos en fabricar bienes y servicios mucho menos útiles. A mayor tamaño, pues, mayor responsabilidad y mayor necesidad de reestructuración. Pese a ello, las intervenciones políticas para salvar empresas o industrias con la finalidad de conservar puestos de trabajo siguen siendo demasiado frecuentes. Sin ir más lejos, en 2009 Barack Obama rescató a la muy ineficiente industria automovilística del país con el pretexto de salvar más de doscientos mil puestos de trabajo; doscientos mil personas, por tanto, a las que se les siguió dando un uso inadecuado dentro del sistema económico.

12. Las decisiones empresariales deben estar basadas en el ánimo de lucro. Los socialistas, al tiempo que denunciaban la anarquía productiva del capitalismo, han venido afirmando que el libre mercado es un sistema muy ineficiente porque, al condicionar las decisiones empresariales al ánimo de lucro, impiden sacar todo el partido posible a las fuerzas productivas. ¿Por qué la inexistencia de beneficios debe conducir a una paralización de la producción? ¿No sería mejor acaso maximizar todas las líneas productivas? Parece claro que semejante razonamiento pasa por alto que los recursos son escasos en la medida en que se les puede dar un número prácticamente infinito de usos alternativos, de ahí que necesitemos un mecanismo que permita jerarquizar la urgencia de esos usos alternativos. Este mecanismo son los beneficios: cuando aparecen pérdidas significa que los recursos se están destinando a satisfacer los fines menos urgentes e importantes, desatendiendo los más urgentes e importantes. El error de fondo, pues, consiste en pensar que nos encontramos en una economía de la abundancia en la que no hay que priorizar ciertos usos de los recursos. En España, por ejemplo, los distintos gobiernos populares y socialistas estuvieron subvencionando a lo largo de la primera década del s. XXI las energías renovables, pese a operar con pérdidas milmillonarias; la justificación fue que de este modo se generaba empleo y se incrementaba la producción de energía verde, cuando en realidad lo que se estaba haciendo era destruir riqueza y puestos de trabajo al encarecer el coste de la electricidad.

13. Los especuladores son los encargados de estabilizar intertemporalmente los precios.Ya hemos visto que los precios remunerativos destruyen riqueza; esto es, carece de sentido que deba garantizarse la rentabilidad de todo plan de negocios. Un razonamiento similar, aunque no idéntico, es que los mercados se mueven en forma de manadas, lo que puede dar lugar a descoordinaciones sociales: si cuando todos venden se reducen demasiado los precios, se producirán quiebras empresariales que elevarán los precios futuros. Por ello, se razona, el Estado tiene que evitar las reducciones excesivas de precios, absorbiendo los excedentes invendibles o fijando precios mínimos. Claro que esta estabilización intertemporal de los precios es justo la actividad a la que se dedican los denostados especuladores: comprar y acumular mercancías en momentos de elevada oferta y venderlas en los momentos de menor oferta. Aquella porción de la oferta que no sea absorbida ni por los especuladores ni por los consumidores será oferta redundante que deberá de interrumpirse, para lo cual puede ser necesario que se produzcan quiebras empresariales; esto es, que las explotaciones marginalmente menos rentables salgan del mercado (y se dediquen a fabricar otro tipo de bienes y servicios más valiosos). El Estado, al incrementar los precios o absorber la producción, impide este necesario reajuste. De nuevo, el ejemplo de la protección de la agricultura en Estados Unidos y en la Unión Europea durante el último medio siglo es suficientemente ilustrativo de lo arraigadas que siguen estas ideas.

14. Los precios máximos generan desabastecimientos. En ocasiones, lo intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan, sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población. El notable fracaso de los precios máximos no ha llevado, sin embargo, a que los políticos renuncien definitivamente a hacer uso de los mismos: en enero de 2011, por ejemplo, el presidente francés Nicolas Sarkozy propuso ante el G-20 un control internacional de los precios de las materias primas agrícolas con la idea de hacerlas asequibles a toda la población mundial.

15. Los salarios mínimos generan paro. Uno de los mitos económicos que sigue gozando de un mayor predicamento entre nuestras élites políticas, pese a que la ciencia económica ha puesto de manifiesto en reiteradas ocasiones todos sus errores, es que los salarios mínimos constituyen un mecanismo efectivo para incrementar los salarios. En realidad, como Hazlitt explica con claridad, los salarios mínimos no son más que un caso de precio mínimo que, por consiguiente, genera idénticas consecuencias: o provocan un incremento del paro o una redistribución interna de los salarios (unos suben a costa de que otros bajen). En todo caso, el escenario más habitual será el de un aumento del desempleo, lo que ademán dará lugar a una caída de la producción de bienes y servicios que padecerán todos los consumidores. Pese a ello, en 2011 casi todas las economías del mundo se veían políticamente sometidas a algún tipo de salario mínimo –ya fuera general o, más frecuentemente, sectorial a través de convenios colectivos–, dificultando el acceso al mercado de trabajo a las personas menos cualificadas y, por tanto, con una productividad marginal más baja.

16. Los sindicatos no elevan los salarios de todos los trabajadores. La doctrina marxista de la explotación capitalista sirvió para popularizar la idea de que los empresarios intentan, y consiguen, minimizar los salarios que abonan para así maximizar beneficios. Como si de un perfecto cartel se tratara, los empresarios no competían entre sí por captar trabajadores –lo cual empujaría los salarios al alza hasta que coincidieran con su productividad marginal descontada–, sino que se asociaban para mantener los sueldos a raya. Como contrapeso, pues, se consideró imprescindible que los obreros también se organizaran con el propósito de elevar sus salarios y, para tal fin, nacieron los sindicatos. Hazlitt, si bien opina que el empresario disfruta de cierto poder de negociación frente al trabajador, es consciente de que los sindicatos sólo sirven para elevar los salarios de los trabajadores afiliados, lo cual llevará a los respectivos empresarios a, si son capaces de hacerlo, incrementar los precios de sus productos y, por esta vía, reducir los salarios reales de los trabajadores no afiliados; o, si no son capaces de repercutir en sus precios los mayores costes salariales, a despedir a los trabajadores marginalmente menos productivos; por tanto, los sindicatos elevan unos salarios y disminuyen otros (incluso hasta el punto de desemplear a una parte de la fuerza laboral). Y frente a ello la solución no pasa por extender la sindicación a todos los obreros, pues en tal caso los salarios aumentarían a costa de los beneficios y, aparte de generar paro, ello sólo redundaría en una descapitalización de la economía y, por tanto, en menores salarios futuros. Aun así, los sindicatos siguen siendo una pieza omnipresente en casi todas las sociedades occidentales modernas a través de procesos propios del fascismo corporativista como son las negociaciones colectivas.

