Reflexiones sobre Ciencia-Economia-Sociedad. Enlaza con blog articulos claves y con el blog: transiciónsocieconomica..http://transicionsocioeconomica.blogspot.com.es/
(A raiz de un tuit que tuvo buena acogida,
decidimos convertirlo en entrada para NeG, por su capacidad pedagógica
acerca de las intervenciones en economía. Algunos de los ejemplos
derivan de ideas aportadas por otras personas, a las que cito en cada
caso).
Los agentes responden a los incentivos. Y eso es la economía.
Veámoslo con un ejemplo paradigmático expuesto en Freakonomics
(Levitt y Dubner, 2006). En la India bajo bandera de Reino Unido, hubo
un problema con la población de cobras (serpientes) en las calles, que
amenazaba a la ciudadanía. Para tratar de mitigarlo, el Gobierno
colonial estableció un incentivo claro: una recompensa por cada cobra
que fuese capturada.
Así, la ciudadanía internalizó dicho incentivo y, en busca de un
mayor número de piezas capturadas, en lugar de matarlas en libertad, lo
hicieron en cautividad. Es decir, la población se dedicó a criar cobras.
Pero el verdadero problema se dio cuando el Gobierno se percató de
cómo estaban obteniendo las cobras quienes querían la recompensa.
Inmediatamente acabó con esta ayuda y…¡aumentó el número de cobras, al
ponerlas en libertad quienes las criaban!
Este ejemplo ilustra lo que la imagen resume: una medida bien
intencionada (intervención pública, habitualmente), que consigue el
efecto opuesto al pretendido. Pero esta anécdota no es, por desgracia,
un caso aislado. Y, de hecho, múltiples políticas a lo largo de la
historia han alcanzado similares efectos.
El objetivo de esta entrada es detallar alguno de ellos para que
sirvan como ejemplo a docentes, ciudadanía y, sobre todo, a servidores
públicos que deben velar por el bien común: no evalúen la intención sino
el resultado.
Disfruten de los errores que a continuación les mostraremos. Son relatos salvajes….:
Fuente imagen: @sketchplanations
Tener muchos hijos para ganar guerras al enemigo, pero no al futuro…
David Cuberes resumía un post sobre Malthus y la isla de Pascua, basado en un artículo de De la Croix y Dottori (2008).
En él se analiza por qué razón en la isla de Pascua (Chile), la
población indígena prácticamente desapareció por sí misma, sin
intermediar colonizadores.
Cuentan los autores que en la isla vivían varios clanes que se
enzarzaron en guerra por el control de la isla. Y la tecnología bélica
que existía allí consistía básicamente en mano de obra: los mayores
ejércitos tenían una mayor probabilidad de ganar. Esto llevó a una
rápida sobrepoblación de la isla por parte de los clanes (teniendo
muchos hijos), y esta presión demográfica instó a los Rapa Nui a
cultivar la tierra de una forma intensísima. Llegó un punto en el que,
sencillamente, no había forma de alimentar a toda esta población y la
hambruna se apoderó de la isla, diezmando su población.
En definitiva: los diferentes clanes decidieron un día tener muchos
más hijos para garantizar su supervivencia y fue precisamente esto lo
que les llevó a su casi total extinción.
Esclavo bueno, ¿esclavo muerto? (Video explicativo en Youtube.)
El 1787, el gobierno británico contrató capitanes de barco para que
transportasen prisioneros hacia Australia. Las condiciones en el primer
viaje condujeron a que un tercio de los convictos fallecieran y, además,
con lesiones para el resto. Esto generó críticas sociales, no solo de
la población británica alentada por los periódicos, sino también de la
iglesia e incluso del Parlamento, que estableció regulaciones para que
se dispensase un trato humano a los presos en esos viajes.
Todas estas críticas, ¿a qué condujeron? A nada. En los siguientes
viajes, la población reclusa seguía sufriendo similares resultados que
en el viaje original.
Y es aquí cuando los economistas hacen su aparición, generando los
incentivos correctos. De esta forma, en lugar de pagarle al capitán del
barco por cada recluso embarcado, el Gobierno comenzó a remunerar solo
por aquellos que llegasen vivos.
¿Adivinan el resultado? ¡Efectivamente! La tasa de supervivencia pasó
del 66% al 99%. Los incentivos hicieron más que las críticas de la
calle, la iglesia y los consejos gubernamentales…..
Ayudar a comprar vehículos en España para que los precios aumenten.
Aunque no es política única del Gobierno de España, en múltiples
ocasiones se han utilizado subsidios para la sustitución de vehículos
por otros nuevos y, supuestamente, menos contaminantes.
Jiménez, Perdiguero y García (2016)
evaluaron si estas ayudas públicas eran efectivas, incentivando la
sustitución y no incidiendo en el precio. El resultado es contundente:
de una parte, el incentivo no genera nueva demanda; y de otra, y a pesar
de lo anterior, los productores se apropian de la mayor parte de la
ayuda.
En otras palabras: el Gobierno invierte dinero público para abaratar
los coches nuevos más eficientes y esta se convierte en un subsidio a la
industria, que los encarece.
Aumentar impuestos y pedir a sus ciudadanos que sigan comprando (gracias a Raúl Bajo, @raulbajob)
En febrero de 2016, el Gobierno portugués aumentó los impuestos a los
hidrocarburos. Cuatro semanas después, en una ampliamente difundida
entrevista al ministro portugués de Economía, este instó públicamente a
sus ciudadanos, sobre todo a aquellos que viven cerca de la frontera con
España, a no cruzarla para llenar los depósitos de combustible de sus
coches en España, país donde los impuestos (y precios) eran menores.
Bajo-Buenestado y Morella Mas (2019)
muestran que esta entrevista hizo más destacada la reforma fiscal para
los consumidores y, paradójicamente, la mayor parte del impacto que la
reforma tributaria tuvo sobre las estaciones de servicio españolas
situadas en la frontera con Portugal fue inmediatamente después de la
entrevista del ministro. Es decir, que el ministro tratando de reducir
los efectos del impuesto, magnificó su existencia y alertó de la
existencia de un incentivo, consiguiendo precisamente lo opuesto.
La política “One Child” fue establecida en 1979 como medida de
control de la natalidad para evitar el crecimiento de las zonas urbanas,
principalmente. Para su éxito, las autoridades incluían multas en la
renta y factores similares que garantizasen su ejecución. Esta política
condujo a mujeres al aborto, sobre todo si el futuro bebé era una niña.
Abolida en 2015, datos de 2019 muestran unas consecuencias (quizás)
inesperadas. Es costumbre en China que los padres concedan una “dote” a
sus hijos varones, consistente principalmente en el pago de la boda,
dinero y propiedades. Pero la política ha reducido el número de mujeres
disponibles para el “mercado de matrimonios”, con lo que la escasez
aumenta directamente su “precio”.
¿Implicaciones? El “precio” (disculpas por este tratamiento, solo
transcribo la realidad) de las novias ha aumentado. Hace 10 años, la
dote media estaba en 2-3 mil yuanes y en 2018 ronda los 200-300 mil.
Ello supone que las familias deben ahorrar en torno al 38% de su renta y
endeudarse para casar a su hijo varón.
Pero el aumento del ahorro y endeudamiento no son la única
consecuencia. Al encarecerse las dotes, los jóvenes pobres,
principalmente residentes en zonas rurales, no pueden acceder a casarse,
con lo que se generan problemas sociales relevantes, generados por 60
millones de solteros, de baja renta, que de ser potenciales apoyos para
la vejez de sus padres, suponen ahora una carga para sus familias.
Algunos emigran a la ciudad en busca de mayores rentas pero, cuando
ahorran, son “viejos” para casarse.
La salud, el gran incentivo…(gracias a este hilo de @AndreuOrestes)
Doleac y Mukherjee (2019)
mostraron cómo en EEUU facilitaron el acceso a la naxolona (un
medicamento para casos de sobredosis) y no consiguieron reducir los
fallecimientos por abuso de opioides. ¿Por qué? Pues porque esta medida
hizo “más seguro” el tener una sobredosis.
