“La
economía en una lección” de Henry Hazlitt es un libro que sigue siendo
relevante hoy en día, a pesar de haber sido publicado por primera vez en
1946. En este libro, Hazlitt explica los principios fundamentales de la
economía de mercado de manera clara y accesible, y ofrece una crítica
valiosa a las políticas económicas populares.
Una
de las principales fortalezas del libro es su estilo de escritura
sencillo y directo. Hazlitt presenta sus argumentos de manera lógica y
persuasiva, y utiliza ejemplos concretos para ilustrar sus puntos. El
libro se enfoca en un solo principio fundamental: la ley de oferta y
demanda. A través de este principio, Hazlitt explica cómo las
intervenciones gubernamentales en la economía pueden tener consecuencias
no deseadas.
Otro
aspecto destacado del libro es su crítica a las políticas económicas
populares, como la protección comercial, los subsidios y los controles
de precios. Hazlitt argumenta que estas políticas pueden parecer
atractivas a corto plazo, pero en última instancia, causan más daño que
beneficio. A través de su crítica, Hazlitt ofrece una perspectiva
valiosa sobre las consecuencias a largo plazo de estas políticas.
En general, “La economía en una lección”
es un libro que todos deberían leer, especialmente aquellos interesados
en la economía y las políticas públicas. Hazlitt ofrece una explicación
clara y accesible de los principios fundamentales de la economía de
mercado y su crítica a las políticas económicas populares ofrece una
perspectiva valiosa. Aunque el libro se publicó hace más de 70 años,
sigue siendo relevante hoy en día y sus lecciones son aplicables a las
economías de todo el mundo.
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que
cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple
casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en todo
caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que resulta
insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada
presencia de intereses egoístas. Aunque cada grupo posee ciertos
intereses económicos idénticos a los de todos los demás, tiene también,
como veremos, intereses contrapuestos a los de los restantes sectores; y
aunque ciertas políticas o directrices públicas puedan a la larga
beneficiar a todos, otras beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los
demás. El potencial sector beneficiario, al afectarle tan directamente,
las defenderá con entusiasmo y constancia; tomará a su servicio las
mejores mentes sobornables para que dediquen todo su tiempo a defender
el punto de vista interesado, con el resultado final de que el público
quede convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible
ver claro en el asunto.
Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo
factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es éste la
persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las
consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un grupo
particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no sólo sobre el
sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que
pasa por alto las consecuencias secundarias.
En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala
economía. El mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo
inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá. El
primero tan sólo contempla las consecuencias directas del plan a
aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas. Aquél
sólo considera los efectos de una determinada política, en el pasado o
en el futuro, sobre cierto sector; éste se preocupa también de los
efectos que tal política ejercerá sobre todos los grupos.
El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las
repercusiones de cierta política quizá se nos antoje elemental. ¿Acaso
no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen
innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan
altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que puede
ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que se
embriaga que va despertarse con el estómago revuelto y la cabeza
dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está destruyendo su hígado y
acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un camino
erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, para
volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el
perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que
caminan hacia un futuro de deudas y miseria? Sin embargo, cuando
entramos en el campo de la economía pública, verdades tan elementales
son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes
economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito
público como medio de salvación económica; y que cuando alguien señala
las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican
petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: «A
la larga, todos muertos.» Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos
epigramas y manifestaciones de madura sabiduría.
Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de
la Economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El
arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de
cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas;
en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino
sobre todos los sectores.
Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando
tan terrible daño en el mundo actual son el resultado de ignorar esta
lección. Derivan siempre de uno de estos dos errores fundamentales o de
ambos: el contemplar sólo las consecuencias inmediatas de una medida o
programa y el considerar únicamente sus efectos sobre un determinado
sector, con olvido de los restantes.
Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un
cierto programa económico no debemos atenernos exclusivamente a sus
resultados remotos sobre toda la comunidad. Es éste un error que a
menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual engendró una cierta
insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que resultaban
inmediatamente perjudicados por unas directrices o sistemas que a largo
plazo beneficiarían a la colectividad.
Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y
esos pocos, casi siempre economistas profesionales. La falacia más
frecuente en la actualidad; la que emerge una y otra vez en casi toda
conversación referente a cuestiones económicas; el error de mil
discursos políticos; el sofisma básico de la «nueva» Economía, consiste
en concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de cierto plan en
relación con sectores concretos e ignorar o minimizar sus remotas
repercusiones sobre toda la comunidad. Los «nuevos» economistas se
jactan de que su actitud supone un enorme, casi revolucionario, avance
en orden a los métodos de los economistas «clásicos» u «ortodoxos», por
cuanto a menudo descuidan los efectos que ellos tienen siempre
presentes. Ahora bien, cuando, a su vez, ignoran o desprecian los
efectos remotos, están incidiendo en un error de mayor gravedad. Su
preciso y minucioso examen de cada árbol les impide ver el bosque. Sus
métodos y las conclusiones deducidas son, con harta frecuencia, de
profunda índole reaccionaria y a menudo asómbrales el constatar su plena
coincidencia con el mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a
caer en aquellos antiguos errores (o caerían si no fueran tan
inconsecuentes) de los que creíamos haber sido definitivamente liberados
por los economistas clásicos.
Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus
sofismas entre las gentes de manera harto más atractiva que los buenos
sus verdades. Laméntase a menudo que los demagogos logren mayor asenso
al exponer públicamente sus despropósitos económicos que los hombres de
bien al denunciar sus fallos. En esto no hay ningún misterio. Demagogos y
malos economistas presentan verdades a medias. Aluden únicamente a las
repercusiones inmediatas de la política a aplicar o de sus consecuencias
sobre un solo sector. En este aspecto pueden tener razón; y la réplica
adecuada se reduce a evidenciar que tal política puede también producir
efe ctos más remotos y menos deseables o que tan sólo beneficia a un
sector a expensas de todos los demás. La réplica consiste, pues, en
completar y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora
bien, tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes
del plan en ejecución requiere a menudo una larga, complicada y enojosa
cadena de razonamientos.
La mayoría del auditorio encuentra difícil seguir esta cadena
dialéctica y, aburrido, pronto deja de prestar atención. Los malos
economistas aprovechan esta flaqueza y pereza intelectual indicando a su
público que ni siquiera ha de esforzarse en seguir el discurso o
juzgarlo según sus méritos, porque se trata sólo de «clasicismo»,
«laissez faire», «apologética capitalista» o cualquier otro término
denigrante, de seguros efectos sobre el auditorio.
Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que
aparecen en el camino en términos abstractos. Pero la lección no será
aprovechada y los sofismas continuarán ocultos a menos que ambos sean
ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar de los más
elementales problemas de la Economía a los más complejos y difíciles.
Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en primer lugar,
las falacias más crudas y tangibles, y finalmente, otras más profundas y
huidizas. A esta tarea procedemos a continuación.
Los beneficios de la destrucción
Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos, emulando a Bastiat, una ventana de vidrio rota.
Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería.
El panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha
desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan con mal
disimulada satisfacción los desperfectos causados y los trozos de vidrio
sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente
comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero,
que después de todo la desgracia tiene también su lado bueno: ha de
reportar beneficio a algún cristalero.
Al meditar de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta
una nueva luna? ¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante,
pero al fin y al cabo, si los escaparates no se rompieran nunca, ¿qué
harían los cristaleros? Por tales cauces la multitud se dispara. El
vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de
otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus
adquisiciones en otros establecimientos, y la cosa seguirá hasta el
infinito. El escaparate roto irá engendrando trabajo y riqueza en
artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las
gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos
de constituir díscola amenaza, convertiríase en un auténtico
filántropo.
Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de
vista. Los que presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera
conclusión, completa razón. Este pequeño acto de vandalismo significa,
en principio, beneficios para algún cristalero, quien recibirá la
noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que
sabe de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de
cincuenta dólares que destinaba a adquirir un traje nuevo. Al tener que
reponer la luna se verá obligado a prescindir del traje o de alguna
necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y cincuenta dólares
sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que
pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y
renunciar al traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje
que de otra forma hubiera podido disfrutar; su pobreza se verá
incrementada justamente en el correspondiente valor.
En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha
habido, pues, nueva oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba
dos partes de la transacción: el panadero y el cristalero; olvidaba una
tercera parte, potencialmente interesada: el sastre.
Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. El
público verá reparado el escaparate al día siguiente, pero nunca podrá
ver el traje extra, precisamente porque no llegó a existir. Sólo
advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.
Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental.
Cualquiera— se piensa— la desecharía tras unos momentos de
meditación. Sin embargo, este tipo de sofismas, bajo mil disfraces, es
el que más ha persistido en la historia de la Economía, mostrándose en
la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente
proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio,
jefes sindicales, autores de editoriales, columnistas de prensa y
comentaristas de radio, sabios estadísticos que se sirven de refinadas
técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores universidades. Por
diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de
pequeños actos de destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de
enormes actos destructivos. Nos hablan de cuánto mejor nos hallamos
económicamente en la guerra que en la paz; ven «milagros de producción»
que sólo la guerra origina y un mundo posbélico verdaderamente próspero
gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida».
Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en
Europa y que «tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las
viviendas que no pudieron ser edificadas durante la conflagración, las
medias de nylon que no pudieron ser suministradas, los automóviles y
neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y frigoríficos
anticuados, etcétera. Así acumulan totales formidables.
Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate
roto, vestido de nuevo y tan lozano que resulta difícil reconocerlo.
Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de falacias conexas. Se
confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra, cuanto
mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la necesidad
posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera
demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de
compra correspondiente.
Las necesidades de China son hoy incomparablemente mayores que las de
los Estados Unidos, pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el
volumen de «nuevos negocios” que puede estimular es incomparablemente
menor.
Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de
ordinario esgrimen los mismos que sostenían el anterior. Consideran la
«capacidad adquisitiva» meramente en su aspecto monetario y añaden que
actualmente para disponer de dinero basta con imprimir billetes. Como
alguien ha dicho, imprimir billetes es, efectivamente, la mayor
industria del mundo, si se mide el producto en términos monetarios. Pero
cuanto más dinero se crea de esta forma tanto más desciende el valor de
la unidad monetaria. La depreciación puede medirse por el alza que
experimentan los precios de las mercancías.
No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan firmemente
habituada a valorar su riqueza e ingresos en términos dinerarios, se
consideran beneficiados cuando aumentan esos totales monetarios, aunque
puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor número de bienes. La
mayor parte de los «buenos» resultados económicos que la gente atribuye a
la guerra son realmente debidos a la inflación propia de los tiempos
bélicos.
Pueden ser producidos de la misma manera por una inflación
equivalente en tiempos de paz. Más adelante volveremos sobre esta
ilusión monetaria.
verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto.
Este reportó, efectivamente, más negocio al cristalero y la destrucción
bélica proporcionará mayores beneficios a los productores de ciertos
bienes. La destrucción de casas y ciudades incrementará el negocio de
las industrias de la construcción. La imposibilidad de producir
automóviles, radios y frigoríficos durante la guerra acumulará una
demanda posbélica para estos determinados productos.
A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello equivale
a un aumento en la demanda; y puede serlo, en efecto, en términos de
dólares de inferior valor adquisitivo.
Pero en realidad se produce una desviación de la demanda hacia
aquellos productos determinados. Los europeos edificarán nuevas
viviendas porque se hallan obligados a hacerlo, pero al construirlas
restarán mano de obra y capacidad productiva a otras actividades. Al
producir nuevas casas disminuirá en igual medida su capacidad
adquisitiva de otras cosas. Siempre que se incrementen los negocios en
una dirección han de reducirse correlativamente en otras, excepto en la
medida en que las energías productivas sean en general estimuladas por
el sentido de necesidad y urgencia, En una palabra, la guerra modificará
la dirección del esfuerzo posbélico, cambiará el equilibrio industrial,
la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también sus
consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda cuando
se hayan satisfecho las necesidades acumuladas de casas y otros bienes
duraderos. Entonces estas industrias temporalmente favorecidas tendrán
que decaer en cierto grado para permitir elevarse a otras que atiendan a
distintas necesidades.
Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán
cambios de la demanda de posguerra comparada con la de preguerra. La
demanda no se limitará a desplazarse de una a otra mercancía, sino que
en la mayoría de los países se producirá una reducción en su totalidad.
Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos
caras de una misma moneda; son la misma cosa vista desde ángulos
distintos. La oferta crea demanda porque en el fondo es demanda. La
oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a cambio de
lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo por parte del
agricultor constituye su demanda de automóviles y otras mercancías. La
oferta de automóviles representa la demanda de trigo y otras mercancías
por parte de la industria automovilística. Todo ello es inherente a la
moderna división del trabajo y a la economía de cambio.
Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de
la gente, incluso para algunos economistas de brillante reputación, por
efecto de ciertas complicaciones tales como el pago de salarios y la
forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente, mediante el
dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros escritores
clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar exactamente las
complejas consecuencias que provoca el uso del dinero, vieron al menos, a
través del velo monetario, las realidades que ocultaba. En ese sentido
aventajaron a muchos de los críticos actuales, a los que el mecanismo
monetario confunde más que ayuda. La simple inflación, es decir, la mera
emisión de más dinero, con la consecuencia de salarios y precios más
elevados, puede aparecer como creación de mayor demanda. Pero en
términos de producción real e intercambio de mercancías efectivas no lo
es. No obstante, un descenso en la demanda de posguerra puede permanecer
oculto a mucha gente en razón a las ilusiones que provocan los mayores
salarios, sobradamente rebasados por el incremento de los precios.
La demanda posbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en
valor absoluto en relación con la de la preguerra porque la oferta
posbélica habrá disminuido. Esto resulta evidente en Alemania y Japón,
donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas.
Es decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando
formulamos un ejemplo extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas sus
grandes ciudades con ocasión de la guerra, en lugar de haber sufrido
sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus instalaciones
industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi totalidad de su
capital acumulado y bienes de consumo aniquilados, de tal suerte que su
población se hubiera visto reducida al nivel económico de los chinos,
pocos se atreverían a hablar de demanda acumulada y diferida a causa de
la guerra. Sería obvio que el poder adquisitivo habría quedado
disminuido en igual medida que la capacidad productiva. Una inflación
monetaria desenfrenada, al multiplicar por mil. el nivel de precios,
podría indudablemente elevar las cifras de la «renta nacional» en
términos monetarios respecto a las de la preguerra; pero los que sobre
tal supuesto pensaran, con error notorio, ser más ricos que antes,
demostrarían su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin
embargo, los mismos principios son aplicables tanto a una pequeña
destrucción bélica como a otra de vastas proporciones.
Pueden darse, sin embargo, e n compensación, otros factores
positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la
contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la
productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará
ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto
número de personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar
que goza de verdadero bienestar económico a través de aumentos de
salarios y precios originados por un exceso de papel moneda. Pero la
idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad mediante una
«demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra
constituye evidentemente un sofisma.
Traducido del inglés por Adolfo Rivero.
1. La destrucción no es beneficiosa. La primera lección de Hazlitt
pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear
riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los
factores productivos se trasladarán a fabricar un nuevo cristal, pero
durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje.
Evidente, ¿no? Pues no tanto, aun hoy esta falacia de la ventana rota
sigue demasiado presente en nuestras vidas. Así, por citar sólo algunos
casos recientes, a comienzos de 2005, tras la tragedia humana y
económica que supuso el tsunami del Índico, Alastair Corera,
vicepresidente de la agencia de calificación Fitch, hoy felizmente
desacreditada, sostenía: “El tsunami es una oportunidad de crecimiento
para Sri Lanka”. No estaba sólo. Poco después de la devastación de Nueva
Orleans por el huracán Katrina, el economista jefe del banco
estadounidense Wachovia, hoy felizmente quebrado y absorbido por Wells
Fargo, se descolgaba con las siguientes declaraciones: “Generalmente es
bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala como
sucede ahora”.
2. Las obras públicas no generan empleo. Otro claro ejemplo de
políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública.
Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente
recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras…
Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos
(lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con
más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por
consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción
privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve. Con
la crisis económica de 2008, los gobiernos de todo el mundo se
embarcaron en faraónicas obras públicas con el propósito de estimular la
actividad y generar empleo. El caso del Plan E en España es sólo el
epítome del disparate que supuso lanzar miles de millones de euros por
las alcantarillas en todo el orbe; y todo ello con la entusiasta
complacencia de la mayoría de economistas académicos.
3. Los créditos blandos perturban la producción. Los créditos
artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó
Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente –su deudor puede devolver
principal e intereses–, éste podrá sufragarse en el mercado libre; si
tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de
conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos
con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará
haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar
recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían
generado valor a otros que lo destruyen. Y, sin embargo, ahí han estado
las Freddie Mac, las Fannie Mae o las Ginnie Mae de turno en Estados
Unidos, y aquí han estado las cajas de ahorros: todo este entramado de
empresas semipúblicas tenía como cometido hacer llegar el crédito a
aquellas personas o compañías a las que el avaricioso sector privado no
quería prestar. Con el estallido de la crisis 2008 se comprobó que sus
inversiones habían sido tan inteligentes como para generar un agujero de
cientos de miles de millones de dólares que, por supuesto, debían
cubrir todos los estadounidenses y todos los españoles con sus
impuestos.
4. Las máquinas no destruyen puestos de trabajo. El típico temor
decimonónico del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre
que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la
necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de
destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas
máquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con
trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los
menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una
mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello
nuevos empleos. A día de hoy aun siguen produciendo razonamientos
similares a los de los luditas; por ejemplo, cuando la industria musical
afirma que la piratería destruye miles de puestos de trabajo –un
informe de Promusicae de 2008 sostenía que, como consecuencia de la
piratería, se perdieron ese año 13.000 empleos–, lo que en el fondo está
diciendo es que el abaratamiento de la copia musical merced a los
nuevos dispositivos –a las máquinas– hace redundantes multitud de
empleos que se perderán de manera irremediable. Ni tiene en cuenta los
empleos que directamente se crean para producir los reproductores mp3 o
mp4 ni los que indirectamente surgen de la reinversión de los beneficios
o del consumo de la renta adicional.
5. Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo. Si
partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece
lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo
la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se
necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema,
claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda
reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o
con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de
bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente
que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la
mitad. En definitiva, que una persona quiera trabajar menos horas es una
decisión perfectamente legítima y racional… siempre que esté dispuesta a
asumir el coste de oportunidad de esa decisión: un menor salario que si
trabajara durante más horas. Debe ser, pues, cada individuo quien
decida qué es lo que más le conviene: si trabajar más o ganar menos.
Pese a ello, los sindicatos españoles y europeos no han dejado ni un
momento de reclamar durante los últimos 20 años la semana laboral de 35
horas –en Francia incluso llegó a implantarse desde el año 2000 al 2008,
con desastrosos resultados–. Lo más gracioso es que uno de los
argumentos que ofrecen los líderes sindicales para justificar semejante
imposición es el de que genera nuevos puestos de trabajo. Así, por
ejemplo, en el 37º Congreso de la UGT, celebrado en 1998 y que llevaba
como nombre “Por las 35 horas. Empleo y solidaridad”, se afirmaba que
las 35 horas sin merma salarial eran un “mecanismo efectivo para la
creación de empleo”.
