Lecciones del COVID-19 sobre ciencia que no aprenderemos.
En estos días hemos podido leer mucho, y muy bueno, en este blog sobre las consecuencias económicas de la pandemia de COVID-19 y sobre cómo hay que intentar atajarlas. Yo, que como ya saben todos los lectores de NeG, soy físico y no economista, quiero aportar en este post algunas reflexiones que esta crisis me ha inspirado sobre ciencia, política, gestión de la crisis y temas relacionados. Debajo voy desgranando esas ideas, unidas solo por el convencimiento de que ni mis reflexiones ni las de nadie van a servir de mucho, porque no aprendemos, y la próxima pandemia, la emergencia climática y demás desafíos que tenemos encima nos pillarán igual de poco preparados.
No aprendemos. Seguramente muchos de los lectores ya lo habrán visto, pero para los que no, recomiendo vivamente esta charla TED de Bill Gates de 2015. Son solo 8 minutos y cada uno de ellos merece la pena. De hecho, si no la conoce le aconsejo que deje de leer esto y la vea ahora mismo. En ella, Gates nos pone ante la situación que hoy enfrentamos y nos cuenta lo que hay que hacer. ¿Lo hemos hecho? No. ¿Por qué no? Porque Gates comete el error de contarlo con epidemias de Ébola que matan subsaharianos, y claro, a quién le importa eso. Por cierto, Gates no es el único: preparando este post descubrí que un grupo de expertos ya habían alertado a la ONU el otoño pasado. La portada de Time que recojo debajo, de 2017, tampoco deja mucho lugar a dudas.
Hay que prepararse y eso cuesta dinero. Si aprendiéramos algo de lo que está pasando, la próxima vez tendremos un sistema público de salud con mucho más músculo para emergencias. Más profesionales, mejor preparados, mejor dotados, más infraestructura (algunas ideas muy relevantes se pueden encontrar en esta entrevista con Helena Legido). Aquí me dirá mucha gente: ¡eso es muy caro, si no lo vamos a usar a tope casi nunca! Claro que es caro. Pero como dice Gates en el video, también el ejército es muy caro, se usa muy poco, nadie quiere usarlo en realidad, y lo pagamos. Alternativamente, podemos no tenerlo y pagarlo en muertes evitables, en sufrimiento en confinamiento, y en el dinero que nos va a costar salir de la crisis. Prevenir al final es mucho más barato. Aplíquese a la emergencia climática, a no dar atención sanitaria a inmigrantes sin papeles, etc.
La ciencia es crucial y hay que prepararla también. Necesitamos una Oficina de Ciencia del Presidente como la que tenía Obama (obviamente, Trump básicamente se la ha cargado). Esto no debe confundirse con la iniciativa "Ciencia en el Parlamento", pensada para asesorar al legislativo (y que se arrastra desde hace tres años sin acabar de arrancar, dicho sea de paso). En el caso de la Oficina de Obama, su misión era (la traducción es mía):
"La misión de la Oficina de Política Científica y Tecnológica es triple: en primer lugar, proporcionar al Presidente y a sus asesores un asesoramiento científico y técnico preciso, pertinente y oportuno sobre todas las cuestiones relevantes; en segundo lugar, velar por que las políticas del Poder Ejecutivo se basen en una ciencia sólida; y en tercer lugar, asegurar que la labor científica y técnica del Poder Ejecutivo se coordine adecuadamente a fin de proporcionar el mayor beneficio posible a la sociedad."
Para esta crisis, el presidente ha nombrado un comité específico de asesores muy tarde: el 21 de marzo. Si hubieramos tenido una oficina bien dotada y con científicos de alto nivel, este comité se podía haber identificado mucho antes. De hecho, la necesidad de tenerlo es la que se podría haber identificado mucho antes. Además, durante estos días estoy viendo a muchísimos de mis colegas haciendo todo tipo de esfuerzos para contribuir a entender el problema, utilizando modelos matemáticos para estudiar la propagación del virus (por ejemplo, el grupo coordinado por Alex Arenas y Jesús Gómez-Gardeñes (modelo aquí), o el trabajo en el que participan Esteban Moro y Yamir Moreno (modelo aquí), para intentar muestrear la población para tener una mejor idea de cuántos infectados hay, como lo que hace Antonio Fernández-Anta y otros (resultados aquí), o para analizar el cumplimiento del confinamiento y el impacto de la movilidad remanente con datos (Daniel Villatoro y otros, aquí) y muchas cosas y gente más que no cito por no alargarme (perdón a todos los que omito). La Oficina de Ciencia del Presidente podría haber sido un interlocutor con todas estas personas que les ayudase a coordinarse, que sirviera de interlocución con los responsables políticos, y que en definitiva permitiera proporcionar la mejor información científica para la toma de decisiones. En relación con esto, el report publicado por el Johns Hopkins Center for Health Security el pasado 24 de marzo apunta en la misma dirección pero con mucho más detalle.