17. La economía no crece cuando se incrementan artificialmente los salarios. Uno de los pretextos generalmente aducidos para defender las alzas salariales es que los trabajadores deben cobrar lo suficiente para adquirir el producto que fabrican. En caso contrario, la producción se hundirá por una insuficiencia de demanda agregada: ¿quién comprará las mercancías de los empresarios si los obreros no cobran lo suficiente? El mito en torno a este argumento, que apela directamente al interés lucrativo del empresario, creció con la anécdota de que Henry Ford subió los salarios a sus trabajadores para que pudieran adquirir sus vehículos, lo cual aumentó de manera muy sustancial sus ventas. Por supuesto, el argumento se cae por su propio peso: no tiene mucho sentido que Henry Ford adelante a sus trabajadores el mismo dinero que, en el futuro y con suerte, espera recuperar por la venta de sus productos. El error es fácilmente detectable cuando recordamos que, en realidad, no sólo son los trabajadores quienes consumen; también los capitalistas, gracias a los beneficios de sus empresas, forman parte de la demanda agregada de bienes y servicios (aunque sean en forma de inversiones, esto es, de bienes y servicios de capital). Más salarios puede generar un mayor gasto obrero, pero también provocará un menor gasto capitalista. La cuestión no es, pues, si los salarios pueden absorber toda la producción nacional, pues los beneficios también constituyen una parte de la demanda; como indica Hazlitt, los mejores precios y salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que, al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción disponible para todos. Pese a ello, la opinión de que los aumentos salariales siempre son preferibles a las reducciones salariales sigue muy presente en nuestras sociedades; en España, por ejemplo, era evidente que durante la Gran Recesión muchos salarios tenían que reducirse para que muchas empresas evitaran la quiebra y pudieran comenzar a recuperarse. Sin embargo, no fueron pocos quienes apostaron por una subida de salarios que reanimara la demanda interna, aun cuando ésta ya era claramente excesiva como reflejaba el enorme y persistente déficit exterior del país.

18. Los beneficios son una parte esencial de la economía. Otro subproducto de la doctrina marxista de la explotación es que los beneficios son un robo al obrero y, por tanto, hay que erradicarlos. En realidad, sin embargo, los beneficios son, por un lado, una simple remuneración por adelantar el capital a los trabajadores y otro factores productivos (magnitud que podríamos llamar “beneficios ordinarios”) y, por otro, una remuneración por corregir errores empresariales y servir más eficientemente que el resto de empresarios al consumidor (lo que podríamos denominar “beneficios extraordinarios”). Sin beneficios la economía de mercado carecería de señales para asignar los recursos y para tratar de mejorar la calidad o de reducir los costes de aquellos productos que más urgentemente demandan los consumidores. Y, sin embargo, las denuncias y críticas contra los beneficios siguen siendo continuas en Occidente: los beneficios demasiadoaltos son vistos con sospecha, como si fueran el resultado de haber robado o engañado a la sociedad (cuando, si no derivan de un privilegio estatal, son justo lo contrario: el fruto de haber beneficiado a una enorme cantidad de individuos). Incluso los beneficios no demasiado altos pero que no vayan acompañados de creación de empleo son asociados con una renovada explotación capitalista. Por ejemplo, en 2010 las empresas españolas mejoraron ligeramente sus beneficios con respecto a las simas de 2009, uno de los momentos más duros de la recesión. No obstante, dado que ese aumento de los beneficios no fue asociado con creación de empleo (fundamentalmente porque, debido a la rígida regulación laboral, la única opción que tenían en España las empresas para reducir costes salariales era despidiendo a trabajadores), numerosos periodistas escorados a la antieconomía intervencionista no dudaron en denunciar los hechos como un abuso del capitalismo salvaje contra el bien común.

19. La inflación destruye la división del trabajo. El hechizo de la inflación ha sido una constante a lo largo de la historia. Dado que la mayoría de la población, incluyendo al Estado, suele ser deudora neta, la inflación ha sido vista como una velada estrategia de desapalancamiento. Como es obvio, las auténticas razones que hay detrás de la inflación se explicitan en muy pocas ocasiones; las más de las veces se suele justificar el recurso al envilecimiento de la moneda apelando a su capacidad para acelerar, aunque sea a corto plazo, el pleno empleo. Hazlitt hace como de costumbre un tratamiento bastante completo del tema: primero señala que la inflación es un impuesto oculto que redistribuye la renta desde una parte de la sociedad hacia el Gobierno y sus aledaños; luego advierte de que las dinámicas inflacionistas pueden volverse incontrolables, sobre todo cuando se deteriora con saña la calidad del dinero; más adelante recuerda que la única forma de lograr el pleno empleo es ajustando los precios relativos, entre los que destacan de manera especial los salarios, y critica que quiera alcanzarse este mismo resultado falseando el poder adquisitivo de los salarios nominales merced a la inflación; y, por último, recuerda que para incrementar el poder adquisitivo que sustente un determinado nivel de producción no es necesario provocar inflación, pues el poder adquisitivo, en última instancia, lo constituye la propia producción (como perspicazmente comprendió Jean Baptiste Say y sintetizó en su famosa Ley de Say). Los argumentos de Hazlitt, sin embargo, no han calado en absoluto en nuestra sociedad. Desde que escribió La economía en una lección el poder adquisitivo del dólar se ha hundido más de un 90% y, de hecho, durante la Gran Recesión, el único momento en seis décadas donde se percibía una tímida deflación, la Reserva Federal no dudó en multiplicar por tres sus pasivos para tratar de generar inflación en medio del aplauso generalizado de la práctica totalidad de economistas y políticos.

20. El ahorro es la base de la prosperidad. Acaso la última de las lecciones del libro sea el error que todavía se encuentra más extendido en nuestras sociedades. La llamada “paradoja del ahorro” –el sofisma que establece que el ahorro es beneficioso para el propio ahorrador pero perjudicial para el conjunto de la sociedad– ha impregnado a casi todos los colectivos sociales, hasta el extremo de llegar a sostener que el ahorro es un mero subproducto del gasto: sin gasto no hay renta y sin renta no hay ahorro. De poco ha servido que Hazlitt repitiera los sensatos argumentos tanta veces desarrollados por la Escuela Austriaca: que un aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo de interés; y que la causa de los ciclos económicos no cabe buscarla en el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de mercado. Pese a la contundencia de los argumentos austriacos, políticos, economistas y ciudadanos han continuado cegados por la idea de que el consumo estimula el crecimiento, tal como se comprobó nuevamente con los mal llamados “planes de estímulo”, aprobados en 2009 para combatir la Gran Recesión: una crisis desatada por el exceso de endeudamiento y de consumo (derivados ambos de la manipulación a la baja de los tipos de interés de mercado entre 2002 y 2006) que se pretendió contrarrestar con más deuda y más consumo.