Respecto a políticas de natalidad, Pfeifer y Reutter (2020)
estudiaron, principalmente en Alemania, el efecto sobre el número de
embarazos al no tener que ir al médico para conseguir la pastilla del
día después, sino conseguirla en una farmacia directamente.
Contrariamente a lo esperado, aumentaron un 4%, ya que las mujeres entre
25-34 años relajaron su comportamiento respecto al uso de
anticonceptivos.
Buckles y Hungerman (2016)
evaluaron cómo el regalar preservativos a los adolescentes para evitar
embarazos no deseados condujo a un incremento del 10% de tales embarazos
en los años 90 en EEUU. Este resultado negativo se alcanzó en aquellas
comunidades en las que no se aportó asesoramiento en materia sexual
junto a esta facilidad en el acceso a los preservativos.
Los criterios de género en los procesos de selección de las universidades (Gracias a Gabriel Doménech, @GdomenechP; y Antonio Maudes, @amaudes)
Otro efecto cobra, este más reciente: El Tribunal Supremo avala que las universidades incluyan una variable de género en los criterios
para seleccionar los departamentos donde crear nuevas cátedras. Esta
política, aunque no ha sido evaluada, podría generar que aquellos
departamentos de Universidades Públicas con mayor proporción de
Catedráticos (hombres), puedan disponer de una ventaja adicional y, por
lo tanto, prioridad para crear nuevas plazas.
Es decir, se estaría premiando con la posibilidad de nuevas plazas a
los departamentos menos igualitarios, con el agravante, además, que el
ganador/a de esa plaza no tenga por qué ser una mujer. ¡Con lo cuál, el
mejor resultado para el Departamento es que la volviese a ganar un
hombre!
Moraleja:
El cambio se genera solo por los incentivos. Evaluemos previamente
cada política para conocer a qué incentivos afecta y cómo estos
moldearán el comportamiento.
A lo largo de la historia se ha asistido a distintas revoluciones tecnológicas. La Primera Revolución Industrial,
allá por el siglo XVIII, se resume en la mecanización de la industria
textil en Gran Bretaña a partir de la energía generada por la máquina de
vapor. Trabajos que hasta entonces se habían realizado a mano y de
forma dispersa, pasaron a realizarse con máquinas y a concentrarse en
localidades determinadas. La Segunda Revolución Industrial
tuvo lugar en el inicio del siglo XX y tiene su concepto clave en la
línea de montaje ideada por Henry Ford. Se basaba en producciones en
masa, dominadas por grandes conglomerados industriales dependientes del
petróleo y sus derivados. La Tercera Revolución Industrial, es un concepto de Jeremy Rifkin
de comienzos de este siglo, viene de la mano de la conjunción de las
nuevas tecnologías de comunicación, las nuevas energías renovables y su
incorporación a los procesos tradicionales de producción. Todas ellas
comparten características comunes como la sustitución de la fuerza
laboral humana por la máquina, además de una mejora sustancial en la
rapidez y la eficiencia en el proceso productivo. Sin duda, gracias a
todas ellas se mejoró la calidad de vida de los trabajadores,
requiriendo menores esfuerzos físicos y pudiendo recortar las jornadas
laborales y mejorando la productividad.
En la actualidad estamos asistiendo a una nueva revolución, la llamada Cuarta Revolución Industrial.
Una revolución tecnológica que está permitiendo una gran transformación
digital. La difusión de Internet y de las nuevas tecnologías ha traído
consigo desarrollos económicos y sociales nunca antes imaginables, así
como la proliferación de nuevos modelos de negocios diversos e
innovadores. Aunque pocos ponen dudas del impacto positivo sobre la
productividad que tendrá esta última revolución digital, existe una
cierta ambigüedad sobre cuáles pueden ser los efectos sobre el empleo.
Se nos ocurren tres canales a través de los cuales esta nueva tecnología
inteligente puede afectar al empleo: i) cuando la tecnología digital es complementaria
al factor humano, los trabajadores se vuelven más eficientes y, por lo
tanto, sus puestos de trabajo no peligran, en todo caso aumentará su
demanda; ii) cuando la tecnología digital es sustitutiva
del factor humano, los trabajadores son sustituidos por la
automatización (o robótica inteligente) y, por lo tanto, sus empleos
están en peligro; iii) cuando la tecnología digital permite la creación de nuevos bienes y servicios innovadores,
que demandarán nuevos empleos para producirlos. Luego, los riesgos para
el empleo aparecen sólo cuando la tecnología es sustitutiva del factor
humano. Los puestos de trabajo que requieren unas habilidades
sustitutivas de los robots en mayor o en menor grado van a desaparecer.
Pero en la medida en que los canales i) y iii) generen suficiente
empleo, el efecto neto sobre el empleo será positivo, tal como ocurrió
en las primeras tres revoluciones industriales.
Los cambios tecnológicos que hemos experimentado en el pasado han
permitido el desarrollo de funciones de producción más eficientes con la
consiguiente reducción de los costes de producción y con ello a una
caída de los precios de venta a los consumidores. Precisamente, fueron
los precios más bajos gracias a la nueva tecnología los que permitieron a
los consumidores aumentar su renta disponible y consumir más bienes y
servicios y con ello aumento el empleo neto. Esta vez, ¿por qué no va a
ser lo mismo? Es decir, puede ocurrir que se produzca una
transformación del empleo y no una destrucción neta del mismo. Estamos
entrando en el terreno de la especulación pues aún nos falta mucha
información. Hay algunas características que hacen pensar que esta vez
puede ser diferente. Todo dependerá de los limites de la inteligencia
artificial y si ésta será capaz de conseguir que los autómatas o las
máquinas puedas hacer mejor que los humanos las tareas no rutinarias.
Desde luego, tal como nos ha contado Floren en diversos post (aquí, aquí y aquí),
esta nueva revolución digital va a tener un gran impacto, entre otras
cosas, en las relaciones laborales, en la desigualdad o la polarización
ocupacional. Analizaremos estos aspectos en el blog.
Sin duda, la economía digital generará un desplazamiento de
trabajadores de unos sectores u ocupaciones hacia otras. Aunque el
efecto acabe siendo positivo para el empleo neto, no hay duda de que van
a desaparecer aquellos empleos donde el factor humano es sustitutivo de
la tecnología. Y aquí, el reto es doble. Por un lado, debemos adaptar
el sistema educativo y de aprendizaje permanente (incluidas la formación
profesional y las políticas activas) a la nueva realidad de la economía
digital para que los trabajadores desplazados por la tecnología en el
futuro sean los menos posibles. Pero por otro lado, dado que la
transformación digital está siendo rapidísima, nos vamos a encontrar sin
mucho margen de reacción con muchos trabajadores desplazados con muchas
dificultades de re-emplearse en otras actividades. Es precisamente por
este motivo, por el cual se está empezando a hablar con mucha intensidad
de la renta básica
como mecanismo de protección frente a la pobreza para estos
trabajadores desplazados. La renta básica (RB) se define como el derecho
de todo ciudadano y residente acreditado a percibir una cantidad
periódica que cubra, al menos, las necesidades vitales sin que por ello
deba contraprestación alguna. Al no llevar contrapartida alguna tiene la
ventaja de que los incentivos a la búsqueda del empleo son correctos
(la percibes tanto si trabajas como si no trabajas). Pero tiene la
desventaja de que o bien rediseñas todo el Estado del Bienestar o bien
es excesivamente cara. Quizá por este motivo, están apareciendo
propuestas que proponen dar subsidios, rentas mínimas o ayudas
permanentes únicamente a los desempleados de larga duración o
desplazados del mercado laboral con bajas probabilidades de
recolocación. Muchas de estas propuestas, sin duda bienintencionadas,
pecan de ingenuidad al no tener en cuenta los incentivos perversos sobre
la activación laboral. Es decir, ¿qué incentivos tiene un desempleado a buscar empleo si consiguiéndolo pierde la ayuda?.