6. Los funcionarios no estabilizan la demanda agregada. Fruto de la
doctrina keynesiana nace la convicción de que nuestras economías están
sometidas a unas demandas agregadas muy fluctuantes que hay que
estabilizar para evitar los ciclos económicos. Una de las maneras que
propuso Keynes y que sin duda han seguido todos los políticos al pie de
la letra es la de acrecentar el sector público: si el Estado gasta un
porcentaje muy alto del PIB, da igual en lo que sea, la demanda apenas
fluctúa. En parte, ese aumento estructural del gasto se ejecuta mediante
un incremento en el número de funcionarios, quienes, al tener sus
puestos de trabajo asegurados de por vida, pueden consumir de manera más
estable. No obstante, deberíamos tener claro que un mayor número de
funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el
mayor gasto público va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo,
dado que los funcionarios no se dirigen necesariamente a satisfacer las
necesidades más urgentes de los consumidores, su eliminación y traspaso
al sector privado sí contribuiría a incrementar la productividad. Pese a
ello, cuando en 2010 el Gobierno español propuso recortar un 5% el
sueldo a los funcionarios y el Ejecutivo inglés anunció la reducción del
número de empleados públicos, fueron numerosos los economistas y
políticos que sostuvieron que semejantes medidas de austeridad
redundarían en una contracción de la demanda agregada y, por tanto, en
un agravamiento de la crisis.
7. El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra
producción. Todas las medidas que se concentran en maximizar el número
de empleos por procedimientos ajenos al mercado sufren del mismo error:
considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en
lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios
útiles a disposición de los agentes económicos. A día de hoy el pleno
empleo sigue siendo un fetiche de los políticos, probablemente porque
permite apelar de manera más directa a los intereses de los votantes. En
la crisis que comenzó en 2008 hemos visto a los políticos, nacionales y
extranjeros, defender una enorme cantidad de intervenciones –como los
planes de estímulo– con el propósito de crear empleo. Asimismo, el
crecimiento económico suele ser relegado en el discurso político a un
segundo lugar: de hecho, lo positivo del crecimiento no es que nos
enriquece, sino que permite generar puestos de trabajo.
8. Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos. La
retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el s.
XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido
sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una
sociedad es obtener los bienes y servicios lo más barato posible; si
éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder
adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla
otras industrias y genera empleos en el interior); si el Gobierno fija
aranceles a la importación de productos, simplemente estará orientado la
economía a producir de manera ineficiente unos bienes y servicios que
están disponibles más baratos en el extranjero, perjudicando a gran
cantidad de empresarios internos, cuya demanda desaparecerá cuando los
consumidores deban abonar sobreprecios por las mercancías domésticas que
antes adquirían en el extranjero. No obstante, los sesgos
mercantilistas siguen muy vivos: durante la Gran Recesión, por ejemplo,
las críticas a China por mantener la paridad de su moneda con el dólar y
por destruir de manera imperialista puestos de trabajo en Occidente han
sido generalizadas. Simultáneamente, sin embargo, la Unión Europea
mantenía sus gravosos aranceles sobre la importación de alimentos y los
Estados Unidos de Obama iniciaban una campaña de concienciación para
comprar productos fabricados dentro del país (Buy American).
9. Importar y exportar van de la mano. Un subproducto de la retórica
mercantilista es la idea de que exportar es bueno e importar es malo. En
realidad, si vamos más allá del velo monetario, a largo plazo las
importaciones se pagan con exportaciones (por tanto, si importamos menos
exportaremos también menos) y las exportaciones se destinan a pagar las
importaciones futuras (en caso contrario, estaríamos regalando nuestra
producción interna al extranjero). El error, sin embargo, no ha impedido
a muchos economistas promover activamente devaluaciones competitivas,
cuyo propósito es claramente el de aumentar las exportaciones y
disminuir las importaciones… a costa de las exportaciones e
importaciones del resto de países. En la Gran Recesión ha habido
numerosos ejemplos de devaluaciones que han sido en general aplaudidas
por casi todos los políticos y economistas: las más conocidas, la del
zloty polaco o la de la corona islandesa, aunque también cabría
mencionar la petición casi generalizada de que China revaluara el yuan
para así devaluar el dólar.
10. Los precios remunerativos destruyen riqueza. Los distintos grupos
de presión suelen defender que el Gobierno tiene la misión de
garantiaaezar unos precios que hagan rentable determinadas producciones
estratégicas, como la agricultura; para ello se defiende la imposición
de precios mínimos, la destrucción de producción o la adquisición
estatal de mercancía para mantenerla fuera del mercado. Obviamente, se
trata de una aplicación particular de la falacia de la ventana rota que
ya hemos tratado: es una simple redistribución de la renta (desde los
consumidores a los productores privilegiados) pero que genera pérdidas
netas para el conjunto de la sociedad. El caso más conocido y extendido
es el del apoyo gubernamental a la agricultura con la excusa del
autoabastecimiento dentro la Unión Europea y a través de la Política
Agraria Común (PAC).
11. Salvar industrias no rentables destruye riqueza. No resulta
inhabitual que ante, una quiebra empresarial, los grupos de intereses
directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible
que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida
de puestos de trabajo. Cuando mayor es el tamaño de la firma –y por
tanto más elevado el número de empleados–, mayor es también la
insistencia en la necesidad del rescate. En realidad, no obstante,
debería ser más bien al revés: un plan de negocios que pierde dinero es
un plan de negocios que está dilapidando una gran cantidad de recursos
muy valiosos en fabricar bienes y servicios mucho menos útiles. A mayor
tamaño, pues, mayor responsabilidad y mayor necesidad de
reestructuración. Pese a ello, las intervenciones políticas para salvar
empresas o industrias con la finalidad de conservar puestos de trabajo
siguen siendo demasiado frecuentes. Sin ir más lejos, en 2009 Barack
Obama rescató a la muy ineficiente industria automovilística del país
con el pretexto de salvar más de doscientos mil puestos de trabajo;
doscientos mil personas, por tanto, a las que se les siguió dando un uso
inadecuado dentro del sistema económico.
12. Las decisiones empresariales deben estar basadas en el ánimo de
lucro. Los socialistas, al tiempo que denunciaban la anarquía productiva
del capitalismo, han venido afirmando que el libre mercado es un
sistema muy ineficiente porque, al condicionar las decisiones
empresariales al ánimo de lucro, impiden sacar todo el partido posible a
las fuerzas productivas. ¿Por qué la inexistencia de beneficios debe
conducir a una paralización de la producción? ¿No sería mejor acaso
maximizar todas las líneas productivas? Parece claro que semejante
razonamiento pasa por alto que los recursos son escasos en la medida en
que se les puede dar un número prácticamente infinito de usos
alternativos, de ahí que necesitemos un mecanismo que permita
jerarquizar la urgencia de esos usos alternativos. Este mecanismo son
los beneficios: cuando aparecen pérdidas significa que los recursos se
están destinando a satisfacer los fines menos urgentes e importantes,
desatendiendo los más urgentes e importantes. El error de fondo, pues,
consiste en pensar que nos encontramos en una economía de la abundancia
en la que no hay que priorizar ciertos usos de los recursos. En España,
por ejemplo, los distintos gobiernos populares y socialistas estuvieron
subvencionando a lo largo de la primera década del s. XXI las energías
renovables, pese a operar con pérdidas milmillonarias; la justificación
fue que de este modo se generaba empleo y se incrementaba la producción
de energía verde, cuando en realidad lo que se estaba haciendo era
destruir riqueza y puestos de trabajo al encarecer el coste de la
electricidad.
13. Los especuladores son los encargados de estabilizar
intertemporalmente los precios.Ya hemos visto que los precios
remunerativos destruyen riqueza; esto es, carece de sentido que deba
garantizarse la rentabilidad de todo plan de negocios. Un razonamiento
similar, aunque no idéntico, es que los mercados se mueven en forma de
manadas, lo que puede dar lugar a descoordinaciones sociales: si cuando
todos venden se reducen demasiado los precios, se producirán quiebras
empresariales que elevarán los precios futuros. Por ello, se razona, el
Estado tiene que evitar las reducciones excesivas de precios,
absorbiendo los excedentes invendibles o fijando precios mínimos. Claro
que esta estabilización intertemporal de los precios es justo la
actividad a la que se dedican los denostados especuladores: comprar y
acumular mercancías en momentos de elevada oferta y venderlas en los
momentos de menor oferta. Aquella porción de la oferta que no sea
absorbida ni por los especuladores ni por los consumidores será oferta
redundante que deberá de interrumpirse, para lo cual puede ser necesario
que se produzcan quiebras empresariales; esto es, que las explotaciones
marginalmente menos rentables salgan del mercado (y se dediquen a
fabricar otro tipo de bienes y servicios más valiosos). El Estado, al
incrementar los precios o absorber la producción, impide este necesario
reajuste. De nuevo, el ejemplo de la protección de la agricultura en
Estados Unidos y en la Unión Europea durante el último medio siglo es
suficientemente ilustrativo de lo arraigadas que siguen estas ideas.
14. Los precios máximos generan desabastecimientos. En ocasiones, lo
intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan,
sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios
máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a
precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro
que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto
plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un
desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de
su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de
las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del
bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población.
El notable fracaso de los precios máximos no ha llevado, sin embargo, a
que los políticos renuncien definitivamente a hacer uso de los mismos:
en enero de 2011, por ejemplo, el presidente francés Nicolas
Sarkozy propuso ante el G-20 un control internacional de los precios de
las materias primas agrícolas con la idea de hacerlas asequibles a toda
la población mundial.
15. Los salarios mínimos generan paro. Uno de los mitos económicos
que sigue gozando de un mayor predicamento entre nuestras élites
políticas, pese a que la ciencia económica ha puesto de manifiesto en
reiteradas ocasiones todos sus errores, es que los salarios mínimos
constituyen un mecanismo efectivo para incrementar los salarios. En
realidad, como Hazlitt explica con claridad, los salarios mínimos no son
más que un caso de precio mínimo que, por consiguiente, genera
idénticas consecuencias: o provocan un incremento del paro o una
redistribución interna de los salarios (unos suben a costa de que otros
bajen). En todo caso, el escenario más habitual será el de un aumento
del desempleo, lo que ademán dará lugar a una caída de la producción de
bienes y servicios que padecerán todos los consumidores. Pese a ello, en
2011 casi todas las economías del mundo se veían políticamente
sometidas a algún tipo de salario mínimo –ya fuera general o, más
frecuentemente, sectorial a través de convenios colectivos–,
dificultando el acceso al mercado de trabajo a las personas menos
cualificadas y, por tanto, con una productividad marginal más baja.