Por desgracia, casi todos los sofismas que con la meticulosidad de un cirujano va desmontando Hazlitt siguen presentes en nuestras sociedades 65 años después de la publicación de La economía en una lección. De ahí que el paso de los años no haya restado un ápice de actualidad a la obra; será que ciertos sesgos liberticidas están casi tan asentados en nuestra naturaleza como inmutables son las leyes económicas que Hazlitt desentraña en esta magnífica obra con la que muchos nos introdujimos en el apasionante estudio de esta ciencia

https://www.mises.org.es/2019/02/un-prologo-a-la-economia-en-una-leccion/ 

La economía en una lección

Critica

¿Qué hay de nuevo viejo?

Como corriente de pensamiento económico y político los libertarios (de derecha) no son demasiado originales. Sus ideas son bastante viejas. Tanto o más viejas que las ideas dizque “socializantes” o “comunizantes” que combaten. Aclaremos que, para los libertarios, cualquier praxis o intervención ajena al mercado, merece ser catalogada como “socialista” o “comunista”. Dicha exageración semántica se funda en el principio delirante que establece que el trabajo (y el Estado) “explotan” al capital. 

Aunque comparten algunos lineamientos y fundamentos generales, no son una corriente homogénea. 

Simplificando al extremo, podríamos identificar tres grandes afluentes: los “clásicos”, cultores de las versiones más ortodoxas del canon liberal, referenciados principalmente con Milton Friedman y la Escuela de Chicago; los “minarquistas”, partidarios del “Estado cero”, identificados con Ludwing Von Mises, Friedrich Von Hayek y otros autores de la Escuela Austriaca y, finalmente, los “anarco-capitalistas”, cultores del individualismo extremo.   

De todos modos, es posible plantear la existencia de una “síntesis libertaria” bien reflejada, por ejemplo, en la obra del economista norteamericano Murray Rorthbard, autor de libros como Poder y Mercado, La ética de la libertad o Por una nueva libertad. Él fue quien propuso y divulgó formulas tales como “anarco-capitalismo” o “anarquismo de propiedad privada” y articuló las propuestas “minarquistas” de Ludwig Von Mises con los planteos de los “anarco-individualistas” norteamericanos del siglo XIX, especialmente: Lysander Spooner, Benjamín Tucker y los “anarquistas bostonianos”. 

También cabe señalar la influencia de Von Hayec, en especial la de su obra The road to serfdom, libro publicado en 1944. Una especie de Biblia para todo el arco libertario. O la de Henry Hazlitt, cuyo libro La economía en una lección, publicado en 1946, es una especie de breviario que oficia de introducción al pensamiento libertario. 

La diferencia entre anarco-capitalistas (y algunos cultores de la síntesis libertaria) y los clásicos “puros”, radica en que estos últimos no abjuran del recurso al Estado cuando se trata de defender o salvar a los intereses privados. Por ejemplo, no rechazan la ayuda estatal cuando está orientada a “los negocios”. Esa, y otras eventualidades intervencionistas por el estilo, están contempladas por su “ontología empresarial”. Los clásicos están muy lejos de los anarco-capitalistas que asumen posicionamientos radicalmente anti-estatales y una activa militancia en contra de los monopolios o las fuerzas armadas (del Estado), o que reconocen el valor de las actividades no mediadas por las lógicas del beneficio y la importancia de algunas empresas comunitarias.    

En Argentina los clásicos son herederos de una tradición vinculada con figuras como Alberto Benegas Lynch (padre) y Alberto Benegas Lynch (hijo). El primero, fundador del Centro para la Difusión de la Economía Libre hacia 1950; el segundo presidente de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fundador, en 1978, de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (ESEADE). Son varios los referentes actuales de esta tradición que, más que libertaria, se asume como “liberal” y/u “ortodoxa” y que, en la línea de Friedman, jamás renegaría del Estado coercitivo al que, por el contrario   exaltan. Hobbesianos convictos y confesos, los clásicos “puros” nunca podrían plantear, al modo de los anarco-individualistas norteamericanos y sus seguidores, que “la defensa” debe ser una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda. 

Por su parte, los referentes de las posiciones más cercanas al anarco-capitalismo, los que cultivan una retórica de ribetes más anti-estatistas, “minarquistas” o de “Estado cero”, los que pueden considerarse como exponentes locales de la síntesis libertaria, vienen incrementando su presencia en los medios de comunicación y están decididos a ganar espacios en el derrumbado ámbito público, interpelando al neoliberalismo de masas y a sus subjetividades e insatisfacciones inherentes. 

Vale decir que los libertarios clásicos están más enraizados en el poder real y han sido y son más pragmáticos. Han sabido hacer su aporte programático a las dictaduras militares y a los gobiernos conservadores o neoliberales. Los clásicos ven en el Estado una institución que, si bien puede afectar los intereses privados, en última instancia resulta clave para defenderlos. En todo caso aspiran al poder estatal para ponerlo al servicio directo de sus intereses sin mediaciones “ajenas”, para convertirlo en su “oficina”. Saben que el dinero necesita al Estado. Saben de la poderosa alianza entre los poderes estatales y el capital financiero. Saben bien cuanto depende el capital del Estado y, a diferencia de sus colegas anarco-capitalistas, no exageran a la hora de los cuestionamientos. 

Los anarco-capitalistas, sin esos arraigos, tienden a poner el énfasis en la función “agresiva” del Estado sobre el interés privado de la “gente común” y el “hombre sencillo” (en especial sobre sectores de las clases medias), de este modo, pueden darse el lujo de la demagogia anti-estatal.   

Al margen de estas distinciones, en el arsenal ideológico del abanico libertario podemos encontrar una buena porción de relaciones concebidas como sinécdoques, razón instrumental, evolucionismo, social-darwinismo, euro-centrismo, yanqui-centrismo, colonialismo, machismo y fundamentalismo de mercado. Por supuesto, todos los pliegues del abanico libertario consideran que la noción de “justicia” (respecto de los precios y los salarios, por ejemplo) debe ser erradica de la economía y que debe ser reemplazada por nociones tales como la “funcionalidad”. Su principal referente en la Argentina, Javier Miliei, suele decir que la noción de justicia social es una aberración. Sin dudas, Adam Smith, quien hace dos siglos y medio abolió la distinción entre subsistencia y economía e impuso el imperio de la escasez en la economía, es el padre de todos.