Veámoslo con un ejemplo, supongamos un trabajador desempleado de
larga duración con hijos y que de acuerdo con los criterios establecidos
tiene derecho a percibir una renta mínima. Por simplificar, supongamos
que la renta mínima asciende a 6000 euros al año. El trabajador si
acepta una oferta de empleo deja de cumplir los requisitos de estar
desempleado y pierde la ayuda. Supongamos que el salario que le ofrecen
es de 6000 euros anuales. En este caso percibirá la misma renta anual
que antes (con el subsidio) pero tendrá que trabajar. Luego, es como si
estuviera sometido a un impuesto del 100% por el trabajo o, dicho de
otra forma, trabaja por nada. El desincentivo, por mucho que los
servicios de empleo o inspectores laborales estén detrás de él para
obligarle a aceptar el empleo, es inmenso. ¿Qué se podría hacer para
conseguir el mismo efecto protector sobre el trabajador desempleado pero
al mismo tiempo con los incentivos correctos en la búsqueda de empleo?.
Por suerte, ya está inventado. Mejor que nosotros, lo explica Milton Friedman en el siguiente video.
Es decir, para corregirlo basta con introducir lo que se llama una negative income tax. Podríamos llamarla renta mínima (con incentivos).
Veámoslo con nuestro ejemplo. Es decir, si el trabajador está
desempleado obtiene un subsidio de 6000 euros. Para que el trabajador
tenga incentivos a buscar empleo, el Gobierno se compromete a quitarle
sólo una parte del subsidio, no todo, si acepta un empleo. Supongamos
que la bonificación es del 50%, en este caso si el trabajador encuentra
un empleo de 6000 euros anuales, el subsidio pasará de 6000 a 3000 y la
renta total de trabajador sería de 9000 (6000 de salario y 3000 de
subsidio). En el siguiente gráfico vemos cómo evoluciona la renta total
con respecto al salario del trabajador.
Gráfico 1. Evolución Renta mínima (con incentivos) para distintos niveles de Salario
La introducción de un mecanismo de incentivos al empleo similar al
descrito en el ejemplo, permite mejorar la propuesta de apoyo a los
trabajadores desempleados pues les garantiza la misma protección frente a
la pobreza pero además mantiene los incentivos dinamizadores a la
búsqueda de empleo. Por otro lado, es menos costosa en términos
presupuestarios, pues a medida que el salario sube, la renta mínima (con
incentivos) es menor hasta acabar desapareciendo para un salario
suficientemente alto.
En nuestra opinión podríamos empezar a utilizar esta renta mínima
(con incentivos) en el colectivo con mayor problema de empleabilidad y
con mayor problema de pobreza: los parados de larga duración sin
prestación. Nadie pone en duda que éste es el auténtico problema de la
economía española (aquí , aquí o aquí Marcel, Sam y Nacho García nos han iluminado bastante al respecto), y
que nos va a acompañar por mucho tiempo. Trabajadores sin estudios, con
experiencia profesional en sectores sin futuro (como la construcción) y
con familias a cargo. No solucionar este problema generará más
desigualdad y pobreza. Además, haciéndolo, conseguiremos un buen banco
de pruebas para los trabajadores desplazados que, como hemos puesto de
relieve al inicio del post, traerá la incipiente cuarta revolución
industrial.
Es Doctor en Economía por la Universidad Carlos III de Madrid,
Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico en la Universidad
Complutense de Madrid, y subdirector de Fedea.
Campos de Investigación:
Economía Política, Economía Publica (mercado de trabajo y sistema de
pensiones) y la Macroeconomía.
Recientemente ha escrito el libro “¿Qué será de mi pensión?” (Península
(Planeta))
El otro día un lector decía en un tweet que estaba deseando que
llegara el verano por nuestras recomendaciones de lectura. Y como estaba
leyendo un libro estupendo del que saco el título de esta entrada pensé que valía la pena comentarlo (aviso: el autor, Sam Bowles, es amigo y hemos trabajado mucho juntos en el proyecto Core).
La tesis del libro se resume perfectamente en el título: es difícil, o
peor, puede ser contraproducente, gestionar la economía “como si” los
individuos no tuvieran sentimientos morales (y yo añado, aunque el autor
no hace suficiente énfasis, también es un problema gestionarla como si
no tuvieran sentimientos “inmorales”).
El libro detalla la historia intelectual, de Maquiavelo a Bentham,
pasando por Hume, Rousseau y Smith, del diseño de instituciones “como
si” los humanos fueran amorales. Hasta llegar al análisis económico de
nuestros días, que durante mucho tiempo se desarrolló siguiendo el
paradigma del “homo oeconomicus”. En algún sentido no es una mala idea,
el agente amoral, exclusivamente interesado en su propio bienestar, es
un punto de partida natural, y ciertamente hay una parte sustancial de
los humanos que se comporta así tanto en el laboratorio como en el día a
día. Pero el argumento del libro es que diseñar instituciones solamente
para este individuo puede ser un problema.
El libro aclara que construir mecanismos sociales de esta manera no
es un gran problema si los incentivos materiales y morales son
“aditivamente separables”. Es decir, si la recompensa material y moral
por realizar un acto se suman, y alguien me paga por llevarlo a cabo, lo
peor que puede pasar es que el dinero sea derrochado por algo que
igualmente se habría hecho. Pero esto no es así siempre. Si recibir un
pago monetario por una acción disminuye mi placer intrínseco de su
realización podemos acabar peor que como comenzamos.
El libro ilustra este problema con un ejemplo que a los lectores más regulares les sonará porque ya se lo contó Pedro.
En una escuela en Haifa descubrieron que poner una multa los padres que
llegaban tarde a recoger a sus hijos (y por tanto creaban un problema a
los profesores, que salían más tarde) en realidad aumentó el nivel de
incumplimiento de los padres. Claramente algunos padres que antes se
comportaban bien porque eso era “lo que tocaba” aunque tuvieran que
hacer un pequeño sacrificio (dar por terminada una reunión algo antes, o
cortar a un colega en medio de una conversación de negocios), ahora
simplemente pagaban la multa y se evitaban el problema en el trabajo.
Otro ejemplo del libro, quizá más importante desde el punto de vista
de diseño institucional, está asociado con el jefe del cuerpo de
bomberos de Boston. Ante una sospechosa “epidemia” de bajas laborales
por enfermedad los lunes y viernes en el año 2001, decidió eliminar la
generosa política del departamento sobre bajas de enfermedad pagadas de
manera ilimitada. El resultado fue que ese año se “decuplicó” el número
de bomberos que tomó una baja en Navidad y Año Nuevo, y duplicó el
número de días de baja durante el año siguiente. Parece que muchos
bomberos, insultados por la falta de confianza respondieron no yendo a
trabajar cuando tenían pequeñas molestias como hacían antes. Por cierto,
aunque probablemente no hay aún estudios, estaría bien ver que pasó en
España en los últimos años cuando este tipo de políticas restrictivas
con las bajas por enfermedad se han multiplicado en el sector público.
Esto no quiere decir que los incentivos monetarios no funcionen, en
estas páginas hemos también dado muchos ejemplos (desde profesores a trabajadores de salud. Simplemente quiere decir que hay que tener cuidado porque hay muchas más motivaciones para el ser humano.
El libro reseña muchos más estudios (entre ellos esta impresionante
investigación sobre la posibilidad corruptora de los mercados que les contó Anxo hace poco)
y es bastante más profundo de lo que yo pueda contar aquí en mil
palabras. Pero para ganarme mi salario como “crítico” tengo que decir
que echo en falta un poco más de énfasis en un par de puntos
(estrictamente hablando se mencionan los dos, pero creo que no se les da
el lugar central que merecen).
La primera cuestión es que los individuos son diferentes entre sí.