Un detalle: me llama la atención que en el comité específico recién nombrado no haya un físico o matemático experto en las ecuaciones y modelos que gobiernan las epidemias. Creo que el bagaje de conocimiento aportado por los seis miembros del comité es enorme pero esta experiencia adicional falta y sería mucho más útil combinada con la del resto.
Transparencia. Otro beneficio de esta oficina sería una gestión basada de forma mucho más transparente en la ciencia. Traduzco de un editorial reciente de la revista Nature:
Los investigadores entienden que pueden hacer falta cambios repentinos de política en una situación de rápida evolución en la que existen muchas incógnitas. Pero los gobiernos corren el riesgo de perder su confianza al anunciar esas políticas antes de que se hayan publicado los datos, modelos y supuestos subyacentes. Los ministros y sus asesores científicos parecen haber vuelto al modelo de la Segunda Guerra Mundial, consistente en tomar decisiones en grupos relativamente pequeños y luego publicar documentos y declaraciones, conceder entrevistas o escribir artículos. Los políticos y sus asesores científicos necesitan adaptarse a los tiempos y adoptar la investigación abierta. Deben aprovechar los conocimientos colectivos -ahora también accesibles a través de los medios de comunicación social- de virólogos, epidemiólogos, investigadores del comportamiento y otras personas que puedan ayudarles a interrogar mejor sus modelos y, por consiguiente, a mejorar sus decisiones. Esto es imperativo ahora, cuando están tomando decisiones de las que depende el futuro de las vidas y las economías.
El ejemplo más claro de esto es como la controvertida política del gobierno de Boris Johnson en el Reino Unido ha llevado a centenares de científicos a pedir la evidencia en la que se basaba dicha política. Afortunadamente, el gobierno ha reaccionado proporcionando la evidencia, con lo que ya se puede discutir sobre puntos concretos. Como dice el editorial de Nature, "la investigación abierta y compartida es mejor investigación, porque permite que un grupo más amplio de expertos compruebe los supuestos, verifique los cálculos, se replantee las conclusiones y detecte y cuestione los errores".
Un aspecto muy importante de la transparencia, más allá de los modelos en los que se basen para tomar sus decisiones, es el de los datos, que ya he mencionado más arriba. El gobierno, bueno el gobierno y los gobiernos autónomos, tienen que dar todos los datos al nivel más desagregado posible, por edad, por lugar de residencia (idealmente por domicilio, pero como mínimo por código postal), con todo el nivel de detalle posible. Esos datos son la única posibilidad de llegar a entender lo que está pasando, y de estimar cosas como por ejemplo el número real de infectados. Tampoco es lo mismo, a efectos epidemiológicos, dar el dato de número de muertos en Madrid que observar que la mitad de esos muertos ocurren en residencias de ancianos. Esos datos deberán servir además para refinar todos los modelos matemáticos disponibles y tener versiones más precisas para futuras pandemias.
Hace falta mucha más inversión en ciencia básica. Las palabras están bien elegidas: "inversión", "ciencia" y "básica". Primero nos dedicamos a recortar en investigación, a decir a la comunidad científica que hay que hacer cosas mucho más aplicadas (que también), que la investigación básica para qué, y luego viene la crisis y todo el mundo gritando histérico que por qué los científicos no tienen ni una vacuna ni una cura. La lucha contra los coronavirus es un caso paradigmático de la utilidad de la investigación básica: Los conocemos desde hace menos de 60 años (historia, en inglés, aquí) y los primeros que trabajaron sobre ellos lo hicieron por que sí. Cuando surgió el SARS a principios de siglo, se invitó a los pioneros a presentar su trabajo y uno de ellos bromeó: "Hay más gente hoy en esta sala que en todas las conferencias que he dado en mi vida juntas". Esto es lo que tiene la investigación básica: a lo mejor no sirve para nada nunca... o sí, y entonces hace la diferencia. En los comentarios de este blog he tenido muchas discusiones sobre este tema y sobre la financiación de la ciencia. Después de esto, no voy a volver a discutirlo nunca; se acabó la tontería.