También podemos encontrarnos con las típicas falacias neoclásicas, entre otras: la escisión entre producción y distribución, la presuposición del equilibrio, la idea de que el beneficio privado (ordinario o extraordinario) invariablemente se canalizará en una inversión productiva y generará empleo; las ideas que establecen que la baja de los costos de producción eleva la demanda de trabajo, que el gasto público destruye gasto privado, que los impuestos destruyen salarios y riqueza, que los “obstáculos arancelarios” (impuestos a las importaciones, por ejemplo) reducen la productividad media del trabajo y el capital nacional, que la imposición de salarios mínimos genera desempleo, que toda intervención en los precios desorganiza la producción, que los contribuyentes constituyen una ínfima minoría en un inmenso océano de “subsidiados” y “funcionarios”. También la idea que plantea que el crecimiento económico es “ilimitado”, que el libre comercio siempre resulta beneficioso para las naciones, que la prosperidad de los y las de abajo no es otra cosa que una “ilusión óptica”; o el presupuesto que considera que las máquinas “economizan” trabajo y aumentan el bienestar económico en lugar de extraer “valor” del  trabajo. En fin, una auténtica “dogmática” bien sazonada con la exaltación (romantización) de la libre empresa y la valorización positiva del individualismo, el egoísmo, la voracidad, la competencia, la meritocracia, el emprendedurismo y el éxito “a largo plazo”. 

Nada nuevo bajo el sol: unas territorialidades antiguas, una expresión del clásico y grosero materialismo que considera a las relaciones sociales como “propiedades naturales” de las cosas; una visión de la economía donde el único problema es el déficit fiscal y no existen monopolios, flujos especulativos, fraudes corporativos, desposesión de activos mediante el fraude y la manipulación, acumulación por desposesión, concentración de la renta, apropiación de la riqueza, fuga de capitales, condicionamientos estructurales históricos (incluyendo las estructuras de propiedad), relaciones asimétricas, catástrofe ecológica, plusvalía, etcétera. 

En sus formulaciones más abstractas, estas ideas pueden parecer ingenuas y cándidas, fundadas en el desconocimiento del totalitarismo inherente al mercado capitalista (el “totalitarismo estalinista”, muy a pesar de Mario Vargas Llosa, no le llega ni a los talones), pero su sello más verdadero es el cinismo. Porque en el fondo, lo que los libertarios más valoran del mercado es su condición de dictador “orgánico”, “sistémico” y “económico”; un dictador encubierto que no rinde cuentas, un genocida invisible, un tirano enmascarado. Ese aspecto específico de su valoración del mercado, es manantial de autoritarismo y es lo que los convierte en atractivos para distintas expresiones reaccionarias, ultra-conservadoras, neo-fascistas.  

Entre los libertarios no faltan figuras con inserción académica. En cierta franja del estudiantado, especialmente en carreras de ciencias económicas y administración, en universidades privadas y públicas, hacen notar cada vez más su presencia. Pero este tampoco es un fenómeno tan nuevo. Por cierto, cuando Luwig Von Mises visitó la Argentina en 1959, sus conferencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires fueron multitudinarias.  

Ahora bien, algunos datos del contexto histórico, ciertas predisposiciones apostólicas recientemente adquiridas, la conformación de un espacio político libertario, un celo sacerdotal en la prédica, la tendencia a revestir sus argumentos con la fuerza de la provocación y una táctica renovada orientada a la disputa ideológica y, sobre todo, la debilidad política de los potenciales contendientes sistémicos, instalaron a las nuevas versiones de los libertarios como un fenómeno actual y apremiante. Al margen de lo vetusto de sus ideas y  propuestas, hay algo en los libertarios que no es del orden de lo arcaico. Algo  que es sumamente perturbador. 

No se puede pasar por alto la apertura de locales políticos de grupos libertarios en el conurbano bonaerense. ¿Por qué el ultra-capitalismo libertario y las filosofías del egoísmo pueden florecer en medio del disloque social que el mismo capitalismo provoca? ¿Cuál es la línea de fuga que los libertarios le ofrecen a los seres solos, frustrados, descreídos y agobiados por un sistema deshumanizador? Ya no se limitan a expresar los prejuicios y odios clasistas de una franja de la clase media acomodada, de esa franja que –usualmente– se caracteriza por su escasa propensión a elevarse a las alturas de la comprensión y la hermandad. Los libertarios, dispuestos a militar los excesos del capitalismo, justo en el centro mismo de esa geografía (y esa geocultura) híbrida, mestiza o “africanizada”, donde la realidad se exhibe sin tapujos y no hay ningún blindaje eficaz contra ella, son la mejor muestra del éxito del “realismo capitalista” del que hablaba Mark Fisher. 

Como ha arraigado socialmente la premisa que establece que las situaciones inhumanas son inmodificables, ya no importa determinar los hechos a los que obedece. Si la jungla es la única verdad, si la jungla es algo irremediable, pues bien, todas las convocatorias a ponerse la piel del opresor, a matarse por las migajas del sistema, a explotarse no solo de manera vertical sino horizontalmente, entre víctimas, a excluirse entre pobres y a discriminarse entre subalternos y oprimidos; todos los llamamientos a erradicar las acciones tendientes a hacerse prójimo; todos los relatos que exalten la lucha individualista por la sobre-vivencia, adquieren una enorme y aberrante legitimidad.  

En el marco de una crisis civilizatoria galopante, ante la universalización del “sujeto burgués”, ante el agenciamiento colectivo del deseo capitalista, ante el auge de “paradigmas de individuación”, ante la idealización de figuras intolerantes e impiadosas que niegan al otro/otra/otre cuyas necesidades “desestabilizan” lo que consideran “su” espacio privado, ante la ausencia de subjetividades y proyectos de sociedad alternativos al capitalismo y ante la derechización de amplios sectores de la sociedad, con proliferación de cristalizaciones micro-fascistas, nos enfrentamos al problema de la constitución de mayorías sociales “mórbidas” y a la política como cosecha del producto de la fragmentación y la diferenciación al interior del proletariado extenso y la destrucción neoliberal (apenas ralentizada por los “progresismos”) del tejido de solidaridades sociales.

2

La hora del super capitalismo

Los libertarios son la furia desatada del interés privado y de los derechos de propiedad individualizados. Proclaman la hora del super capitalismo. Quieren  liberar al proceso de acumulación de capital de toda instancia de regulación estatal, sacudirlo de cualquier modalidad ajena a la maximización del beneficio. Vinieron a proponer una idea de la libertad en su máximo grado de abstracción: la libertad rebosante de ideología capitalista, triturada por la alienación universal. De paso, arruinaron una de las palabras más bellas de la lengua castellana. 

Vale recordar lo que Karl Marx decía de la libertad en el marco del sistema capitalista: “…no se trata, precisamente, más que del desarrollo libre sobre una base limitada, la base de la dominación por el capital. Por ende este tipo de libertad individual es a la vez la abolición más plena de toda libertad individual y el avasallamiento cabal de la individualidad bajo condiciones sociales que adoptan la forma de poderes objetivos, incluso de cosas poderosísimas; de cosas independientes de los mismos individuos que se relacionan entre sí…”. 