Una de las cosas que he descubierto y analizado de manera más exhaustiva
en mi investigación (por ejemplo aquí)
es que los individuos varían mucho en sus inclinaciones a respetar las
“normas sociales”. Los incentivos son un mensaje sobre lo que
respetamos, sí, pero a veces hay que enviar ese mensaje. Por poner un
ejemplo que está también en el libro, la cooperación en un grupo tiene
una tendencia desafortunada a disminuir si uno no hace nada, como se
puede ver en el siguiente gráfico que recoge resultados de experimentos
de contribución a los bienes públicos en todo el mundo.
Una misión de los incentivos monetarios, es decirle a la gente que
contribuir es bueno y tiene una recompensa. Claro que otra solución es
castigar al no cooperador, como se hace en experimentos parecidos. Pero
castigar es también un bien público, y no es seguro que funcione
siempre. A mí me dicen muchos profesores, tanto universitarios como de
escuelas e institutos, que es lamentable que todo el mundo reciba la
misma recompensa cuando ellos hacen mucho más esfuerzo. La falta de
incentivos es también un mensaje, en este caso de que da igual lo que
hagas. Y eso importa, mucho.
La segunda cuestión es que las preferencias sociales también tienen su lado oscuro, como descubrí en un trabajo de investigación reciente,
que ya les describiré con más detalle en otro momento. En nuestro
experimento tenemos un agente que informa a otro. Imaginen a un vendedor
recomendando un producto a un comprador. El vendedor puede recomendar
algo que le venga bien a él mismo (quizá tiene una comisión del
productor) pero no necesariamente al comprador o lo que le venga bien al
comprador. Ese conflicto de interés (la comisión) no existe siempre,
porque si no sería muy difícil que se le hiciera caso al vendedor. Con
preferencias egoístas uno esperaría que el vendedor recomendara el
producto con comisión cuando la tiene, o que recomendara el producto que
conviene al comprador cuando no hay comisión. Los resultados a los que
alude Bowles sugieren que las cosas no pueden más que mejorar cuando
tenemos en cuenta que mucha gente es "moral", pues esta gente
recomendará el producto correcto incluso cuando tiene comisión. Pues no
es así en el experimento. Es verdad que alguna gente informa
correctamente incluso con comisión. Pero otros (alrededor de un tercio
de los jugadores) recomienda lo contrario de lo que le convendría al
cliente incluso en ausencia de comisión, ¡cuando al vendedor no le va
nada en ello! ¿Por qué? Básicamente por envidia (algo que comprobamos de
manera independiente). El comprador bien aconsejado acabaría con
bastante más dinero que el vendedor y a alguna gente esto le fastidia.
Algo que nos recuerda a la leyenda urbana de que "el camarero escupe en
la sopa", lo cual quizá no exista en su versión extrema pero sí que hay
evidencia de conductas contraproducentes bajo estrés.
Pero no quiero dejar la entrada en plan negativo. El libro es muy
bueno, y vale mucho la pena pensar en cómo diseñar instituciones cuando
la gente es moral o inmoral en lugar de simplemente "amoral". Pero
nuestros pensadores clásicos no eran tontos: mucha gente pertenece a la
especia “oeconomicus” y algunos de los que no lo hacen son unos buenos
pájaros y mejor protegerse. Caveat emptor.
En discusiones privadas con algunos amigos del blog sobre la reseña que escribí el años pasado acerca del libro de Sam Bowles,
en cuyo título se inspira el de esta entrada, me da la sensación de que
el mensaje no quedó del todo claro. Así que voy a matizarlo, con la
ayuda de un artículo reciente de Oriana Bandiera y sus coautores.
El artículo es interesante por varios motivos. Unos son conceptuales,
los autores agregan estudios de alta calidad y muestran que los
incentivos monetarios tienen resultados muy significativos sobre el
desempeño. Además, en esto no hay diferencias entre los sexos, algo que
podría haber sido cierto por un par de cuestiones que explicaré más
tarde. Finalmente, hay una contribución metodológica en la forma como se
agregan los resultados de diferentes estudios.
Pero volvamos a la motivación, que era explicar algo que quizá no
quedo claro en mi anterior entrada. El argumento principal de Bowles no
es que los humanos no responden a los incentivos materiales. Se trata
más bien de hacernos caer en la cuenta de que el homo sapiens es más
complejo que el homo oeconomicus (y por esto más interesante para el
científico social), y que diseñar organizaciones como si fuéramos
miembros de la segunda especie es peligroso. En particular, los
incentivos monetarios pueden desplazar a los intrínsecos, y generar
efectos adversos que pueden hacerlos contraindicados en algunas
circunstancias. Podría extenderme más en esto, pero para no desviarme
demasiado, al que quiera profundizar un poco le invito a que lea estas
entradas de Pedro Rey aquí y en Avances en Gestión Clínica
Volviendo al artículo, de Bandiera y coautores, ¿cómo agregan los
resultados de múltiples estudios, y cómo los escogen? La primera
decisión importante es el tipo de estudios que van a utilizar. En este
punto, se aprovechan de que la disciplina en las últimas décadas ha
avanzado mucho en términos de la credibilidad de los efectos causales en
los estudios que se realizan y utilizan exclusivamente investigación
experimental, de laboratorio o de campo. Como dicen los autores, esto no
es porque los otros estudios sean inútiles, sino porque no quieren
tomar decisiones sobre la plausibilidad de la estrategia de
identificación del efecto causal.
Además exigen que sean estudios con esfuerzo “real” y producción
“material” (en algunos estudios el esfuerzo es simulado mediante una
función de coste monetario, y el resultado puede ser algo como dejar de
fumar, o ir al gimnasio), para que el experimento tenga relevancia en
una organización productiva. También se pide que los estudios tengan por
lo menos dos tratamientos que solo difieran en la magnitud del
incentivo monetario. Esto excluye por ejemplo estudios donde un
incentivo es en pago por resultado y el otro es un torneo, en el que el
que produce más se lleva el premio. Por último, se trata de experimentos
en los que no hay externalidades en la producción, de manera que no se
usan experimentos sobre incentivos a grupos.
Después de realizar una búsqueda por palabras clave relacionadas con
el proyecto en bases de datos académicas, se encontraros 169 estudios,
de los que 37 pasaban los criterios de exclusión. De estos, 16 tenían
los datos disponibles en línea o los autores los compartieron. Del
resto, o bien los autores no guardaron los datos, o no estaba disponible
el sexo de los participantes. De los 16 seleccionados, dos artículos
proporcionan información sobre dos experimentos, así que hay información
sobre 18 experimentos, la mitad de laboratorio, y la otra mitad de
campo.
Como les decía una innovación importante del estudio es el efecto se
estima de una manera relativamente novedosa en economía, con un modelo
bayesiano jerárquico. Para que lo entiendan, un sistema habitual para
agregar efectos de varios estudios es suponer que todos ellos tienen el
mismo efecto medio del tratamiento y simplemente hay variación muestral
entre ellos (es lo que se llama el modelo clásico de efectos fijos). Una
versión más avanzada de la misma idea admite que el efecto del
tratamiento varía de manera aleatoria entre experimentos, y este efecto
del tratamiento sigue una variable aleatoria con una media y una
varianza que es lo que se pretende estimar (el modelo de efectos
variables). Finalmente el modelo bayesiano jerárquico admite que no
solamente varía la media entre experimentos, sino que la propia varianza
del efecto medio en cada tratamiento puede también ser diferente.
Lógicamente esta explicación es muy superficial, simplemente quería
insistir en que hay una pequeña aportación metodológica (pequeña porque
el método no es precisamente nuevo, aunque se use poco).
Y ahora ya podemos discutir los resultados. En primer lugar, los
incentivos tienen efectos considerables. Un aumento de una desviación
estándar en el poder de los incentivos tiene un efecto medio (y
recuerden esta es la media de los efectos medios, que son diferentes
entre experimentos) de 0,27 desviaciones estándar en los resultados, con
un intervalo de confianza al 95% de [0,131, 0,431]. De manera que en
estos estudios, que son de lo más variado, los incentivos monetarios no
desplazan a los incentivos intrínsecos.
