La procacidad de los déspotas
Por Alberto Medina Méndez
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Cierta linealidad en el análisis suele hacer pensar que los que llegan a ocupar cargos de poder poseen alguna cualidad especial que los coloca por arriba de la media, en cuanto a su sabiduría, su inteligencia, su talento. Sin embargo, a poco de andar, se va descubriendo que esta suposición, como tantas otras, tiene mucho de inercial, de cultural, hasta de fantasía, y que es evidente que no necesariamente se ajusta a la realidad.
Esa suerte de supremacía intelectual que algunos atribuyen livianamente a los poderosos se pone a prueba en cuestiones demasiado cotidianas, de orden práctico, en el ejercicio mismo del poder.
Es que cuando el mandamás de turno cae en la trampa de abusar de su poder, en vez de usarlo con criterio, mesura y moderación, todas las conjeturas que le atribuían cierta destreza, se desvanecen sin más.
Solo se trata pues de gente habilidosa desde lo electoral, repleta de mañas para hace claudicar a otros, implementadores natos de clientelismo, acostumbrados a utilizar los ideales como mercancía. En realidad es el ámbito en que se han formado, en el que se han desarrollado y se sienten más cómodos La intriga, la imposición, los caprichos, un submundo que implica poco trabajo de construcción y mucho de manipulación.
La inmensa mayoría de las reformas, de los intentos de modificar rumbos en serio, de las revoluciones políticas con mayúsculas, precisan de cierta ingeniería social, de determinada cuota de arquitectura comunitaria que permita construir sobre columnas firmes.
Lo que en la vida cotidiana cae de maduro, lo que en el terreno personal y profesional resulta evidente, por algún extraño mecanismo, el poder decide obviarlo, pasarlo por alto, ignorarlo.
La construcción de consensos, de acuerdos mínimos, de dialogo ciudadano es previo a cualquier decisión. Y no necesariamente porque el acuerdo final garantice éxito, sino por cuestiones más básicas, más elementales. Tienen que ver con la educación, con el respeto, con una manifestación expresa de consideración al pensamiento ajeno, de aquellos con los que compartimos un espacio, una convivencia común, el barrio, la ciudad, el país.
La política debería incorporar como un deber moral, el debate previo, la discusión ciudadana que precede a la decisión política. Si no lo hace por una cuestión moral, por las convicciones propias, por sentido común, siquiera lo debiera hacer por conveniencia táctica. Esta procacidad de la que se ufana al imponer, cierta grosería en las formas, la insolencia clásica del déspota no le suma nada, más bien le resta y mucho.
Tal vez pedirle contenido moral a la política sea un despropósito en estos tiempos en los que parece regir el utilitarismo por sobre las convicciones profundas. Pero está claro que ese desprecio al pensamiento individual se termina plasmando en lo más visceral de la actividad política.
Después de todo, el imponerle a la sociedad decisiones, tiene que ver con un hábito, con una compulsión, con una forma de vida. Para ese modo de hacer las cosas, no se considera otra dinámica. Al otro solo se le aplica el rigor del poder, y cada tanto, se legitima ese nivel de autoritarismo con una fachada democrática, en una compulsa electora, aplicando múltiples herramientas distorsivas para suavizar la imagen del déspota.
Habrá que decir que el consenso, la búsqueda de acuerdos, frena la velocidad que suele desvelar a los pretendidos líderes del presente. Ellos son efectistas, hacen un culto de la eficiencia, y en ese juego, la prioridad es el hacer, y el modo, es secundario, un dato menor e irrelevante.
Por otro lado, la aprobación social, el beneplácito de la comunidad, implica un trabajo enorme, un esfuerzo titánico, y atenta contra el cortoplacismo tradicional de la política al ir a contramano de las urgencias electorales.
Es eso lo que separa a un estadista de un político. Su capacidad de construcción, el factor artesanal propio del dialogo, ese que edifica colocando un ladrillo y luego el otro, ese que no prioriza la premura de los plazos de la próxima elección.
Es increíble ver como la historia se repite, como los errores de la política se reinventan, pero sobre el mismo formato. Una sociedad que todos los días se desayuna con una nueva imposición, con un creativo atropello, inconsulto, sin debate, que deja sin reacción alguna.
Se entremezclan en cada decisión, la desprolijidad patológica de la actividad política, la perversidad de la premeditación, del golpe bajo, del ardid que apuesta a agarrar sin defensas al ciudadano medio, para aplastarlo sin contemplaciones, y cierta importante cuota de necedad, de torpeza, de negligencia en el ejercicio del poder.
Los consensos legitiman, le dan entidad a las reformas. Es cierto, con llevan mucho más esfuerzo, requieren de inteligencia, de argumentación profunda, de convicciones y pasión para transmitirlas, de un tiempo inimaginable de construcción. Se requiere paciencia, serenidad, liderazgo con mayúsculas, ese que surge de las entrañas y también de la razón.
Sin ese recorrido no se pueden obtener avances genuinos, los logros se desdibujan, y en muchos casos se vuelve al principio, solo porque no se ha tenido la deferencia de involucrar en la decisión, a la sociedad toda. Lo inconsulto provoca reacciones negativas, tarde o temprano.
Las alternativas son básicas, y hay que elegir entre ellas, o el camino de la imposición, o el de los acuerdos. Uno es más ágil, menos trabajoso, pero no goza de legitimidad y corroe los cimientos del poder. El otro, es más largo, lento, esforzado, pero supone dar pasos firmes sobre bases sólidas. La experiencia cotidiana nos muestra que el sendero mayoritariamente elegido por la clase política es el de la procacidad de los déspotas.
Existe otro camino
LA PROCACIDAD DE LOS DESPOTAS es el título del artículo semanal que publica en su edición de hoy el DIARIO EPOCA de Corrientes, Argentina. http://www.diarioepoca.com/notix/noticia.php?i=235629&edicion=2011-02-09
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El gran saqueo -RAFAEL ARGULLOL
Como decía Keynes: "La economía es un asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de políticos"
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