Claro está, las condiciones y poderes objetivos impuestos por el capital (el peor liberticida del que se tenga memoria, el más truculento de todos) no cuentan para los libertarios, por el contrario, para ellos el límite a la libertad individual está en todo aquello que no permite el despliegue ilimitado y desenfrenado de esas condiciones y esos poderes objetivos. Y es que, para los libertarios, el capital no es un poder separado de la comunidad (y vuelto contra ella). 

Los libertarios quieren acabar con el principio de subsidiariedad, así lo exige otro principio que defienden a capa y espada: el del lucro indiscriminado. Ansían el poder sin responsabilidad. Abogan por la irresponsabilidad empresaria, social. Quieren una economía sin política. A diferencia de otros sectores de la derecha liberal (y del universo teórico neoclásico) no se escudan en la ética abstracta del capital: directamente se burlan de la ética. Consideran que el capitalismo funcionaría mucho mejor sin los “pesados lastres éticos”. Aunque no dejen de invocar viejas fórmulas como un mantra, están absolutamente convencidos de que el horizonte del “interés general” es una farsa a erradicar. En el fondo, ninguno de ellos cree que el interés individual pueda contribuir al bien común. Para ellos “lo común” es un espacio abierto a los procesos de apropiación privada, mercantilización y monetización. Para ellos no existen fines sociales y/o geopolíticos (por fuera la geopolítica propia del capital). 

En ciertos sentidos, los libertarios son absolutamente transparentes. Son soldados de la desigualdad, la depredación, la impiedad. Repudian el asociativismo, la cooperación y la solidaridad (sobre todo la de los y las de abajo). Justifican abiertamente el dominio despótico del capital y el maltrato al trabajo y a la naturaleza, militan la mercantilización más grosera. Se oponen a los que consideran “sentimentalismos” y a las políticas públicas “caritativas”. Saben cabalgar todas las tendencias descolectivizantes. A través de ellos, la derecha comienza a abandonar las retóricas de la neutralidad y la no confrontación.

Los libertarios buscan exceder el horizonte del monetarismo neoliberal y de las políticas “del lado de la oferta”. Pretenden ir más lejos todavía. 

El trasfondo de esta especie de porno-capitalismo, de esta convocatoria a una orgía burguesa, es un brutal autoritarismo (apenas disimulado) que puede llegar al punto de negar el derecho a la existencia de todo aquello que no cabe en sus patrones dogmáticos: una versión moderna y “mercantil” del fascismo, un fascismo de “amplio espectro” que, en la Argentina y en otros países, viene generando un campo de empatía que está más allá de los acuerdos entre los grupos más ideologizados. No es casual la presencia en el universo libertario de posturas negacionistas respecto del terrorismo de Estado durante la última Dictadura Militar (1966-1976). La dirigencia libertaria suele mostrar un elevado grado de empatía para con los represores. 

Ahora bien, desde sus emplazamientos ultra-reaccionarios, los libertarios operan en una fisura real de nuestra sociedad y rozan una verdad política. Maniobran sobre los núcleos de mal sentido del sentido común. La distopía que proponen no adolece de irrealidad, es decir, posee algún grado de concreción, habita muchas subjetividades, mora en diversos microcosmos oscuros de la sociedad.     

La presencia actual de los libertarios, el eco que sus propuestas encuentran en una parte de la sociedad, pueden verse como un emergente de la crisis del sistema capitalista, pueden considerarse como una de las tantas manifestaciones de la crisis civilizatoria global, exacerbadas en tiempos de pandemia. 

Los libertarios son una de las expresiones ideológicas del hipercapitalismo que más ha crecido en los últimos años. Pero este crecimiento guarda relación con las situaciones que la misma desregulación del capital ha generado en las últimas décadas: con todo lo que los pueblos retrocedieron en materia de bienes comunes, en materia de propiedad colectiva y estatal; con el avance de los modelos extractivistas y las formas de acumulación por desposesión, con la consolidación de mecanismos verticales de gestión. Cabe señalar que estas situaciones no fueron revertidas sustancialmente por los “gobiernos progresistas”, más allá las innegables reparaciones que alentaron en diversos campos. Entonces, los libertarios no irrumpen precisamente en un contexto de fuertes regulaciones al capital, en el marco de una correlación de fuerzas favorables a la clase trabajadora. O sea, son la expresión de un poder que hace tiempo se ha desatado. 

Asimismo, su crecimiento se puede vincular con el éxito del sistema en la “fabricación” de individuos estandarizados (“ultra-racionalizados”, formateados geo-culturalmente), pero también con el agotamiento de otras políticas (“de centro”, “reformistas”, “populistas”, “de izquierda”) que navegan en el marco del orden establecido y que resultan complementarias del mismo; políticas que en los términos de Félix Guattari, no producen “territorialidades de reemplazo”, o que, en términos gramscianos, no se proponen construir subjetividades, sistemas y bloques contra-hegemónicos (o que no logran dar pasos firmes en pos de esa construcción). 

De este modo, la presencia de los libertarios, no deja de ser, también, el signo de un enorme vacío político e ideológico y de un achicamiento (o un “adormecimiento”) de los espacios de retaguardia popular (materiales, sociales, culturales, simbólicos); un signo de la pobreza política (más que teórica) del “progresismo” y de la izquierda anticapitalista.  

Porque los libertarios crecen a medida que aumenta la inviabilidad de todo “capitalismo social” y de toda política “humanizadora” de las relaciones sociales asimétricas, a medida que el desarrollo histórico achica el margen para el “capitalismo reformista”, a medida que los supuestos proyectos nacionales y populares se reducen cada vez más a la gestión del estado de cosas existente y se limitan a una “mediación” entre los poderosos y los perdedores: una mediación que reproduce esa relación, poniéndole, en el mejor de los casos, algún freno a la voracidad de los poderosos, pero conservando a los perdedores en esa condición.  

Los libertarios crecen a medida que la izquierda anticapitalista (cultivando estilos apolíneos) gasta sus días en prácticas fragmentadas, testimoniales o conmemorativas, a medida que las dirigencias de las organizaciones populares y los movimientos sociales piensan burocráticamente en administrar la gobernabilidad más que en organizar el conflicto. ¿Qué pasará cuando entre en erupción la bronca acumulada? 

Por obra y gracia de los libertarios, la derecha comienza ocupar el espacio de “lo diabólico”, de lo contestatario, de lo culturalmente subversivo, de lo que rompe con la moderación del discurso político promedio (ya sea en su formato neoliberal o neo-desarrollista). Además, los libertarios no invocan su idea individualista de la libertad como si se tratara de un proyecto a futuro, convocan a ejercerla aquí y ahora (o celebran ese tipo de ejercicios). Intentan traducir el egoísmo en política. Esta postura les permite desarrollar capacidades de agitación del malestar social.