Otro resultado interesante es que no hay una diferencia significativa
entre los resultados de hombres y mujeres en el impacto medio de los
incentivos. Como les decía, hay un par de razones por las que podría
haberla habido. Como hemos explicado alguna vez, las mujeres tienen una menor tolerancia por el riesgo. Los varones también tienden a sufrir más de exceso de confianza y son menos altruistas.
Todas estas características podrían afectar al impacto de los
incentivos. Por ejemplo, alguien con más confianza en sí mismo o menos
averso al riesgo, se atreverá a tomar una estrategia que le da mejor
resultado si sale bien (y por tanto es premiada por los incentivos),
pero que también puede llevarle al desastre. En consecuencia, su pago
típicamente tendrá una media mayor, así como una mayor variabilidad.
Pero estos efectos posibles no se encuentran los (muy variados)
experimentos que analizan los autores, lo que hace pensar que estas
diferencias son menos prevalentes de lo que nuestras creencias a priori
podían indicar.
Ya me he extendido mucho, así que lo dejo aquí. La lección me parece
que esta vez es clara: no seamos estrechos de miras pensando que todo se
compra con dinero, pero no seamos tampoco ingenuos y pensemos que el
dinero no sirve para motivar a la gente. El mundo es más complicado y
más interesante por ello.
Mi trabajo como investigador me lleva a hablar, de vez en cuando,
con actores de política económica en países en vías de desarrollo. En el
verano estuve en Mozambique, y estuvimos hablando sobre la necesidad de
mejorar la eficiencia de los centros de salud. En la conversación que
mantuvimos se tocaron varias posibilidades, incluida la de pagar
incentivos a los profesionales de los centros de salud que mejorasen
resultados. Pero pronto se descartó esta opción, porque se aprecia que
aumentará los costes (los salarios fijos son muy rígidos a la baja, así
que los incentivos son adicionales), pero sobre todo porque se ven como
“no sostenibles.” Una vez se quite el incentivo, se revierte al estado
inicial.
Y la verdad es que esta preocupación tiene su fundamento, e incluso
hay ejemplos de situaciones donde un incentivo temporal acaba teniendo
efectos adversos en el largo plazo. Por ejemplo, en este artículo
de Meier se describe una situación en la que un incentivo económico
para que se donara más a una buena causa, aumentó las donaciones
mientras el incentivo estaba activo, pero disminuyeron por debajo del
nivel inicial una vez el incentivo desapareció.
Sin embargo, claro es que hay muchas diferencias entre donar a una
buena causa, y el trabajo diario de los trabajadores de un centro de
salud. Y este artículo de Pablo Celhay.Paul Gertler, Paula Giovagnoli, y Christel Vermeersch
se acerca mucho más a la evidencia que me hubiera resultado útil en
Mozambique. Los autores analizan un incentivo monetario que aumentó en
200% la cantidad que ingresaría la clínica por cada mujer embarazada que
se haga su control prenatal antes de la décimo tercera semana. El
estudio se llevó a cabo en la provincial de Misiones (Argentina), y
adoptó el esquema de experimento aleatorio: el conjunto de clínicas fue
dividido al azar entre aquellas que recibieron el incentivo y las que
no. La gerencia de cada clínica es la encargada de decide como
distribuir el incentivo, y hasta un 50% se podía distribuir entre los
trabajadores.
Lo bonito del asunto es que el incentivo era temporal, sólo duraba 8
meses (y así lo sabían los gerentes de la clínicas cuando aceptaron
formar parte del estudio). No hay sorpresas en lo que pasa mientras el
incentivo está activo: la tasa de mujeres que comienzan el cuidado
prenantal antes de la decimotercera semana aumenta en un 34%. Lo
interesante, sin embargo, es que esta diferencia persiste al menos 24
meses después que se abandonase el incentivo. Es decir, que el incentivo
temporal tuvo un efecto a largo plazo muy importante, y que bajo esta
perspectiva los incentivos pudieran ser mucho más sostenibles que lo que
hablamos al comenzar la entrada.
¿Cómo se entiende este comportamiento? Según los autores, para
mejorar la tasa de atención temprana al embarazo, hacían falta unas
“inversiones” a corto plazo para mejorar ciertos procedimientos y
rutinas, y el incentivo proporciona la motivación para llevarla a cabo.
Una vez se han realizado las inversiones, y se han adoptado
procedimientos más eficientes, no hay razón para volver al punto de
partida, aunque el incentivo se haya acabado. Es decir, antes del
experimento no era que los profesionales de los centros de salud fueran
vagos y trabajasen poco, sino que trabajaban usando una “tecnología”
ineficiente. El incentivo les permite mejorar dicha tecnología, que les
permite obtener mejores resultados tanto mientras el incentivo está
activo, como cuando desaparece.
Y es muy interesante los ejemplos en los que consistió la mejora
tecnológica: (1) “vigilar” a las mujeres que paraban de tomarse la
píldora anticonceptiva, (2) realizar visitas a adolescentes en su casa
en horarios en los que los padres no solían estar, (3) hablar con las
madres cuando vienen a recoger la leche (gratis) para el primer hijo,
(4) mejorar el horario en el que se pueden realizar los controles
prenatales. Por lo que se ve, no se trata que decidieron “trabajar más,”
sino que el incentivo les sirvió para aprender cómo trabajar más
eficientemente. El incentivo temporal les permite escapar de una “trampa
de ineficiencia.”
Y este no es el único estudio que encuentra influencias positivas de los incentivos monetarios a largo plazo. En este famoso artículo publicado en Econometrica,
se proporciona incentivos para que los individuos vayan al gimnasio
varios días por semana. Lo interesante, es que estas visitas les sirven
para ir cambiando hábitos, y persisten aunque se acaben los incentivos.
Sin lugar a dudas que se abre un interesante abanico de posibilidades
si admitimos que los incentivos temporales pueden tener efectos
positivos a largo plazo. Sin duda, será muy importante seguir
contrastando la hipótesis en distintos contextos para aprender cuándo se
da y cuándo no… (y por supuesto, acuérdense de leerse este artículo de nuestro Pedro Rey Biel que también toca el asunto).
Como se ha dicho frecuentemente en este blog (por ejemplo Manuel Bagués aquí, Antonio Cabrales aquí o Sara de la Rica aquí)
los economistas pensamos que los “incentivos importan”. Los incentivos
económicos se utilizan con frecuencia para estimular un comportamiento
deseado por parte de la persona que los recibe. La “ley básica del
comportamiento” implica que cuanto mayor sea el incentivo ofrecido mayor
será el esfuerzo de quien lo recibe y mejor su resultado. En muchas
empresas se pagan con frecuencia incentivos para motivar a sus empleados
a alcanzar ciertos objetivos. En los últimos años, se ha popularizado
el uso de incentivos fuera del entorno laboral. Pero, ¿realmente
funcionan?. ¿Se debería pagar a los estudiantes por no faltar a clase,
por ampliar sus hábitos de lectura o por sacar mejores notas?,
¿conseguirían los incentivos aumentar la contribución individual a
ciertos bienes públicos, como la donación de sangre o la donación de
órganos? ¿pueden ayudar los incentivos a inculcar hábitos saludables
como el dejar de fumar o el hacer ejercicio?
Estas y otras aplicaciones del uso de los incentivos suelen provocar
un intenso debate. Quienes defienden su uso en estas áreas argumentan
que los incentivos simplemente refuerzan el comportamiento deseado
porque añaden razones adicionales para llevar a cabo acciones que hasta
cierto punto nos pueden resultar costosas. Por el contrario, sus
detractores apuntan que los incentivos pueden sustituir la propia
“motivación intrínseca” para esforzarse y que, por tanto, pueden tener
efectos negativos. Esta sustitución puede tener especial importancia en
el medio plazo, cuando quizá los incentivos económicos no puedan ya ser
pagados, y el individuo puede haber perdido su motivación inicial para
esforzarse.