16. Los sindicatos no elevan los salarios de todos los trabajadores.
La doctrina marxista de la explotación capitalista sirvió para
popularizar la idea de que los empresarios intentan, y consiguen,
minimizar los salarios que abonan para así maximizar beneficios. Como si
de un perfecto cartel se tratara, los empresarios no competían entre sí
por captar trabajadores –lo cual empujaría los salarios al alza hasta
que coincidieran con su productividad marginal descontada–, sino que se
asociaban para mantener los sueldos a raya. Como contrapeso, pues, se
consideró imprescindible que los obreros también se organizaran con el
propósito de elevar sus salarios y, para tal fin, nacieron los
sindicatos. Hazlitt, si bien opina que el empresario disfruta de cierto
poder de negociación frente al trabajador, es consciente de que los
sindicatos sólo sirven para elevar los salarios de los trabajadores
afiliados, lo cual llevará a los respectivos empresarios a, si son
capaces de hacerlo, incrementar los precios de sus productos y, por esta
vía, reducir los salarios reales de los trabajadores no afiliados; o,
si no son capaces de repercutir en sus precios los mayores costes
salariales, a despedir a los trabajadores marginalmente menos
productivos; por tanto, los sindicatos elevan unos salarios y disminuyen
otros (incluso hasta el punto de desemplear a una parte de la fuerza
laboral). Y frente a ello la solución no pasa por extender la
sindicación a todos los obreros, pues en tal caso los salarios
aumentarían a costa de los beneficios y, aparte de generar paro, ello
sólo redundaría en una descapitalización de la economía y, por tanto, en
menores salarios futuros. Aun así, los sindicatos siguen siendo una
pieza omnipresente en casi todas las sociedades occidentales modernas a
través de procesos propios del fascismo corporativista como son las
negociaciones colectivas.
17. La economía no crece cuando se incrementan artificialmente los
salarios. Uno de los pretextos generalmente aducidos para defender las
alzas salariales es que los trabajadores deben cobrar lo suficiente para
adquirir el producto que fabrican. En caso contrario, la producción se
hundirá por una insuficiencia de demanda agregada: ¿quién comprará las
mercancías de los empresarios si los obreros no cobran lo suficiente? El
mito en torno a este argumento, que apela directamente al interés
lucrativo del empresario, creció con la anécdota de que Henry Ford subió
los salarios a sus trabajadores para que pudieran adquirir sus
vehículos, lo cual aumentó de manera muy sustancial sus ventas. Por
supuesto, el argumento se cae por su propio peso: no tiene mucho sentido
que Henry Ford adelante a sus trabajadores el mismo dinero que, en el
futuro y con suerte, espera recuperar por la venta de sus productos. El
error es fácilmente detectable cuando recordamos que, en realidad, no
sólo son los trabajadores quienes consumen; también los capitalistas,
gracias a los beneficios de sus empresas, forman parte de la demanda
agregada de bienes y servicios (aunque sean en forma de inversiones,
esto es, de bienes y servicios de capital). Más salarios puede generar
un mayor gasto obrero, pero también provocará un menor gasto
capitalista. La cuestión no es, pues, si los salarios pueden absorber
toda la producción nacional, pues los beneficios también constituyen una
parte de la demanda; como indica Hazlitt, los mejores precios y
salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que,
al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción
disponible para todos. Pese a ello, la opinión de que los aumentos
salariales siempre son preferibles a las reducciones salariales sigue
muy presente en nuestras sociedades; en España, por ejemplo, era
evidente que durante la Gran Recesión muchos salarios tenían que
reducirse para que muchas empresas evitaran la quiebra y pudieran
comenzar a recuperarse. Sin embargo, no fueron pocos quienes apostaron
por una subida de salarios que reanimara la demanda interna, aun cuando
ésta ya era claramente excesiva como reflejaba el enorme y persistente
déficit exterior del país.
18. Los beneficios son una parte esencial de la economía. Otro
subproducto de la doctrina marxista de la explotación es que los
beneficios son un robo al obrero y, por tanto, hay que erradicarlos. En
realidad, sin embargo, los beneficios son, por un lado, una simple
remuneración por adelantar el capital a los trabajadores y otro factores
productivos (magnitud que podríamos llamar “beneficios ordinarios”) y,
por otro, una remuneración por corregir errores empresariales y servir
más eficientemente que el resto de empresarios al consumidor (lo que
podríamos denominar “beneficios extraordinarios”). Sin beneficios la
economía de mercado carecería de señales para asignar los recursos y
para tratar de mejorar la calidad o de reducir los costes de aquellos
productos que más urgentemente demandan los consumidores. Y, sin
embargo, las denuncias y críticas contra los beneficios siguen siendo
continuas en Occidente: los beneficios demasiadoaltos son vistos con
sospecha, como si fueran el resultado de haber robado o engañado a la
sociedad (cuando, si no derivan de un privilegio estatal, son justo lo
contrario: el fruto de haber beneficiado a una enorme cantidad de
individuos). Incluso los beneficios no demasiado altos pero que no vayan
acompañados de creación de empleo son asociados con una renovada
explotación capitalista. Por ejemplo, en 2010 las empresas españolas
mejoraron ligeramente sus beneficios con respecto a las simas de 2009,
uno de los momentos más duros de la recesión. No obstante, dado que ese
aumento de los beneficios no fue asociado con creación de empleo
(fundamentalmente porque, debido a la rígida regulación laboral, la
única opción que tenían en España las empresas para reducir costes
salariales era despidiendo a trabajadores), numerosos periodistas
escorados a la antieconomía intervencionista no dudaron en denunciar los
hechos como un abuso del capitalismo salvaje contra el bien común.
19. La inflación destruye la división del trabajo. El hechizo de la
inflación ha sido una constante a lo largo de la historia. Dado que la
mayoría de la población, incluyendo al Estado, suele ser deudora neta,
la inflación ha sido vista como una velada estrategia de
desapalancamiento. Como es obvio, las auténticas razones que hay detrás
de la inflación se explicitan en muy pocas ocasiones; las más de las
veces se suele justificar el recurso al envilecimiento de la moneda
apelando a su capacidad para acelerar, aunque sea a corto plazo, el
pleno empleo. Hazlitt hace como de costumbre un tratamiento bastante
completo del tema: primero señala que la inflación es un impuesto oculto
que redistribuye la renta desde una parte de la sociedad hacia el
Gobierno y sus aledaños; luego advierte de que las dinámicas
inflacionistas pueden volverse incontrolables, sobre todo cuando se
deteriora con saña la calidad del dinero; más adelante recuerda que la
única forma de lograr el pleno empleo es ajustando los precios
relativos, entre los que destacan de manera especial los salarios, y
critica que quiera alcanzarse este mismo resultado falseando el poder
adquisitivo de los salarios nominales merced a la inflación; y, por
último, recuerda que para incrementar el poder adquisitivo que sustente
un determinado nivel de producción no es necesario provocar inflación,
pues el poder adquisitivo, en última instancia, lo constituye la propia
producción (como perspicazmente comprendió Jean Baptiste Say y sintetizó
en su famosa Ley de Say). Los argumentos de Hazlitt, sin embargo, no
han calado en absoluto en nuestra sociedad. Desde que escribió La
economía en una lección el poder adquisitivo del dólar se ha hundido más
de un 90% y, de hecho, durante la Gran Recesión, el único momento en
seis décadas donde se percibía una tímida deflación, la Reserva Federal
no dudó en multiplicar por tres sus pasivos para tratar de generar
inflación en medio del aplauso generalizado de la práctica totalidad de
economistas y políticos.
20. El ahorro es la base de la prosperidad. Acaso la última de las
lecciones del libro sea el error que todavía se encuentra más extendido
en nuestras sociedades. La llamada “paradoja del ahorro” –el sofisma que
establece que el ahorro es beneficioso para el propio ahorrador pero
perjudicial para el conjunto de la sociedad– ha impregnado a casi todos
los colectivos sociales, hasta el extremo de llegar a sostener que el
ahorro es un mero subproducto del gasto: sin gasto no hay renta y sin
renta no hay ahorro. De poco ha servido que Hazlitt repitiera los
sensatos argumentos tanta veces desarrollados por la Escuela Austriaca:
que un aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que
ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre
ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo
de interés; y que la causa de los ciclos económicos no cabe buscarla en
el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de
mercado. Pese a la contundencia de los argumentos austriacos,
políticos, economistas y ciudadanos han continuado cegados por la idea
de que el consumo estimula el crecimiento, tal como se comprobó
nuevamente con los mal llamados “planes de estímulo”, aprobados en 2009
para combatir la Gran Recesión: una crisis desatada por el exceso de
endeudamiento y de consumo (derivados ambos de la manipulación a la baja
de los tipos de interés de mercado entre 2002 y 2006) que se pretendió
contrarrestar con más deuda y más consumo.
Por desgracia, casi todos los sofismas que con la meticulosidad de un
cirujano va desmontando Hazlitt siguen presentes en nuestras sociedades
65 años después de la publicación de La economía en una lección. De ahí
que el paso de los años no haya restado un ápice de actualidad a la
obra; será que ciertos sesgos liberticidas están casi tan asentados en
nuestra naturaleza como inmutables son las leyes económicas que Hazlitt
desentraña en esta magnífica obra con la que muchos nos introdujimos en
el apasionante estudio de esta ciencia
https://www.mises.org.es/2019/02/un-prologo-a-la-economia-en-una-leccion/
La economía en una lección
Critica
¿Qué hay de nuevo viejo?
Como corriente de pensamiento económico y político los libertarios
(de derecha) no son demasiado originales. Sus ideas son bastante viejas.
Tanto o más viejas que las ideas dizque “socializantes” o
“comunizantes” que combaten. Aclaremos que, para los libertarios,
cualquier praxis o intervención ajena al mercado, merece ser catalogada
como “socialista” o “comunista”. Dicha exageración semántica se funda en
el principio delirante que establece que el trabajo (y el Estado)
“explotan” al capital.