Frente a inviabilidad de las alianzas neo-ricardianas entre capital industrial y sindicatos, frente la quimera del un “capitalismo con rostro humano”, los libertarios responden con la apología a la renta terrateniente, inmobiliaria, principalmente financiera. Actúan como la vanguardia ideológica de la nueva derecha. 

Los libertarios quieren resolver la crisis sistémica profundizando cada una de sus causas estructurales, ya no administrándola o prorrogándola. Su estrategia se basa en el desarrollo de las anomalías del capital sin más dilaciones. Su propuesta, cruda, rabiosa, carece de artificios. A diferencia de los viejos liberales, no apelan a unos supuestos “valores espirituales”. Pregonan un capitalismo sin atenuantes. 

Los libertarios son la expresión del capitalismo desenfrenado y dionisiaco, del “espíritu animal del empresario ansioso de beneficio”. Son la ebriedad y el éxtasis de mercado. Son la irracionalidad más poderosa. Son la versión más exagerada de la tendencia “normal” de nuestras sociedades neoliberales, una tendencia orientada a reconocer a los valores de cambio como los únicos organizadores posibles de la producción de valores de uso. Una tendencia autodestructiva de la civilización del capital pero que nos arrastrará a todos y todas sino somos capaces de desarrollar un sistema alternativo. 

Aunque los grupos y las figuras actuales del abanico libertario se desgasten y se extingan en poco tiempo (después de un fugaz momento de gloria), no conviene considerarlos una secta efímera; aunque parezcan estancados en el estereotipo o en la parodia, lo que en verdad importa es el sentido de la tendencia histórica, y el papel que juegan en esa tendencia: arietes del proyecto de una derecha cada vez más “republicana” y menos democrática o, directamente, antidemocrática; minoría activa en torno de la cual puede llegar a gestarse una “cultura militante” de la derecha en un sentido más amplio. 

Todavía no han surgido las fuerzas políticas que, desde las posiciones del trabajo, desde los muchos y variados espacios comunales y resistentes, den cuenta de esa misma crisis sistémica y propongan vías para superarla, desde cristalizaciones desalienantes, desde cosmovisiones alternativas, con métodos radicales y con igual crudeza, a través de la eliminación definitiva de sus causas. Porque ese parece ser el gran dilema de nuestro tiempo: profundización o eliminación de las causas estructurales de la crisis sistémica. 

3

Fundaciones yanquis, anti-política y freak style

Para los libertarios una teoría simple, con tonos conspirativos, explica las causas de la fealdad del mundo, identifica amigos y enemigos: mercado y Estado, sector privado y sector público, contribuyentes y subsidiados, frugales y derrochadores, trabajadores y vagos. El mundo es feo porque la “gente con iniciativa”, la “gente que se esfuerza”, los “contribuyentes”, en fin: la “gente común” y “el hombre sencillo”, no acceden al premio del consumo, el bienestar y la prosperidad material, porque hay “villanos” que interfieren y hacen que el “esfuerzo” y el “mérito” no sean una garantía para lograr la meta: el Estado con sus impuestos, sus regulaciones, sus burocracias políticas y administrativas que no entienden el mecanismo automático del mercado; el Estado con su “gasto innecesario”, con su vocación por sostener a empresarios “marginales” e “ineficientes” y a la fuerza de trabajo “menos capacitada”. 

Los libertarios afirman que, si se dejara de mantener a los políticos y a otras castas parasitarias, si se eliminaran todos los subsidios, los contribuyentes dispondrían de muchos más medios para adquirir más mercancías. Es evidente que sobredimensionan deliberadamente los costos de la burocracia política y administrativa. 

Como el resto de la derecha maniobran sobre el mal sentido del sentido común que está diseñado a partir de la casuística, la prosa de parte o la “historia mínima”, a los fines de producir la “indignación” masiva por la caca de perro en las veredas, por el salario de un diputado rimbombante o un oscuro concejal y no por las diversas formas de la renta capitalista, por el contrabando a gran escala, por la perdida de soberanía de la Nación sobre sus recursos estratégicos o por el endeudamiento externo, para nombrar solo algunas pocas situaciones significativas. De este modo, intentan capitalizar las condiciones generadas por la cultura de masas y su agobiante empirismo, por la sociedad del espectáculo, por el imperio de lo superficial y lo contingente en la política, en fin: por el “olvido” impuesto a las clases subalternas y oprimidas respecto de las dimensiones relacionadas con la totalidad social, con el poder y con el futuro. 

Entonces, con planteos de ribetes pseudo “honestistas” y con aires de tecnocracia virtuosa, los libertarios buscan capitalizar el enorme déficit de la democracia delegativa mientras generan la ilusión de que son ajenos a los aparatos políticos tradicionales y a sus lógicas. Se presentan como algo diferente a los cuerpos políticos extraños. Aprovechan la crisis de representación para representar. De esta manera, logran avanzar en una politización de la antipolítica. Se convierten en un canal político e ideológico reaccionario del fervor antipolítico de una parte de la sociedad argentina. 

También la mismísima Nación puede aparecer como parte del “campo enemigo” –aunque no todos los libertarios lo reconocen abiertamente– dado que sus principios aglutinantes resultan onerosos. En fin, la única “comunidad” en la que creen es la “comunidad del dinero”. Por supuesto, también creen en las “comunidades de negocios” y en las “comunidades” generadas por las redes de fundaciones para “la libertad” y otras con nombres por el estilo dispersas por casi todos los países de Nuestra América, pero con una especial predilección por Argentina y Brasil. Cabe señalar que la fundación “madre” de todas las fundaciones libertarias actuales es la Atlas Economic Research Foundation presidida por el argentino Alejandro Antonio Chafuen, vinculada al mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos. 

Así de simple y cínico es el mundo libertario. Con menos meandros y alambiques que ese “mundo progresista” que considera que una “política popular” se reduce a la ciudadanía liberal, a la administración de la subsistencia de los y las pobres, a una cuestión impositiva o al reparto (en comodato) de algunas hectáreas de tierras fiscales a un par de familias campesinas. 