El ofrecer un incentivo económico puede afectar al comportamiento de
quien lo recibe de una manera que no anticipa por la teoría económica
tradicional. La razón fundamental es que el mero hecho de ofrecerlo
aporta información que puede influir en decisiones como cuánto
esforzarse o cuánto contribuir a un bien público. Los incentivos
contienen información sobre quien lo paga, sobre quien lo recibe, sobre
lo costosa que es la tarea exigida o sobre la interpretación que otros
puedan hacer de nuestras verdaderas motivaciones. Por ello, el diseño
óptimo de incentivos es una cuestión compleja que debe tener en cuenta
estos aspectos. En particular, la forma en que se ofrecen y la cuantía
de los incentivos ofrecidos son fundamentales.
Un incentivo bajo puede enviar una señal de que el esfuerzo requerido
no es muy apreciado, e incluso se puede llegar a tomar como un insulto y
provocar que alguien se esfuerce aún menos de lo que lo hubiera hecho
sin incentivo. Por ejemplo, en un experimento de campo realizado junto
con Uri Gneezy,
observamos que la tasa de respuesta a un cuestionario sobre hábitos de
consumo de una cadena alimentaria se reduce a la mitad (del 7% al 3.5)
cuando se ofrece un dólar por contestar, respecto a cuando no se ofrece
ningún incentivo. Un incentivo excepcionalmente alto, podría indicar que
la tarea que a uno le piden es más costosa de lo esperado, o incluso
más peligrosa. Por ejemplo, se ha observado que cuando a los vecinos de
un pueblo se les ofreció dinero por aceptar la instalación de una planta
de residuos nucleares cerca de su vecindario, la oposición al proyecto
creció de forma importante.
Los incentivos pueden cambiar la imagen que otros tienen de nosotros o
incluso lo que nosotros pensamos de nosotros mismos. Cuando alguien que
realiza actividades altruistas pasa a hacer la misma actividad como
parte de un trabajo remunerado, puede ocurrir que pierda parte de su
motivación, que quizá esté inducida por la generosidad pura pero quizá
también por la buena imagen que proyecta sobre uno mismo y sobre los
demás, y pase a esforzarse menos o a intentar beneficiarse, incluso
ilícitamente, de su actividad.
En un artículo reciente junto con Uri Gneezy y Stephan Meier,
revisamos la evidencia existente sobre los efectos anticipados que
pueden provocar los incentivos en algunos de los ámbitos que he
señalado. Gran parte de esta evidencia es obtenida de experimentos de
campo e intervenciones públicas, que permiten comparar, frente a un
grupo de control en el que no hay intervención, qué ocurre cuando se
ofrecen incentivos de distintos tipos y cuantías con qué ocurre cuando
no se ofrecen incentivos. Veamos qué es lo que observamos respecto a las
preguntas planteadas al principio de esta entrada:
1) Pagar a los estudiantes puede ser efectivo si lo que se
pretende es que adquieran una nueva capacidad, como aprender a leer, o
cuando los alumnos tienen claro cómo su esfuerzo se traslada en un mejor
resultado (ser puntual, o llevar uniforme), pero no está tan claro que
sea útil cuando los alumnos desconocen hasta qué punto sus horas de
estudio se trasladarán a una mejor nota. Por mucho que un estudiante
entienda el mensaje de que con un incentivo tiene mayores razones para
esforzarse, puede no ser suficiente si no sabe cómo mejorar sus notas
para obtener el incentivo. Además, se ha observado que estudiantes de
distinto género o nivel de habilidad responden de forma distinta a
distintos tipos de incentivos. En todo caso, el debate sobre el uso de
incentivos en este campo es importante, pues entronca en un debate más
amplio sobre no sólo la posible efectividad de los incentivos, sino
también sobre su interacción en contra de una forma extendida de
entender la educación, como es el inculcar sentido de responsabilidad en
los alumnos, independientemente de que obtengan compensaciones
inmediatas por sacar mejores notas.
2) Los incentivos económicos pueden conseguir que aumenten las donaciones de sangre.
Sin embargo, esto podría provocar a la vez un “efecto selección”:
aquellos que donan sangre por razones altruistas o de imagen, pueden
dejar de hacerlo cuando se les paga por ello. De esta forma, los nuevos
donantes serán aquellos que se mueven por razones económicas. Esto puede
traer efectos adversos, aparte de obvios problemas éticos en el caso de
la donación de órganos, si estos individuos son realmente los que
tienen menor renta, pues existe hasta cierto punto correlación positiva
entre capacidad económica y salud. Por ello, los incentivos económicos
pueden provocar una disminución de la calidad de la sangre donada.
3) Por último, los incentivos económicos pueden ayudar a crear hábitos saludables.
Cuando uno decide comenzar a ejercitarse, se observan sólo los costes a
corto plazo de dicha decisión (el sudor, el dolor, la pérdida de tiempo
libre) y no tanto sus beneficios a largo plazo (mejoras en salud, en
estado anímico o en imagen). Por ello, los incentivos pueden dotar de
una motivación inicial extra, que no sería necesaria en el medio plazo
cuando se empiezan a observar las mejoras. Sin embargo, en ámbitos como
el dejar de fumar, la adicción puede llegar a ser tan fuerte, que aunque
los incentivos hayan funcionado relativamente bien en el corto plazo,
han tenido poco éxito en crear ex_fumadores en el largo. No obstante, en
ocasiones el corto plazo es vital si, por ejemplo, con el uso de
incentivos podemos lograr que las mujeres dejen de fumar durante el
embarazo.
Anticipar las consecuencias de ofrecer incentivos implica por tanto
comprender no sólo el efecto directo que pueden tener, el que asocia
mayor pago a mayor cumplimiento con el comportamiento esperado, sino
también los efectos indirectos a través del mensaje que envían.
Las circunstancias que rodean en España a los despidos colectivos, conocidos como expedientes de regulación de empleo (ERE), plantean serias dudas sobre la eficiencia de los incentivos que rigen las actuaciones de empresas y sindicatos.
Los despidos colectivos tienen una regulación
especial si: (a) en un mes, la empresa despide al menos al 10% de sus
empleados o al menos a 30 trabajadores si tiene más de 300, o (b) en
tres meses, despide al menos a 20 trabajadores. La regulación europea
exige que la empresa realice consultas con los representantes de los
trabajadores, exigencia que en nuestro país se amplía a solicitar
autorización a la autoridad laboral de la comunidad autónoma o estatal,
lo que obliga a la empresa a acordar el despido y, por tanto, a pagar
mayores indemnizaciones.
Vayamos al primer problema de incentivos. En España, además de que
cualquier afectado por un ERE percibe prestaciones por desempleo durante
2 años (si ha contribuido durante 6 años) y de que la indemnización
está exenta de IRPF, los trabajadores mayores de 52 años que cumplan
todos los requisitos para acceder a la pensión contributiva de
jubilación salvo la edad, tienen derecho
a cobrar el subsidio por desempleo (426 euros mensuales) hasta alcanzar
dicha edad. Se trata de sostener la renta de las personas en ese grupo
de edades, cuya probabilidad de encontrar otro empleo es baja.
No obstante, el derecho a cobrar el subsidio seguramente lleva a las
empresas a despedir a más trabajadores de lo necesario, puesto que el
Estado sufraga una parte significativa de los costes. En ocasiones la
empresa paga un suplemento al trabajador hasta casi completar su salario
anterior, lo que conlleva una pérdida social neta. En el caso del ERE de Telefónica anunciado en abril, el escándalo público por sus actuales elevados beneficios ha llevado al Gobierno a suprimir el incentivo y obligar
a la compañía a abonar las prestaciones y subsidios por desempleo que
cobren los despedidos hasta su jubilación. No obstante, se trata de un
caso especial que, por ejemplo, no se ha dado en el ERE (4.000
trabajadores) del SIP liderado por Caja Madrid y Bancaja o en otras
cajas de ahorros.