Aunque comparten algunos lineamientos y fundamentos generales, no son una corriente homogénea.
Simplificando al extremo, podríamos identificar tres grandes
afluentes: los “clásicos”, cultores de las versiones más ortodoxas del
canon liberal, referenciados principalmente con Milton Friedman y la
Escuela de Chicago; los “minarquistas”, partidarios del “Estado cero”,
identificados con Ludwing Von Mises, Friedrich Von Hayek y otros autores
de la Escuela Austriaca y, finalmente, los “anarco-capitalistas”,
cultores del individualismo extremo.
De todos modos, es posible plantear la existencia de una “síntesis
libertaria” bien reflejada, por ejemplo, en la obra del economista
norteamericano Murray Rorthbard, autor de libros como Poder y Mercado, La ética de la libertad o Por una nueva libertad.
Él fue quien propuso y divulgó formulas tales como “anarco-capitalismo”
o “anarquismo de propiedad privada” y articuló las propuestas
“minarquistas” de Ludwig Von Mises con los planteos de los
“anarco-individualistas” norteamericanos del siglo XIX, especialmente:
Lysander Spooner, Benjamín Tucker y los “anarquistas bostonianos”.
También cabe señalar la influencia de Von Hayec, en especial la de su obra The road to serfdom, libro publicado en 1944. Una especie de Biblia para todo el arco libertario. O la de Henry Hazlitt, cuyo libro La economía en una lección, publicado en 1946, es una especie de breviario que oficia de introducción al pensamiento libertario.
La diferencia entre anarco-capitalistas (y algunos cultores de la
síntesis libertaria) y los clásicos “puros”, radica en que estos últimos
no abjuran del recurso al Estado cuando se trata de defender o salvar a
los intereses privados. Por ejemplo, no rechazan la ayuda estatal
cuando está orientada a “los negocios”. Esa, y otras eventualidades
intervencionistas por el estilo, están contempladas por su “ontología
empresarial”. Los clásicos están muy lejos de los anarco-capitalistas
que asumen posicionamientos radicalmente anti-estatales y una activa
militancia en contra de los monopolios o las fuerzas armadas (del
Estado), o que reconocen el valor de las actividades no mediadas por las
lógicas del beneficio y la importancia de algunas empresas
comunitarias.
En Argentina los clásicos son herederos de una tradición vinculada
con figuras como Alberto Benegas Lynch (padre) y Alberto Benegas Lynch
(hijo). El primero, fundador del Centro para la Difusión de la Economía
Libre hacia 1950; el segundo presidente de la Academia Nacional de
Ciencias Económicas y fundador, en 1978, de la Escuela Superior de
Economía y Administración de Empresas (ESEADE). Son varios los
referentes actuales de esta tradición que, más que libertaria, se asume
como “liberal” y/u “ortodoxa” y que, en la línea de Friedman, jamás
renegaría del Estado coercitivo al que, por el contrario exaltan.
Hobbesianos convictos y confesos, los clásicos “puros” nunca podrían
plantear, al modo de los anarco-individualistas norteamericanos y sus
seguidores, que “la defensa” debe ser una mercancía sujeta a la ley de
la oferta y la demanda.
Por su parte, los referentes de las posiciones más cercanas al
anarco-capitalismo, los que cultivan una retórica de ribetes más
anti-estatistas, “minarquistas” o de “Estado cero”, los que pueden
considerarse como exponentes locales de la síntesis libertaria, vienen
incrementando su presencia en los medios de comunicación y están
decididos a ganar espacios en el derrumbado ámbito público, interpelando
al neoliberalismo de masas y a sus subjetividades e insatisfacciones
inherentes.
Vale decir que los libertarios clásicos están más enraizados en el
poder real y han sido y son más pragmáticos. Han sabido hacer su aporte
programático a las dictaduras militares y a los gobiernos conservadores o
neoliberales. Los clásicos ven en el Estado una institución que, si
bien puede afectar los intereses privados, en última instancia resulta
clave para defenderlos. En todo caso aspiran al poder estatal para
ponerlo al servicio directo de sus intereses sin mediaciones “ajenas”,
para convertirlo en su “oficina”. Saben que el dinero necesita al
Estado. Saben de la poderosa alianza entre los poderes estatales y el
capital financiero. Saben bien cuanto depende el capital del Estado y, a
diferencia de sus colegas anarco-capitalistas, no exageran a la hora de
los cuestionamientos.
Los anarco-capitalistas, sin esos arraigos, tienden a poner el
énfasis en la función “agresiva” del Estado sobre el interés privado de
la “gente común” y el “hombre sencillo” (en especial sobre sectores de
las clases medias), de este modo, pueden darse el lujo de la demagogia
anti-estatal.
Al margen de estas distinciones, en el arsenal ideológico del abanico
libertario podemos encontrar una buena porción de relaciones concebidas
como sinécdoques, razón instrumental, evolucionismo, social-darwinismo,
euro-centrismo, yanqui-centrismo, colonialismo, machismo y
fundamentalismo de mercado. Por supuesto, todos los pliegues del abanico
libertario consideran que la noción de “justicia” (respecto de los
precios y los salarios, por ejemplo) debe ser erradica de la economía y
que debe ser reemplazada por nociones tales como la “funcionalidad”. Su
principal referente en la Argentina, Javier Miliei, suele decir que la
noción de justicia social es una aberración. Sin dudas, Adam Smith,
quien hace dos siglos y medio abolió la distinción entre subsistencia y
economía e impuso el imperio de la escasez en la economía, es el padre
de todos.
También podemos encontrarnos con las típicas falacias neoclásicas,
entre otras: la escisión entre producción y distribución, la
presuposición del equilibrio, la idea de que el beneficio privado
(ordinario o extraordinario) invariablemente se canalizará en una
inversión productiva y generará empleo; las ideas que establecen que la
baja de los costos de producción eleva la demanda de trabajo, que el
gasto público destruye gasto privado, que los impuestos destruyen
salarios y riqueza, que los “obstáculos arancelarios” (impuestos a las
importaciones, por ejemplo) reducen la productividad media del trabajo y
el capital nacional, que la imposición de salarios mínimos genera
desempleo, que toda intervención en los precios desorganiza la
producción, que los contribuyentes constituyen una ínfima minoría en un
inmenso océano de “subsidiados” y “funcionarios”. También la idea que
plantea que el crecimiento económico es “ilimitado”, que el libre
comercio siempre resulta beneficioso para las naciones, que la
prosperidad de los y las de abajo no es otra cosa que una “ilusión
óptica”; o el presupuesto que considera que las máquinas “economizan”
trabajo y aumentan el bienestar económico en lugar de extraer “valor”
del trabajo. En fin, una auténtica “dogmática” bien sazonada con la
exaltación (romantización) de la libre empresa y la valorización
positiva del individualismo, el egoísmo, la voracidad, la competencia,
la meritocracia, el emprendedurismo y el éxito “a largo plazo”.
Nada nuevo bajo el sol: unas territorialidades antiguas, una
expresión del clásico y grosero materialismo que considera a las
relaciones sociales como “propiedades naturales” de las cosas; una
visión de la economía donde el único problema es el déficit fiscal y no
existen monopolios, flujos especulativos, fraudes corporativos,
desposesión de activos mediante el fraude y la manipulación, acumulación
por desposesión, concentración de la renta, apropiación de la riqueza,
fuga de capitales, condicionamientos estructurales históricos
(incluyendo las estructuras de propiedad), relaciones asimétricas,
catástrofe ecológica, plusvalía, etcétera.
En sus formulaciones más abstractas, estas ideas pueden parecer
ingenuas y cándidas, fundadas en el desconocimiento del totalitarismo
inherente al mercado capitalista (el “totalitarismo estalinista”, muy a
pesar de Mario Vargas Llosa, no le llega ni a los talones), pero su
sello más verdadero es el cinismo. Porque en el fondo, lo que los
libertarios más valoran del mercado es su condición de dictador
“orgánico”, “sistémico” y “económico”; un dictador encubierto que no
rinde cuentas, un genocida invisible, un tirano enmascarado. Ese aspecto
específico de su valoración del mercado, es manantial de autoritarismo y
es lo que los convierte en atractivos para distintas expresiones
reaccionarias, ultra-conservadoras, neo-fascistas.
Entre los libertarios no faltan figuras con inserción académica. En
cierta franja del estudiantado, especialmente en carreras de ciencias
económicas y administración, en universidades privadas y públicas, hacen
notar cada vez más su presencia. Pero este tampoco es un fenómeno tan
nuevo. Por cierto, cuando Luwig Von Mises visitó la Argentina en 1959,
sus conferencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad
de Buenos Aires fueron multitudinarias.
Ahora bien, algunos datos del contexto histórico, ciertas
predisposiciones apostólicas recientemente adquiridas, la conformación
de un espacio político libertario, un celo sacerdotal en la prédica, la
tendencia a revestir sus argumentos con la fuerza de la provocación y
una táctica renovada orientada a la disputa ideológica y, sobre todo, la
debilidad política de los potenciales contendientes sistémicos,
instalaron a las nuevas versiones de los libertarios como un fenómeno
actual y apremiante. Al margen de lo vetusto de sus ideas y propuestas,
hay algo en los libertarios que no es del orden de lo arcaico. Algo
que es sumamente perturbador.
No se puede pasar por alto la apertura de locales políticos de grupos
libertarios en el conurbano bonaerense. ¿Por qué el ultra-capitalismo
libertario y las filosofías del egoísmo pueden florecer en medio del
disloque social que el mismo capitalismo provoca? ¿Cuál es la línea de
fuga que los libertarios le ofrecen a los seres solos, frustrados,
descreídos y agobiados por un sistema deshumanizador? Ya no se limitan a
expresar los prejuicios y odios clasistas de una franja de la clase
media acomodada, de esa franja que –usualmente– se caracteriza por su
escasa propensión a elevarse a las alturas de la comprensión y la
hermandad. Los libertarios, dispuestos a militar los excesos del
capitalismo, justo en el centro mismo de esa geografía (y esa
geocultura) híbrida, mestiza o “africanizada”, donde la realidad se
exhibe sin tapujos y no hay ningún blindaje eficaz contra ella, son la
mejor muestra del éxito del “realismo capitalista” del que hablaba Mark
Fisher.