El mundo libertario tiende a ser mucho más realista y radical y, aunque resulte terrible, mucho más seductor para algunos sectores de la sociedad. Entre otras cosas porque los libertarios, sin disimular sus prejuicios egoístas, sin ahorrarse ninguna crudeza, rechazan las soluciones esquizoides que el mundo progresista promueve a través de la opción por los significantes anacrónicos del capitalismo; significantes “reformistas”, “fordistas” y otros similares que están en crisis desde hace unos cuantos años. Por ejemplo, los libertarios militan el extractivismo, la exclusión y la impiedad. Jamás se les ocurría plantear: “fraking con inclusión”, “agro-negocio con responsabilidad social” o “rentismo responsable”. Para los libertarios toda idea de justicia social remite lisa y llanamente a la caridad. A diferencia de lo que ocurre en el mundo progresista donde muchas veces se busca darle un barniz de justicia social a prácticas de fondo caritativo. Los libertarios asumen la faz impiadosa del capitalismo y no pierden el tiempo tratando de construirle unas máscaras humanas. Los libertarios son “clasistas”, su proyecto se identifica con las clases dominantes y no hay espacio para las conciliaciones. 

Aunque los libertarios expresen la voluntad de profundizar una tendencia real y concreta del mundo, su particular “estilo” los muestra como intentado rehacerlo. El grado de exageración es tan alto que los libertarios parecen anormales y contraculturales.  

No es casual, entonces, que los principales referentes libertarios sean personajes mediáticos, deliberadamente construidos. Bizarros, bien entrenados en el arte de injuriar, utilizan el arrebato y el insulto como recurso simplificador. El debate no les interesa en absoluto. Son performers televisivos de la sacralidad del mercado. Sin embargo, discusivamente, los libertarios rompen con la monotonía del gris de la política reducida a la gestión de lo que hay. 

La convicción empresarial que alimenta la ilusión del individualismo propietario, la apología de la especulación y la explotación, arrasa con la inconsistencia de los balbuceos liberales o populistas (esto últimos considerados, claro está, en términos absolutamente distintos a los de los libertarios, cuyos paradigmas no están en condiciones de diferenciar lo populista de lo popular). Los libertarios rompen, pues, con las propuestas inmediatistas. Rompen con el discurso promedio. 

Porque los libertarios (y otros grupos fascistizantes) no convocan a una felicidad de opereta, convocan a matar o morir en el mercado. Y cada vez importa menos que la contienda sea terriblemente desigual (algo que ya se sabe de memoria). Esa certeza ya no le resta credibilidad a un llamamiento que igual puede resultar tentador para quienes se aferran con uñas y dientes a un pequeño “privilegio” (por ejemplo: ser hombre, más o menos blanco, relativamente instruido, de clase media baja) y quieren hacerlo cotizar frente a quienes no lo tienen. Los libertarios no solo interpelan a yuppies, ceos o empresarios sino también a quienes pretenden erigir una aristocracia a partir de una ventaja miserable y a los que, desprovistos de cualquier ventaja, están hastiados de las agonías diferidas. Se trata de un llamamiento que, en un sentido más general, viene siendo atractivo para alguien que está cansado de soportar este mundo, pero está absolutamente descreído de la posibilidad de otro. Este tipo de convocatoria es la que les permite a los libertarios captar la energía molecular del deseo de una parte de la sociedad argentina. 

El mundo libertario no tiene, por ahora, un mundo emancipador/revolucionario con el que confrontar, por lo menos no uno coherente y masivamente identificado y vivenciado. En los últimos años, el radicalismo político pasó a ser un atributo de la derecha. La izquierda parece dormida, conservada como feto en frasco de formol, incapaz de producir coyunturas y de plantear alguna iniciativa en el terreno de las luchas (que siguen siendo fragmentadas y discontinuas). Lo que demuestra que las contradicciones, por sí mismas, no producen alternativas ni conciencia antagonista. 

Los libertarios dicen que vienen a acabar con la vida repleta de frustraciones de las clases medias (especialmente en sus estratos más castigados y empobrecidos). Dicen que vienen a barrer con la angustia que genera la fealdad del mundo. Y aseguran tener la clave para embellecerlo. Consideran que la sociedad capitalista es un paraíso que, en la Argentina, padece un régimen de ocupación. Y proponen liberarlo. Si bien su discurso se centra en la lucha contra la “ocupación” del Estado como principal instancia reguladora, su verdadero enemigo es el trabajo: las posiciones que el trabajo todavía conserva y el poco Estado que aún lo ampara legal y políticamente. Porque, no lo olvidemos, los libertarios sostienen que esas posiciones del trabajo y del Estado (absolutamente defensivas) expresan diversos grados de “explotación” del trabajo (y el Estado) sobre el capital. Los libertarios son una especie de policía de los valores de cambio, una policía cebada y lanzada a perseguir a los valores de uso. 

Podría decirse que los libertarios actuales constituyen, en buena medida, una “subcultura” con una buena estrategia publicitaria. Su función es más ideológica que política. Atentos a los códigos de época que celebran la rareza inofensiva (estilo freak), han construido un lenguaje y un formato relativamente masivos basados en una receta tan sencilla como eficaz: 1) La economía del pensamiento y la renuncia explícita a cualquier mirada profunda, crítica y sensible de la realidad. Todo rigor conceptual se considera artificiosidad. Todo sentimiento humano se considera pusilanimidad. No se trata de entender, sino de creer en las recetas de los “ganadores”. 2) Una apelación permanente a una retórica burguesa de la heroicidad y al prototipo del héroe burgués defensor de los y las contribuyentes. Pero, este caso, se trata de héroes poco esbeltos y sin mandíbulas volitivas: “héroes raros”. Esta apelación se expresa en el recurso a figuras políticamente incorrectas, freakys despeinados, eruditos apasionados y viscerales, invariablemente patéticos, que se plantan frente a las cámaras como posesos y claman venganza. 3) Un corrimiento deliberado y diáfano hacia uno de los polos (en este caso el más reaccionario) del escenario político; esto es: la abierta identificación con la derecha y la ultra derecha y la consiguiente ruptura con la moderación Zen, el juste-milieu y todas las inconsistencias típicas del liberalismo democrático.    

4

Ultraliberalismo de masas. Peligrosos bufones

En las últimas décadas, como nunca antes, el desarrollo del capitalismo ha contribuido a consolidar el imperio del fetichismo. Los perdedores y las perdedoras asumen el punto de vista de la ganancia y quedan ciegos y ciegas para la explotación, la plusvalía, la represión. Los y las de abajo reproducen (reproducimos) la lógica de los y las de arriba, habitan (habitamos) absortos y absortas dentro de la hegemonía burguesa. Al decir de Christian Ferrer: “las víctimas se han acostumbrado a colaborar con su desgracia y reproducen el mecanismo giratorio del infortunio”. Los desheredados y las desheredadas hablan el idioma del anticomunismo genérico, la lengua misma del opresor. Un anticomunismo genérico que adquiere sentidos abiertamente anticomunitarios. 

Amplios sectores de clases populares, los y las intelectuales (en un sentido extenso), han perdido la capacidad de indignarse frente al poder y su ostentación por parte de las clases dominantes. 