Este subsidio sesga además la decisión hacia el despido de los
trabajadores mayores de 52 años, cuya temprana retirada del mercado
laboral supone un coste social enorme. En este caso, probablemente
resultase socialmente mucho más rentable dedicar más recursos a
reciclar, vía formación, a esos trabajadores (posiblemente a cambio de
una revisión salarial a la baja) y/o incluso elevar las subvenciones
existentes a su contratación, antes que prescindir de colectivos con
gran experiencia acumulada, además de pagarles prestaciones durante
periodos que pueden llegar hasta los 13 años.
Otro asunto llamativo y menos conocido es el recogido en la noticia aparecida en septiembre pasado en Expansión, que dice textualmente:
Los empleados de las empresas afectadas por un ERE pagan por los
servicios de asesoría jurídica del sindicato una cantidad fija que
oscila entre los 100 y los 400 euros. Además, la organización sindical
tiene un ingreso extra: cobra a cada uno de estos trabajadores entre un
10% y un 15% de la cantidad que obtiene como indemnización por encima de
los veinte días por año trabajado. (…) Así, desde que comenzó la
crisis, los sindicatos se han embolsado –sólo por la parte fija del
pago– alrededor de 240 millones de euros (unos 80 millones anuales). (…)
¿Saben los trabajadores afectados por un ERE que una parte de su
indemnización va a parar a los sindicatos? Los abogados laboralistas
consultados coincidieron en responder que generalmente esto se
desconoce. “Teóricamente, cada trabajador debería firmar una hoja de
encargo para solicitar los servicios jurídicos del sindicato en
cuestión, pero esto en la práctica nunca ocurre”.
En efecto, parece que muchos trabajadores afectados por ERE
desconocen que el sindicato les cobrará una comisión. Cuando se enteran
no se muestran muy conformes y los tribunales les están dando la razón.
Ya hay sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia de la
Comunidad Valenciana (25/4/2008, comisión del 6% para los trabajadores
no afiliados y del 4% para los de afiliación reciente), Cataluña
(4/5/2008) y Murcia (5/10/2009, 5% para los no afiliados y 3.5% para los
de nueva afiliación) en que se ha condenado a los demandados a devolver
las cantidades deducidas a los trabajadores. Así que un primer
requisito de eficiencia sería proporcionar mucha más información a los
trabajadores afectados sobre este particular. Por cierto, en estos casos
la comisión es más baja que la citada en la noticia.
Es comprensible que el sindicato sea remunerado por la asesoría legal
que proporciona a los trabajadores no afiliados, pero el sistema actual
no es óptimo. Por una parte, al percibir una comisión proporcional a la
indemnización, el sindicato tiene incentivos para elevarla al máximo. A
modo de ejemplo, suponiendo que los sindicatos percibiesen 150 euros de
comisión fija por trabajador y un 5% de los 25 días de salario por año
de servicio (45 días - los 20 días del despido por causas económicas),
los sindicatos que firmaron el ERE de los 4.000 trabajadores del SIP
antes mencionado (bajo el supuesto de un salario medio de 40.000 euros y
28 años de antigüedad) habrían percibido casi 16 m. de euros (*) y, en
caso de firmar el ERE de Telefónica, unos 26 m. de euros.
La cifra real quizás sea más baja pero, en cualquier caso, incentiva
claramente el aumento de la indemnización muy por encima de la
correspondiente a las causas económicas. Ello beneficia en principio al
trabajador, pero perjudica mucho a la empresa, que acaba pagando
indemnizaciones muy parecidas a las del despido improcedente (45 días
de salario por año de servicio con un máximo de 42 mensualidades, ver
esta entrada). El mayor
coste del despido reduce la propensión a contratar e incentiva el uso
masivo de contratos temporales encadenados, factor determinante de la
altísima variabilidad del empleo en nuestro país (casi el doble que en
EEUU).
Por otra parte, hay un claro conflicto de intereses. Si los
sindicatos perciben una comisión por trabajador despedido, entonces
tienen menos incentivos a reducir el número de afectados. Quizá este
conflicto explique lo ocurrido en el citado ERE de Telefónica. La
empresa propuso inicialmente despedir a 6.400 trabajadores, pero luego aceptó
“la propuesta de los sindicatos mayoritarios de vincular la duración
del ERE con la del convenio” y, como resultado, el número de despidos
aumentó hasta los 8.500 (un 33% más). Tras imponer el Gobierno que la
empresa pagara las prestaciones y subsidios, Telefónica volvió
a la inferior cifra inicial de despidos. Todo ello muestra que podría
tener sentido que la tarifa tuviera una parte fija que cubriera en
promedio anual la mayor parte de los costes de asesoría jurídica en que
incurre el sindicato globalmente (no en una empresa) y se eliminara la
parte proporcional.
Un punto final se refiere al nivel de la comisión. Los sindicatos se
deben a sus afiliados pero son una institución pública que también debe
representar los intereses de los no afiliados, en un contexto en que
algo más del 85% de los trabajadores se rigen por convenios colectivos
frente a menos del 20% de afiliación. Por ello, parece razonable que no
repercutan todos los costes de su gestión en los ERE sobre los no
afiliados. Hay que tener en cuenta que reciben fondos públicos, por
ejemplo para gestionar actividades de formación de los parados, y que
está primada su representación en la negociación colectiva y en muchas
otras instituciones, como las cajas de ahorros o los consejos económicos
y sociales nacional y autonómicos. En este sentido, sería deseable que
hubiera un mayor grado de transparencia sobre las fuentes de ingresos
sindicales.
(*) La cifra de 16 m. de euros se obtiene de la siguiente operación:
4.000 trabajadores x [150 + 0.05 x (25/365) x 28 x 40.000 euros].
Por J. Ignacio García Pérez y Alfonso R. Sánchez Martín (Universidad Pablo de Olavide)
Un aspecto importante (y no siempre bien apreciado) en el actual
debate sobre la reforma de las pensiones y el retraso en la edad de
jubilación es su conexión con las decisiones laborales observadas en
edades avanzadas. En varios trabajos de investigación recientes hemos
tratado de sacar a la luz algunas de estas vinculaciones, prestando
especial atención a los incentivos que la normativa de pensiones crea
sobre la búsqueda de empleo de los desempleados de más
de 50 años. En este post revisamos brevemente las pautas empíricas más
significativas y la contribución, según nuestra interpretación, de los
incentivos económicos a las mismas.
Comencemos revisando la evolución reciente del mercado de trabajo de las
personas mayores de 50 años en España. Su comportamiento en los
últimos años no ha sido muy distinto del observado en otros países
europeos: la tasa de empleo para edades comprendidas entre los 50 y los
64 años nunca ha pasado del 54% (cuando es del 59% en la UE-15 y
superior al 70% en Estados Unidos). Es especialmente notable que sólo
uno de cada tres individuos de entre 60 y 64 años está trabajando
actualmente en España (si bien hemos mejorado algo este ratio desde el
25% de 1999). Es interesante notar la alta correlación observada entre
las tasas de crecimiento interanuales del empleo de jóvenes y el de
mayores de 54 años (0.4 en el periodo 1982-2010) lo cual está
enfatizando el difícil encaje de la evidencia empírica con el conocido
argumento de que jubilar antes favorece el empleo de los jóvenes (para
un análisis reciente del caso español véase aquí).
Tabla 1
1999
./.
2005
2006
2007
2008
2009
2010
Tasa de Empleo
16-49
46,08
..
54,16
55,27
55,90
54,26
49,87
48,86
50-54
57,84
..
66,14
66,96
69,31
68,01
65,81
66,48
55-59
44,65
..
52,11
53,81
55,04
56,22
54,53
54,60
60-64
25,06
..
32,62
32,46
32,96
34,14
32,09
32,06
Fuente: Encuesta de Población Activa, tercer trimestre
Como se ha discutido en otras entradas en este blog, estas pautas
tienen importantes consecuencias para el balance financiero de los
sistemas de pensiones de reparto. Por ello, aumentar las tasas de
participación en edades avanzadas ha formado parte de modo consistente
del conjunto de “remedios” recomendados por numerosos organismos
internacionales frente al envejecimiento poblacional (por ejemplo ver aquí).