Como ha arraigado socialmente la premisa que establece que las
situaciones inhumanas son inmodificables, ya no importa determinar los
hechos a los que obedece. Si la jungla es la única verdad, si la
jungla es algo irremediable, pues bien, todas las convocatorias a
ponerse la piel del opresor, a matarse por las migajas del sistema, a
explotarse no solo de manera vertical sino horizontalmente, entre
víctimas, a excluirse entre pobres y a discriminarse entre subalternos y
oprimidos; todos los llamamientos a erradicar las acciones tendientes a
hacerse prójimo; todos los relatos que exalten la lucha individualista
por la sobre-vivencia, adquieren una enorme y aberrante legitimidad.
En el marco de una crisis civilizatoria galopante, ante la
universalización del “sujeto burgués”, ante el agenciamiento colectivo
del deseo capitalista, ante el auge de “paradigmas de individuación”,
ante la idealización de figuras intolerantes e impiadosas que niegan al
otro/otra/otre cuyas necesidades “desestabilizan” lo que consideran “su”
espacio privado, ante la ausencia de subjetividades y proyectos de
sociedad alternativos al capitalismo y ante la derechización de amplios
sectores de la sociedad, con proliferación de cristalizaciones
micro-fascistas, nos enfrentamos al problema de la constitución de
mayorías sociales “mórbidas” y a la política como cosecha del producto
de la fragmentación y la diferenciación al interior del proletariado
extenso y la destrucción neoliberal (apenas ralentizada por los
“progresismos”) del tejido de solidaridades sociales.
2
La hora del super capitalismo
Los libertarios son la furia desatada del interés privado y de los
derechos de propiedad individualizados. Proclaman la hora del super
capitalismo. Quieren liberar al proceso de acumulación de capital de
toda instancia de regulación estatal, sacudirlo de cualquier modalidad
ajena a la maximización del beneficio. Vinieron a proponer una idea de
la libertad en su máximo grado de abstracción: la libertad rebosante de
ideología capitalista, triturada por la alienación universal. De paso,
arruinaron una de las palabras más bellas de la lengua castellana.
Vale recordar lo que Karl Marx decía de la libertad en el marco del
sistema capitalista: “…no se trata, precisamente, más que del desarrollo
libre sobre una base limitada, la base de la dominación por el capital.
Por ende este tipo de libertad individual es a la vez la abolición más
plena de toda libertad individual y el avasallamiento cabal de la
individualidad bajo condiciones sociales que adoptan la forma de poderes
objetivos, incluso de cosas poderosísimas; de cosas independientes de
los mismos individuos que se relacionan entre sí…”.
Claro está, las condiciones y poderes objetivos impuestos por el
capital (el peor liberticida del que se tenga memoria, el más truculento
de todos) no cuentan para los libertarios, por el contrario, para ellos
el límite a la libertad individual está en todo aquello que no permite
el despliegue ilimitado y desenfrenado de esas condiciones y esos
poderes objetivos. Y es que, para los libertarios, el capital no es un
poder separado de la comunidad (y vuelto contra ella).
Los libertarios quieren acabar con el principio de subsidiariedad,
así lo exige otro principio que defienden a capa y espada: el del lucro
indiscriminado. Ansían el poder sin responsabilidad. Abogan por la
irresponsabilidad empresaria, social. Quieren una economía sin política.
A diferencia de otros sectores de la derecha liberal (y del universo
teórico neoclásico) no se escudan en la ética abstracta del capital:
directamente se burlan de la ética. Consideran que el capitalismo
funcionaría mucho mejor sin los “pesados lastres éticos”. Aunque no
dejen de invocar viejas fórmulas como un mantra, están absolutamente
convencidos de que el horizonte del “interés general” es una farsa a
erradicar. En el fondo, ninguno de ellos cree que el interés individual
pueda contribuir al bien común. Para ellos “lo común” es un espacio
abierto a los procesos de apropiación privada, mercantilización y
monetización. Para ellos no existen fines sociales y/o geopolíticos (por
fuera la geopolítica propia del capital).
En ciertos sentidos, los libertarios son absolutamente transparentes.
Son soldados de la desigualdad, la depredación, la impiedad. Repudian
el asociativismo, la cooperación y la solidaridad (sobre todo la de los y
las de abajo). Justifican abiertamente el dominio despótico del capital
y el maltrato al trabajo y a la naturaleza, militan la mercantilización
más grosera. Se oponen a los que consideran “sentimentalismos” y a las
políticas públicas “caritativas”. Saben cabalgar todas las tendencias
descolectivizantes. A través de ellos, la derecha comienza a abandonar
las retóricas de la neutralidad y la no confrontación.
Los libertarios buscan exceder el horizonte del monetarismo
neoliberal y de las políticas “del lado de la oferta”. Pretenden ir más
lejos todavía.
El trasfondo de esta especie de porno-capitalismo, de esta
convocatoria a una orgía burguesa, es un brutal autoritarismo (apenas
disimulado) que puede llegar al punto de negar el derecho a la
existencia de todo aquello que no cabe en sus patrones dogmáticos: una
versión moderna y “mercantil” del fascismo, un fascismo de “amplio
espectro” que, en la Argentina y en otros países, viene generando un
campo de empatía que está más allá de los acuerdos entre los grupos más
ideologizados. No es casual la presencia en el universo libertario de
posturas negacionistas respecto del terrorismo de Estado durante la
última Dictadura Militar (1966-1976). La dirigencia libertaria suele
mostrar un elevado grado de empatía para con los represores.
Ahora bien, desde sus emplazamientos ultra-reaccionarios, los
libertarios operan en una fisura real de nuestra sociedad y rozan una
verdad política. Maniobran sobre los núcleos de mal sentido del sentido
común. La distopía que proponen no adolece de irrealidad, es decir,
posee algún grado de concreción, habita muchas subjetividades, mora en
diversos microcosmos oscuros de la sociedad.
La presencia actual de los libertarios, el eco que sus propuestas
encuentran en una parte de la sociedad, pueden verse como un emergente
de la crisis del sistema capitalista, pueden considerarse como una de
las tantas manifestaciones de la crisis civilizatoria global,
exacerbadas en tiempos de pandemia.
Los libertarios son una de las expresiones ideológicas del
hipercapitalismo que más ha crecido en los últimos años. Pero este
crecimiento guarda relación con las situaciones que la misma
desregulación del capital ha generado en las últimas décadas: con todo
lo que los pueblos retrocedieron en materia de bienes comunes, en
materia de propiedad colectiva y estatal; con el avance de los modelos
extractivistas y las formas de acumulación por desposesión, con la
consolidación de mecanismos verticales de gestión. Cabe señalar que
estas situaciones no fueron revertidas sustancialmente por los
“gobiernos progresistas”, más allá las innegables reparaciones que
alentaron en diversos campos. Entonces, los libertarios no irrumpen
precisamente en un contexto de fuertes regulaciones al capital, en el
marco de una correlación de fuerzas favorables a la clase trabajadora. O
sea, son la expresión de un poder que hace tiempo se ha desatado.
Asimismo, su crecimiento se puede vincular con el éxito del sistema
en la “fabricación” de individuos estandarizados
(“ultra-racionalizados”, formateados geo-culturalmente), pero también
con el agotamiento de otras políticas (“de centro”, “reformistas”,
“populistas”, “de izquierda”) que navegan en el marco del orden
establecido y que resultan complementarias del mismo; políticas que en
los términos de Félix Guattari, no producen “territorialidades de
reemplazo”, o que, en términos gramscianos, no se proponen construir
subjetividades, sistemas y bloques contra-hegemónicos (o que no logran
dar pasos firmes en pos de esa construcción).
De este modo, la presencia de los libertarios, no deja de
ser, también, el signo de un enorme vacío político e ideológico y de un
achicamiento (o un “adormecimiento”) de los espacios de retaguardia
popular (materiales, sociales, culturales, simbólicos); un signo de la
pobreza política (más que teórica) del “progresismo” y de la izquierda
anticapitalista.
Porque los libertarios crecen a medida que aumenta la inviabilidad de
todo “capitalismo social” y de toda política “humanizadora” de las
relaciones sociales asimétricas, a medida que el desarrollo histórico
achica el margen para el “capitalismo reformista”, a medida que los
supuestos proyectos nacionales y populares se reducen cada vez más a la
gestión del estado de cosas existente y se limitan a una “mediación”
entre los poderosos y los perdedores: una mediación que reproduce esa
relación, poniéndole, en el mejor de los casos, algún freno a la
voracidad de los poderosos, pero conservando a los perdedores en esa
condición.
Los libertarios crecen a medida que la izquierda
anticapitalista (cultivando estilos apolíneos) gasta sus días en
prácticas fragmentadas, testimoniales o conmemorativas, a medida que las
dirigencias de las organizaciones populares y los movimientos sociales
piensan burocráticamente en administrar la gobernabilidad más que en
organizar el conflicto. ¿Qué pasará cuando entre en erupción la bronca
acumulada?
Por obra y gracia de los libertarios, la derecha comienza ocupar el
espacio de “lo diabólico”, de lo contestatario, de lo culturalmente
subversivo, de lo que rompe con la moderación del discurso político
promedio (ya sea en su formato neoliberal o neo-desarrollista). Además,
los libertarios no invocan su idea individualista de la libertad como si
se tratara de un proyecto a futuro, convocan a ejercerla aquí y ahora
(o celebran ese tipo de ejercicios). Intentan traducir el egoísmo en
política. Esta postura les permite desarrollar capacidades de agitación
del malestar social.
Frente a inviabilidad de las alianzas neo-ricardianas entre capital
industrial y sindicatos, frente la quimera del un “capitalismo con
rostro humano”, los libertarios responden con la apología a la renta
terrateniente, inmobiliaria, principalmente financiera. Actúan como la
vanguardia ideológica de la nueva derecha.