Hace 50 años había un cántico de la militancia popular que rezaba: “¡qué lindo, qué lindo, qué lindo qué va a ser/el Hospital de niños en el Sheraton Hotel! El Sheraton y todo lo que significaba remitía a una realidad intolerable para muchas semióticas simbólicas que invocaban expropiaciones justicieras. Hoy, Nordelta (para citar un caso entre muchos) parece totalmente aceptado, prácticamente naturalizado, como si se tratara de un dato más del paisaje donde se alternan campos de Golf y barrios cerrados con barrios populares, villas y asentamientos precarios. 

Lo sabemos: entre el Sheraton y Nordelta median un genocidio, unos procesos de electoralización y de precarización que hicieron su trabajo de zapa, especialmente en la sociedad civil popular. En todos estos años la sociedad argentina fue sometida a diversos reformateos aberrantes. ¡Cuánto han avanzado las “formaciones de poder” en las artes de disimular su propio funcionamiento! ¡Cuánto se han modificado las relaciones sociales, las subjetividades políticas, el lenguaje! ¡Cuánto han cambiado las formas de pensar y sentir! ¡Cuánto se ha perfeccionado la maquinaria de la cultura de masas del capitalismo!  

¿Algo, alguna vez, ya sean procesos largos y soterrados o acontecimientos intempestivos, podrá restituirnos colectivamente el sentimiento de indignación frente a tamañas injusticias? ¿Qué praxis hará posible el dislocamiento de los valores sociales dominantes y frenará el proceso de deshumanización? ¿Qué praxis podrá devolvernos la autonomía telética?  

El odio se clase se ha tornado unilateral. Las clases dominantes, los ricos, los “chetos”, odian la precariedad. Odian a los y las pobres. Y no les temen. Ni siquiera quieren pagar los costos de la anestesia o de la gestión ralentizada de la muerte, los transfieren hacía abajo. Desde ese odio (que los cohesiona), desde expresiones cargadas de violencia, convocan a diversos sectores de las clases subalternas: a las clases medias que poco a poco viran de la apatía a la maldad. Sin estas condiciones generales, sin los arraigos tan profundos e inalterados del neoliberalismo, los libertarios no tendrían eco en nuestra sociedad.    

Por eso es necesario politizar la supervivencia. Politizar la vulnerabilidad. Politizar el hambre. Reconstruir un lenguaje de confluencia social por abajo: mitos, territorios. Para contrarrestar la atomización y la ciudadanía buchona, contribuyente, consumidora y usuaria (una verdadera anti-ciudadanía). Para no confundir las políticas públicas del subsistencialismo contenedor, caritativo, con una política popular. Para hacer que el hambre se convierta en antropofagia.  Para que los y las que no tienen nada que perder vuelvan a ser peligrosos y peligrosas. 

El trabajo acrecienta cada vez más el poder que lo domina y lo sojuzga; mientras enriquece el mundo burgués, empobrece su propio mundo (material, social y cultural). Las conexiones sociales cada vez más aparecen como medio para lograr fines privados. En plena crisis sistémica, los mecanismos reproductivos de los ideales burgueses (junto con la producción de los sujetos por los objetos) han adquirido una eficacia inédita, un perverso automatismo.  La máquina de opresión funciona a pleno. Solo a través de la imposición de estas condiciones el capitalismo podrá seguir disimulando su esencial incompatibilidad con la democracia y la humanidad. 

Entonces, no debemos cometer el error de subestimar a los libertarios. Aspiran al ultraliberalismo de masas y cuentan para ello con un basamento social prefabricado, suficientemente modelado, más exactamente: manipulado. Esa parte de la sociedad más auto-referencial y más aislada en su propia conciencia, esa parte sometida a la descolectivización de la relación laboral o social-comunitaria, es su principal base de maniobras.  Hombres solos y mujeres solas que ya no esperan nada, subjetivamente replegados y replegadas. 

Los libertarios operan sobre las perplejidades de la “gente común” y el hombre sencillo”, en especial sobre la perplejidad de habitar un país donde la modernidad idealizada (blanca, masculina, capitalista, desarrollada, pudiente, jerarquizada, consumista, “civilizada”, hollywoodense, irresponsable) no puede ser una experiencia social cotidiana. Esta modernidad es la normalidad deseada e imposible que sólo existe en la conciencia intelectual de la “gente común” y el “hombre sencillo”. ¡País de mierda!, dice la “gente común”, ¡hay que matarlos a todos! dice el “hombre sencillo”, cuando esa experiencia social “desinfectada” se le muestra esquiva. La “gente común”, el “hombre sencillo”, suelen ser seres carentes de personalidad que solo respetan al poder que tratan de imitar. 

Los libertarios no solo se nutren de la soledad, el egoísmo, la arrogancia y la impiedad producidos por la máquina de opresión, sino que también maniobran sobre las angustias y el hastío (y también sobre los deseos insatisfechos) de esa parte de la sociedad argentina que no puede vislumbrar una contra-modernidad. Así, el egoísmo y la impiedad encuentran un terreno cada vez más amplio donde enraizarse. 

Los libertarios pueden considerarse como un síntoma de un círculo fatal basado en un proceso de retroalimentación política entre el capital y los seres destructivos (autodestructivos) que produce, entre el avance de la economía mercantil y la alienación social. ¿Estaremos frente a nuevo ajuste histórico de la macro política del capitalismo a su micro política?  

Lo incontrastable es que se torna cada vez más necesaria una praxis política capaz de intervenir de forma inmediata en la vida cotidiana de las clases subalternas y oprimidas, especialmente en los espacios en donde laten tendencias rupturistas respecto del fetichismo y la alienación. Esas praxis micro-políticas resultan tan importantes como las praxis macro-políticas, es decir, como el horizonte (el proyecto) emancipador capaz de exceder las limitaciones del reformismo institucional. En la articulación de esas praxis está la clave para la construcción de máquinas emancipadoras. 

Finalmente, sostenemos que las clases dominantes recurren a los libertarios, principalmente a sus expresiones más “radicales” y mediáticas, como vanguardias para instalar determinados temas en la sociedad. Los utiliza como constructores del sentido común reaccionario, como catalizadores de los micro-fascismos que atraviesan nuestra sociedad.  

Bufones peligrosos, los libertarios les sirven a las clases dominantes para “popularizar” la flexibilización laboral, la desregulación económica, la privatización; para idealizar el perfil “fisiocrático” de la Argentina; para promover el desarrollo de un Estado en clave penitenciaria; en fin, le sirven para ampliar los márgenes del mercado capitalista y el Estado de malestar

 

https://tramas.ar/2023/08/16/libertarios-de-ultraderecha/

No hay comentarios:

   The World Ahead, The Economist, y que presentará las tendencias clave que influirán en 2025 "The World Ahead" es uno de los l...