Pero conseguir un cambio significativo en estas pautas exige, en primer
lugar, entender con precisión cuál es el origen de las mismas. Y éste
es un terreno en el que, inevitablemente, la controversia y el
desacuerdo es siempre mayor. Desde un punto de vista histórico, parece
que la crisis industrial de los años setenta y primeros ochenta fue un
detonante fundamental para la extensión generalizada de la jubilación
anticipada entre los países europeos. Junto a los mecanismos formales de
cobro temprano de la pensión (en nuestro caso, el cobro a los 60 años
para las cohortes de mutualistas
anteriores a 1967), fue muy común la introducción de mecanismos
generosos de sustitución de rentas para desempleados en edades cercanas a
la jubilación. El subsidio especial para mayores de 52 años
(junto con la tolerancia con la que la administración de la Seguridad
Social trató los procesos de regulación de empleo de grandes empresas)
es un buen exponente de este tipo de medidas. La escasa demanda para
este tipo de trabajadores en un contexto de reconversión industrial,
junto con los elevados costes personales que está reconversión impondría
en los afectados, fueron argumentos comúnmente aceptados en su momento
como justificación de estas acciones. Con el paso del tiempo, y sin
negar la importancia de las consideraciones de demanda en las bajas tasas de participación, parece razonable cuestionarse por la posible contribución a las mismas de aspectos de oferta de
trabajo: ¿es posible que los incentivos implícitos en las reglas de
pensiones y de jubilación estén contribuyendo a las bajas tasas de
empleo? Explorar cuantitativamente esta contribución es el objetivo de
uno de nuestros trabajos
recientes, centrado en la búsqueda de medidas que incentiven la
permanencia en activo de trabajadores que experimentan fases de
desempleo en edades avanzadas. El argumento fundamental puede entenderse
fácilmente revisando con detalle la evidencia empírica y la legislación
vigente.
El rasgo más llamativo que observamos, utilizando datos de la Muestra
Continua de Vidas Laborales de 2009, es que el acceso a la jubilación
anticipada, en la inmensa mayor parte de los casos, se realiza desde una
situación de desempleo. Los siguientes gráficos, extraídos de otro artículo
conjunto con Sergi Jiménez, muestran claramente esta situación: las
transiciones directas desde el empleo a la jubilación se hacen
fundamentalmente a los 65 años, mientras que existe una tasa elevada de
salida antes de esa edad para individuos en situación de desempleo.
El segundo aspecto mostrado por los gráficos es la existencia de unas
bajísimas tasas de reempleo en estas edades (en torno al 10%, en
términos trimestrales para los menores de 60 años e inferiores incluso
al 5% trimestral para los mayores de esa edad). ¿Puede el diseño
institucional estar contribuyendo significativamente a estas pautas?
FIGURA 1: Tasas trimestrales de salida al empleo, el desempleo y la jubilación
En España, un trabajador que pierde un empleo de al menos seis años de duración tiene derecho a una prestación por desempleo de nivel contributivo
durante 24 meses (los primeros seis meses recibirá el 70% de sus
salario previo, con un tome máximo en función de sus circunstancias
familiares, y el 60% durante los 18 meses restantes). Pero si el
trabajador tiene más de 52 años y ha cotizado al menos 15 durante toda
su vida laboral tendrá derecho a un subsidio (el 80% del IPREM)
de duración indefinida hasta el momento de jubilación. Estas
prestaciones, junto con la imposibilidad de jubilarse antes de los 65
años a menos que se esté seis meses o más desempleado, hacen que la
mayoría de trabajadores (posiblemente en acuerdo implícito con su
empleador), tomen sus decisiones de retiro estratégicamente, de cara a
minimizar las penalizaciones por jubilación anticipada.
Esto es lo que se evidencia en el siguiente gráfico donde se
comprueba como los trabajadores despedidos cuando tenían 54-55 años de
edad esperan, mayoritariamente, 60-72 meses para jubilarse
anticipadamente a la primera edad en la que pueden hacerlo, es decir, a
los 60 ó 61 años (recuérdese que los mutualistas tienen la posibilidad
de jubilarse a los 60 mientras que, desde la reforma de 2002, el resto
de trabajadores solo se pueden jubilar a los 61 años). Lo mismo ocurre
con los despedidos a los 56-57 años, aunque estos tienen que esperar
algo menos para jubilarse, entre 30 y 48 meses. Estos dos grupos, en su
mayoría, están utilizando tanto las prestaciones por desempleo
contributivas, donde a efectos de pensión el INEM cotiza por el salario
previo, como el subsidio para mayores de 52 años, donde se cotiza por la
base minima de cotización. Sin embargo, los que son despedidos cuando
cuentan con 58 o 59 años se jubilan, mayoritariamente tras 24 meses en
desempleo, esto es, justo cuando se agotan las prestaciones
contributivas. El mismo patrón se observa entre aquellos despedidos a
los 60 o más años: la mayoría aprovecha las prestaciones contributivas y
está desempleado justo dos años, para mitigar así las penalizaciones
por jubilación anticipada y retirarse a los 62 o 63 años.
FIGURA 2: Tasa trimestral de salida desde el desempleo a la jubilación en función de la edad en el momento del despido
En nuestra opinión, estas pautas revelan que el seguro de desempleo
está siendo utilizado como una vía muy importante de jubilación
anticipada. Un sistema de protección al desempleo generoso,
especialmente en su duración, y una política de penalización a la
jubilación anticipada como la actual en España hacen que lo óptimo para
un grupo amplio de trabajadores desempleados no sea ni buscar empleo ni
jubilarse, sino esperar, financiándose con la prestación por desempleo,
para “comprar” una mayor pensión en el futuro.
¿Significa esto que el diseño institucional contribuye sustancialmente
a crear una baja tasa de empleo entre los mayores? Esta es una pregunta
más difícil ya que, a fin de cuentas, nada garantiza que estos
trabajadores hubiesen encontrado empleo de haberlo buscado. Para
resolver esta pregunta de modo cuantitativo, recurrimos a la
modelización económica formal. En el primero de los artículos citados
construimos un modelo dinámico de decisión individual bajo incertidumbre
y lo calibramos para reproducir las pautas observadas en los datos. A
continuación presentamos a los trabajadores con entornos económicos
alternativos para estudiar cuál sería el comportamiento más beneficioso
para ellos en cada caso. Destacamos en particular dos experimentos. En
el primero aumentamos la tasa de llegada de ofertas de empleo
manteniendo el sistema institucional vigente, para encontrar un aumento
sustancial en las tasas de reentrada de parados. El mensaje es claro:
los “malos” incentivos no importarían mucho si las condiciones
de demanda de empleo fuesen mejores. En un segundo experimento
eliminamos el incentivo a permanecer desempleado sin buscar (suponiendo
que la penalización por prejubilación se calcula conforme al momento en
que se entra en el desempleo y no respecto al momento en que se
solicita la pensión de jubilación). Los resultados confirman lo que la
intuición y el sentido común parece dictar: con la evidencia disponible,
muchos de los desempleados de larga duración que se jubilan a los 60
habrían tenido muy difícil reentrar en las actuales condiciones del
mercado de trabajo. Pero la tasa de reentrada (y de jubilación) después
de los 60 sube apreciablemente, reduciendo el coste para la Seguridad
Social y generando, de hecho, un aumento de producción suficiente para
compensar a todos los trabajadores perjudicados. Esta reforma generaría,
en resumen, un beneficio neto para la sociedad.
El mensaje general, más allá de las sutilezas del análisis formal, es
que los incentivos también cuentan, que cambios en las normas de
pensiones pueden tener un efecto relevante en los comportamientos
observados en el mercado de trabajo y que, finalmente, cambios en la
normativa de protección del desempleo también afectarían a la situación
financiera del sistema de pensiones. Parece, púes, un área interesante a
la que continuar dirigiendo nuestros esfuerzos de investigación.
La falta de competencia puede ser la causa principal del aumento
espectacular de la desigualdad y de la pobreza en Occidente. Y esto a su
vez es el origen de muchos otros males.