Los libertarios quieren resolver la crisis sistémica
profundizando cada una de sus causas estructurales, ya no
administrándola o prorrogándola. Su estrategia se basa en el desarrollo
de las anomalías del capital sin más dilaciones. Su propuesta,
cruda, rabiosa, carece de artificios. A diferencia de los viejos
liberales, no apelan a unos supuestos “valores espirituales”. Pregonan
un capitalismo sin atenuantes.
Los libertarios son la expresión del capitalismo desenfrenado y
dionisiaco, del “espíritu animal del empresario ansioso de beneficio”.
Son la ebriedad y el éxtasis de mercado. Son la irracionalidad más
poderosa. Son la versión más exagerada de la tendencia “normal”
de nuestras sociedades neoliberales, una tendencia orientada a reconocer
a los valores de cambio como los únicos organizadores posibles de la
producción de valores de uso. Una tendencia autodestructiva de la
civilización del capital pero que nos arrastrará a todos y todas sino
somos capaces de desarrollar un sistema alternativo.
Aunque los grupos y las figuras actuales del abanico libertario se
desgasten y se extingan en poco tiempo (después de un fugaz momento de
gloria), no conviene considerarlos una secta efímera; aunque parezcan
estancados en el estereotipo o en la parodia, lo que en verdad importa
es el sentido de la tendencia histórica, y el papel que juegan en esa
tendencia: arietes del proyecto de una derecha cada vez más
“republicana” y menos democrática o, directamente, antidemocrática;
minoría activa en torno de la cual puede llegar a gestarse una “cultura
militante” de la derecha en un sentido más amplio.
Todavía no han surgido las fuerzas políticas que, desde las
posiciones del trabajo, desde los muchos y variados espacios comunales y
resistentes, den cuenta de esa misma crisis sistémica y propongan vías
para superarla, desde cristalizaciones desalienantes, desde
cosmovisiones alternativas, con métodos radicales y con igual crudeza, a
través de la eliminación definitiva de sus causas. Porque ese parece
ser el gran dilema de nuestro tiempo: profundización o eliminación de las causas estructurales de la crisis sistémica.
3
Fundaciones yanquis, anti-política y freak style
Para los libertarios una teoría simple, con tonos conspirativos,
explica las causas de la fealdad del mundo, identifica amigos y
enemigos: mercado y Estado, sector privado y sector público,
contribuyentes y subsidiados, frugales y derrochadores, trabajadores y
vagos. El mundo es feo porque la “gente con iniciativa”, la “gente que
se esfuerza”, los “contribuyentes”, en fin: la “gente común” y “el
hombre sencillo”, no acceden al premio del consumo, el bienestar y la
prosperidad material, porque hay “villanos” que interfieren y hacen que
el “esfuerzo” y el “mérito” no sean una garantía para lograr la meta: el
Estado con sus impuestos, sus regulaciones, sus burocracias políticas y
administrativas que no entienden el mecanismo automático del mercado;
el Estado con su “gasto innecesario”, con su vocación por sostener a
empresarios “marginales” e “ineficientes” y a la fuerza de trabajo
“menos capacitada”.
Los libertarios afirman que, si se dejara de mantener a los políticos
y a otras castas parasitarias, si se eliminaran todos los subsidios,
los contribuyentes dispondrían de muchos más medios para adquirir más
mercancías. Es evidente que sobredimensionan deliberadamente los costos
de la burocracia política y administrativa.
Como el resto de la derecha maniobran sobre el mal sentido del
sentido común que está diseñado a partir de la casuística, la prosa de
parte o la “historia mínima”, a los fines de producir la “indignación”
masiva por la caca de perro en las veredas, por el salario de un
diputado rimbombante o un oscuro concejal y no por las diversas formas
de la renta capitalista, por el contrabando a gran escala, por la
perdida de soberanía de la Nación sobre sus recursos estratégicos o por
el endeudamiento externo, para nombrar solo algunas pocas situaciones
significativas. De este modo, intentan capitalizar las condiciones
generadas por la cultura de masas y su agobiante empirismo, por la
sociedad del espectáculo, por el imperio de lo superficial y lo
contingente en la política, en fin: por el “olvido” impuesto a las
clases subalternas y oprimidas respecto de las dimensiones relacionadas
con la totalidad social, con el poder y con el futuro.
Entonces, con planteos de ribetes pseudo “honestistas” y con aires de
tecnocracia virtuosa, los libertarios buscan capitalizar el enorme
déficit de la democracia delegativa mientras generan la ilusión de que
son ajenos a los aparatos políticos tradicionales y a sus lógicas. Se
presentan como algo diferente a los cuerpos políticos extraños.
Aprovechan la crisis de representación para representar. De esta manera,
logran avanzar en una politización de la antipolítica. Se convierten en
un canal político e ideológico reaccionario del fervor antipolítico de
una parte de la sociedad argentina.
También la mismísima Nación puede aparecer como parte del “campo
enemigo” –aunque no todos los libertarios lo reconocen abiertamente–
dado que sus principios aglutinantes resultan onerosos. En fin, la única
“comunidad” en la que creen es la “comunidad del dinero”. Por supuesto,
también creen en las “comunidades de negocios” y en las “comunidades”
generadas por las redes de fundaciones para “la libertad” y otras con
nombres por el estilo dispersas por casi todos los países de Nuestra
América, pero con una especial predilección por Argentina y Brasil. Cabe
señalar que la fundación “madre” de todas las fundaciones libertarias
actuales es la Atlas Economic Research Foundation presidida por el argentino Alejandro Antonio Chafuen, vinculada al mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Así de simple y cínico es el mundo libertario. Con menos meandros y
alambiques que ese “mundo progresista” que considera que una “política
popular” se reduce a la ciudadanía liberal, a la administración de la
subsistencia de los y las pobres, a una cuestión impositiva o al reparto
(en comodato) de algunas hectáreas de tierras fiscales a un par de
familias campesinas.
El mundo libertario tiende a ser mucho más realista y radical y,
aunque resulte terrible, mucho más seductor para algunos sectores de la
sociedad. Entre otras cosas porque los libertarios, sin
disimular sus prejuicios egoístas, sin ahorrarse ninguna crudeza,
rechazan las soluciones esquizoides que el mundo progresista promueve a
través de la opción por los significantes anacrónicos del capitalismo;
significantes “reformistas”, “fordistas” y otros similares que están en
crisis desde hace unos cuantos años. Por ejemplo, los
libertarios militan el extractivismo, la exclusión y la impiedad. Jamás
se les ocurría plantear: “fraking con inclusión”, “agro-negocio con
responsabilidad social” o “rentismo responsable”. Para los libertarios
toda idea de justicia social remite lisa y llanamente a la caridad. A
diferencia de lo que ocurre en el mundo progresista donde muchas veces
se busca darle un barniz de justicia social a prácticas de fondo
caritativo. Los libertarios asumen la faz impiadosa del capitalismo y no
pierden el tiempo tratando de construirle unas máscaras humanas. Los
libertarios son “clasistas”, su proyecto se identifica con las clases
dominantes y no hay espacio para las conciliaciones.
Aunque los libertarios expresen la voluntad de profundizar una
tendencia real y concreta del mundo, su particular “estilo” los muestra
como intentado rehacerlo. El grado de exageración es tan alto que los
libertarios parecen anormales y contraculturales.
No es casual, entonces, que los principales referentes libertarios
sean personajes mediáticos, deliberadamente construidos. Bizarros, bien
entrenados en el arte de injuriar, utilizan el arrebato y el insulto
como recurso simplificador. El debate no les interesa en absoluto. Son performers
televisivos de la sacralidad del mercado. Sin embargo, discusivamente,
los libertarios rompen con la monotonía del gris de la política reducida
a la gestión de lo que hay.
La convicción empresarial que alimenta la ilusión del individualismo
propietario, la apología de la especulación y la explotación, arrasa con
la inconsistencia de los balbuceos liberales o populistas (esto últimos
considerados, claro está, en términos absolutamente distintos a los de
los libertarios, cuyos paradigmas no están en condiciones de diferenciar
lo populista de lo popular). Los libertarios rompen, pues, con las
propuestas inmediatistas. Rompen con el discurso promedio.
Porque los libertarios (y otros grupos fascistizantes) no convocan a
una felicidad de opereta, convocan a matar o morir en el mercado. Y cada
vez importa menos que la contienda sea terriblemente desigual (algo que
ya se sabe de memoria). Esa certeza ya no le resta credibilidad a un
llamamiento que igual puede resultar tentador para quienes se aferran
con uñas y dientes a un pequeño “privilegio” (por ejemplo: ser hombre,
más o menos blanco, relativamente instruido, de clase media baja) y
quieren hacerlo cotizar frente a quienes no lo tienen. Los libertarios no solo interpelan a yuppies, ceos o
empresarios sino también a quienes pretenden erigir una aristocracia a
partir de una ventaja miserable y a los que, desprovistos de cualquier
ventaja, están hastiados de las agonías diferidas. Se trata de
un llamamiento que, en un sentido más general, viene siendo atractivo
para alguien que está cansado de soportar este mundo, pero está
absolutamente descreído de la posibilidad de otro. Este tipo de
convocatoria es la que les permite a los libertarios captar la energía
molecular del deseo de una parte de la sociedad argentina.
El mundo libertario no tiene, por ahora, un mundo
emancipador/revolucionario con el que confrontar, por lo menos no uno
coherente y masivamente identificado y vivenciado. En los últimos años,
el radicalismo político pasó a ser un atributo de la derecha. La
izquierda parece dormida, conservada como feto en frasco de formol,
incapaz de producir coyunturas y de plantear alguna iniciativa en el
terreno de las luchas (que siguen siendo fragmentadas y discontinuas).
Lo que demuestra que las contradicciones, por sí mismas, no producen
alternativas ni conciencia antagonista.