Aquí hay que tener en cuenta algo muy importante, y es que crear grupos punteros en ciencia no se hace de la noche a la mañana. Se requiere financiación suficiente y sobre todo estable, con contratos estables y perspectivas de una carrera científica. En este sentido, los recortes del último decenio han sido particularmente destructivos para la capacidad investigadora de España. Un problema muy claro es el enorme envejecimiento de la plantilla de investigadores, con edades medias (ojo, medias, quiere decir que hay mucha gente todavía más mayor) de cincuenta y tantos años en universidades y CSIC. Tenemos que recuperar a un montón de gente relativamente joven con currícula extraordinarios, que los hay y muchos, sobre todo en el extrajero dónde los aprecian y les pagan; formar a más gente, y darles dinero para que trabajen, y entonces sí tendremos gente preparada cuando haga falta.
Otro detalle: si no fuera porque necesitamos tener a cuánta más gente inmunizada mejor (el famoso concepto de "inmunidad de grupo" que aireaban Johnson y otros, no correctamente aplicado a mi modo de ver) para evitar coger enfermedades, yo negaría la vacuna contra el coronavirus (que sin ninguna duda estará disponible en cuestión de un año o 18 meses, gracias a los científicos) a todos los antivacunas que ahora la piden a gritos. De nuevo: se acabó la tontería.
Hay que educar a la gente en ciencia y cómo se hace. Muchos amigos no científicos me preguntan estos días por qué unos investigadores dicen unas cosas, otros otras, discuten entre ellos, o proponen soluciones distintas. Esto es así porque la ciencia no es religión y no tiene axiomas ni verdades absolutas ni imperecederas. Vamos haciendo, vamos sabiendo más precisamente discutiendo y contrastando ideas, y hay muchos fenómenos que no entendemos por completo. Se hacen experimentos, se descartan teorías, se cometen errores, y mientras no se tiene una teoría totalmente respaldada por la evidencia, se puede discutir y proponer alternativas. Solo hay consenso sobre las teorías cuando han sido suficientemente contrastadas, y aún así puede aparecer un nuevo caso en que no sirvan y haya que entender. Por otro lado, hay aproximaciones científicas que persiguen entender de manera general los principales mecanismos que hay detrás de un problema, y otros que se bajan a todos los detalles del problema (normalmente una vez entendidos los mecanismos con modelos sencillos) para hacer predicciones cuantitativas. En el caso del coronavirus, investigadores provenientes de la ciencia básica, liderados por Alex Vespignani, han desarrollado un modelo super detallado (que por tanto tiene que correr en super ordenadores) que el Center for Disease Control de Estados Unidos está utilizando para estudiar distintos escenarios. Otro caso similar es el de Vitoria Colizza, en París. Pero aún con todo el detalle que tienen esos modelos, las afirmaciones científicas siempre estarán sometidas a incertidumbre. No dudemos en comunicarlo al público; un trabajo de hace solo unos días ha comprobado experimentalmente que comunicar la incertidumbre no disminuye la confianza de los informados. Todas estas cosas (y más) son cultura científica y debería explicarse, junto con el pensamiento crítico, en la ESO, y a poder ser de manera transversal, en todas las asignaturas.
El coronavirus no es nuestro único problema (ni será el último). Por supuesto, ahora mismo es nuestro único problema, pero todo lo que he dicho se aplica a más problemas, actuales y por venir, y en particular a la emergencia climática. La escala de tiempo puede ser de años en lugar de meses, pero la discusión es la misma que la que tenemos ahora sobre qué hacer y qué medidas adoptar. Ahora estamos en distintas versiones del famoso "whatever it takes", tanto en lo sanitario como en lo económico, porque le hemos visto las orejas al lobo. La gente se está muriendo y no podemos ni ayudarles. Bueno, pues lo mismo pasa con la emergencia climática. Lo mismo pasa con la contaminación. Lo mismo pasa con la próxima gran epidemia, cuyos terribles efectos sobre la salud ya están también más que contrastados: la soledad (en el gobierno del Reino Unido ya ha habido un Ministerio de la Soledad, nada menos). Todo eso por no hablar de las super bacterias. El comportamiento cívico de la gente, que se está demostrando mayoritariamente ejemplar en esta crisis (dejando aparte al inevitable número de descerebrados e irresponsables que salen a la calle si se les antoja o beben todo el vino que quieren y conducen), permite esperar que se pueda poner manos a la obra también en estos y otros problemas. Para ello solo hacen falta tres cosas: liderazgo, invertir masivamente en ciencia a todos los niveles y, sobre todo, aprender de los errores.
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