Los libertarios dicen que vienen a acabar con la vida repleta de
frustraciones de las clases medias (especialmente en sus estratos más
castigados y empobrecidos). Dicen que vienen a barrer con la angustia
que genera la fealdad del mundo. Y aseguran tener la clave para
embellecerlo. Consideran que la sociedad capitalista es un paraíso que,
en la Argentina, padece un régimen de ocupación. Y proponen liberarlo.
Si bien su discurso se centra en la lucha contra la “ocupación” del
Estado como principal instancia reguladora, su verdadero enemigo es el
trabajo: las posiciones que el trabajo todavía conserva y el poco Estado
que aún lo ampara legal y políticamente. Porque, no lo olvidemos, los
libertarios sostienen que esas posiciones del trabajo y del Estado
(absolutamente defensivas) expresan diversos grados de “explotación” del
trabajo (y el Estado) sobre el capital. Los
libertarios son una especie de policía de los valores de cambio, una
policía cebada y lanzada a perseguir a los valores de uso.
Podría decirse que los libertarios actuales constituyen, en buena
medida, una “subcultura” con una buena estrategia publicitaria. Su
función es más ideológica que política. Atentos a los códigos de época
que celebran la rareza inofensiva (estilo freak), han
construido un lenguaje y un formato relativamente masivos basados en una
receta tan sencilla como eficaz: 1) La economía del pensamiento y la
renuncia explícita a cualquier mirada profunda, crítica y sensible de la
realidad. Todo rigor conceptual se considera artificiosidad. Todo
sentimiento humano se considera pusilanimidad. No se trata de entender,
sino de creer en las recetas de los “ganadores”. 2) Una apelación
permanente a una retórica burguesa de la heroicidad y al prototipo del
héroe burgués defensor de los y las contribuyentes. Pero, este caso, se
trata de héroes poco esbeltos y sin mandíbulas volitivas: “héroes
raros”. Esta apelación se expresa en el recurso a figuras políticamente
incorrectas, freakys despeinados, eruditos apasionados y
viscerales, invariablemente patéticos, que se plantan frente a las
cámaras como posesos y claman venganza. 3) Un corrimiento deliberado y
diáfano hacia uno de los polos (en este caso el más reaccionario) del
escenario político; esto es: la abierta identificación con la derecha y
la ultra derecha y la consiguiente ruptura con la moderación Zen, el juste-milieu y todas las inconsistencias típicas del liberalismo democrático.
4
Ultraliberalismo de masas. Peligrosos bufones
En las últimas décadas, como nunca antes, el desarrollo del
capitalismo ha contribuido a consolidar el imperio del fetichismo. Los
perdedores y las perdedoras asumen el punto de vista de la ganancia y
quedan ciegos y ciegas para la explotación, la plusvalía, la represión.
Los y las de abajo reproducen (reproducimos) la lógica de los y las de
arriba, habitan (habitamos) absortos y absortas dentro de la hegemonía
burguesa. Al decir de Christian Ferrer: “las víctimas se han
acostumbrado a colaborar con su desgracia y reproducen el mecanismo
giratorio del infortunio”. Los desheredados y las desheredadas hablan el
idioma del anticomunismo genérico, la lengua misma del opresor. Un
anticomunismo genérico que adquiere sentidos abiertamente
anticomunitarios.
Amplios sectores de clases populares, los y las intelectuales (en un
sentido extenso), han perdido la capacidad de indignarse frente al poder
y su ostentación por parte de las clases dominantes.
Hace 50 años había un cántico de la militancia popular que rezaba:
“¡qué lindo, qué lindo, qué lindo qué va a ser/el Hospital de niños en
el Sheraton Hotel! El Sheraton y todo lo que significaba remitía a una realidad intolerable para muchas semióticas simbólicas que invocaban expropiaciones justicieras. Hoy, Nordelta (para
citar un caso entre muchos) parece totalmente aceptado, prácticamente
naturalizado, como si se tratara de un dato más del paisaje donde se
alternan campos de Golf y barrios cerrados con barrios populares, villas
y asentamientos precarios.
Lo sabemos: entre el Sheraton y Nordelta median un
genocidio, unos procesos de electoralización y de precarización que
hicieron su trabajo de zapa, especialmente en la sociedad civil popular.
En todos estos años la sociedad argentina fue sometida a diversos
reformateos aberrantes. ¡Cuánto han avanzado las “formaciones de poder”
en las artes de disimular su propio funcionamiento! ¡Cuánto se han
modificado las relaciones sociales, las subjetividades políticas, el
lenguaje! ¡Cuánto han cambiado las formas de pensar y sentir! ¡Cuánto se
ha perfeccionado la maquinaria de la cultura de masas del
capitalismo!
¿Algo, alguna vez, ya sean procesos largos y soterrados o
acontecimientos intempestivos, podrá restituirnos colectivamente el
sentimiento de indignación frente a tamañas injusticias? ¿Qué praxis
hará posible el dislocamiento de los valores sociales dominantes y
frenará el proceso de deshumanización? ¿Qué praxis podrá devolvernos la
autonomía telética?
El odio se clase se ha tornado unilateral. Las clases dominantes, los
ricos, los “chetos”, odian la precariedad. Odian a los y las pobres. Y
no les temen. Ni siquiera quieren pagar los costos de la anestesia o de
la gestión ralentizada de la muerte, los transfieren hacía abajo. Desde
ese odio (que los cohesiona), desde expresiones cargadas de violencia,
convocan a diversos sectores de las clases subalternas: a las clases
medias que poco a poco viran de la apatía a la maldad. Sin estas
condiciones generales, sin los arraigos tan profundos e inalterados del
neoliberalismo, los libertarios no tendrían eco en nuestra sociedad.
Por eso es necesario politizar la supervivencia. Politizar la
vulnerabilidad. Politizar el hambre. Reconstruir un lenguaje de
confluencia social por abajo: mitos, territorios. Para contrarrestar la
atomización y la ciudadanía buchona, contribuyente, consumidora y
usuaria (una verdadera anti-ciudadanía). Para no confundir las políticas
públicas del subsistencialismo contenedor, caritativo, con una política
popular. Para hacer que el hambre se convierta en antropofagia. Para
que los y las que no tienen nada que perder vuelvan a ser peligrosos y
peligrosas.
El trabajo acrecienta cada vez más el poder que lo domina y lo
sojuzga; mientras enriquece el mundo burgués, empobrece su propio mundo
(material, social y cultural). Las conexiones sociales cada vez más
aparecen como medio para lograr fines privados. En plena crisis
sistémica, los mecanismos reproductivos de los ideales burgueses (junto
con la producción de los sujetos por los objetos) han adquirido una
eficacia inédita, un perverso automatismo. La máquina de opresión
funciona a pleno. Solo a través de la imposición de estas condiciones el
capitalismo podrá seguir disimulando su esencial incompatibilidad con
la democracia y la humanidad.
Entonces, no debemos cometer el error de subestimar a los
libertarios. Aspiran al ultraliberalismo de masas y cuentan para ello
con un basamento social prefabricado, suficientemente modelado, más
exactamente: manipulado. Esa parte de la sociedad más auto-referencial y
más aislada en su propia conciencia, esa parte sometida a la
descolectivización de la relación laboral o social-comunitaria, es su
principal base de maniobras. Hombres solos y mujeres solas que ya no
esperan nada, subjetivamente replegados y replegadas.
Los libertarios operan sobre las perplejidades de la “gente común” y
el hombre sencillo”, en especial sobre la perplejidad de habitar un país
donde la modernidad idealizada (blanca, masculina, capitalista,
desarrollada, pudiente, jerarquizada, consumista, “civilizada”,
hollywoodense, irresponsable) no puede ser una experiencia social
cotidiana. Esta modernidad es la normalidad deseada e imposible que sólo
existe en la conciencia intelectual de la “gente común” y el “hombre
sencillo”. ¡País de mierda!, dice la “gente común”, ¡hay que matarlos a
todos! dice el “hombre sencillo”, cuando esa experiencia social
“desinfectada” se le muestra esquiva. La “gente común”, el “hombre
sencillo”, suelen ser seres carentes de personalidad que solo respetan
al poder que tratan de imitar.
Los libertarios no solo se nutren de la soledad, el egoísmo, la
arrogancia y la impiedad producidos por la máquina de opresión, sino que
también maniobran sobre las angustias y el hastío (y también sobre los
deseos insatisfechos) de esa parte de la sociedad argentina que no puede
vislumbrar una contra-modernidad. Así, el egoísmo y la impiedad
encuentran un terreno cada vez más amplio donde enraizarse.
Los libertarios pueden considerarse como un síntoma de un
círculo fatal basado en un proceso de retroalimentación política entre
el capital y los seres destructivos (autodestructivos) que produce,
entre el avance de la economía mercantil y la alienación social.
¿Estaremos frente a nuevo ajuste histórico de la macro política del
capitalismo a su micro política?
Lo incontrastable es que se torna cada vez más necesaria una praxis
política capaz de intervenir de forma inmediata en la vida cotidiana de
las clases subalternas y oprimidas, especialmente en los espacios en
donde laten tendencias rupturistas respecto del fetichismo y la
alienación. Esas praxis micro-políticas resultan tan importantes como
las praxis macro-políticas, es decir, como el horizonte (el proyecto)
emancipador capaz de exceder las limitaciones del reformismo
institucional. En la articulación de esas praxis está la clave para la
construcción de máquinas emancipadoras.
Finalmente, sostenemos que las clases dominantes recurren a los
libertarios, principalmente a sus expresiones más “radicales” y
mediáticas, como vanguardias para instalar determinados temas en la
sociedad. Los utiliza como constructores del sentido común reaccionario,
como catalizadores de los micro-fascismos que atraviesan nuestra
sociedad.
Bufones peligrosos, los libertarios les sirven a las clases
dominantes para “popularizar” la flexibilización laboral, la
desregulación económica, la privatización; para idealizar el perfil
“fisiocrático” de la Argentina; para promover el desarrollo de un Estado
en clave penitenciaria; en fin, le sirven para ampliar los márgenes del
mercado capitalista y el Estado de malestar
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