Una historia arriesgada que siempre se repite
por Raimundo Ortega
Miguel Córdoba Bueno
Historia de los productos financieros (Neolítico-2016)
Madrid, Kindle, 2018
656 pp. 18,30 pp. COMPRAR ESTE LIBRO
Historia de los productos financieros (Neolítico-2016)
Madrid, Kindle, 2018
656 pp. 18,30 pp. COMPRAR ESTE LIBRO
Dicho esto, y por si algún lector pudiera desconfiar de la capacidad
del autor para enfrentarse a tan enciclopédico empeño, permítaseme una
presentación muy escueta de su experiencia y cualificaciones académicas
contrastadas: ¡en estos tiempos, toda precaución en este punto es poca!
Miguel Córdoba trabajó durante treinta y cuatro años en uno de los
mayores bancos españoles y recorrió los departamentos de Operaciones,
Banca de Inversiones, Bolsa y Dirección Financiera, simultaneando ese
quehacer profesional con la docencia en dos centros universitarios
madrileños: como profesor de Matemáticas y Teoría de la Decisión, así
como de Modelos para Análisis Financiero, en la Facultad de Ciencias
Económicas y Empresariales de la Universidad CEU-San Pablo, y de Gestión
Bancaria en la Universidad Carlos III. Sobre esas cuestiones tiene
publicados varios tratados, además de otros sobre temas más concretos,
tales como los mercados de renta fija, las stock options o estrategias corporativas como las OPA.
En su Introducción, el autor anuncia que su libro, «necesariamente
breve» (¡618 páginas de texto y veintiséis de bibliografía e índices!)
se propone describir la evolución de los productos financieros desde el
origen de la civilización hasta nuestros días. Tan monumental objetivo
se organiza en once capítulos que comienzan señalando el intercambio de
productos agrícolas por hachas de bronce y el préstamo de semillas de
siembra en el Neolítico, documentado mediante tablillas de arcilla, y la
aparición del tipo de interés en la antigua Babilonia, así como la del
dinero en Grecia (año 2000 a. C.). No menos frecuentes fueron en esos
tiempos la utilización de esclavos como activos de renta susceptibles de
ser alquilados a terceros o empleados como garantía del pago de una
deuda. China inventó el papel moneda a finales del siglo x d. C. y,
curiosamente, los iraníes consideraban ya a mediados del siglo v a. C.
que recibir interés por un préstamo no era de recibo para un hombre
honorable, inaugurando así una larga controversia religiosa que todavía
sigue viva y que, según nos informa el autor, en la Edad Media provocó
duros enfrentamientos entre los papas y los monarcas católicos, pues la
excomuniones desde Roma atemorizaban a los prestamistas más o menos
usureros –judíos en buen número– que necesitaban los segundos para
financiar sus continuas guerras.
Ya en estas primeras páginas aparece uno de los rasgos básicos de esta
larga historia: a saber, la íntima relación entre la aparición de los
instrumentos financieros, las instituciones que los utilizaban y los
mercados en que se intercambiaban. Por ejemplo, la deuda pública para
financiar las empresas de las repúblicas italianas (Venecia en 1171, por
ejemplo, y Génova y Florencia poco después) provocó rápidamente la
aparición de los mercados en que aquella se negociaba, al tiempo que
surgían los métodos para comparar diferentes contratos financieros
mediante lo que hoy conocemos como valor actual. Se iniciaba así, como
acertadamente señala el autor, el desarrollo de los instrumentos del
capitalismo financiero: depósitos bancarios, reparto de beneficios en
sociedades de inversión, cálculo del precio de bienes y monedas
empleados en el tráfico mercantil, rentas financieras, acciones de
responsabilidad limitada. No menos trascendentes fueron los
descubrimientos españoles y portugueses para la historia económica y
financiera del entonces mundo civilizado, sobre todo por la explotación
de nuevas fuentes de metales, oro y, sobre todo, plata, que originó un
incremento de dinero circulante y una subida de los precios en Europa.
Las crisis que ello provocó en la España Imperial de Carlos V y sus
inmediatos sucesores son de sobra conocidas en nuestra historiografía
monetaria y financiera. Pero, como documenta atinadamente nuestro autor,
fue la consolidación de los Estados nacionales y sus afanes
expansionistas lo que explica el auge del comercio tanto hacia el lejano
Oriente como el dirigido al recientemente descubierto Occidente. Nacen
así las Compañías de Indias, el principio de la responsabilidad limitada
al capital aportado, las ofertas públicas de adquisición de acciones,
los primeros bancos nacionales (el antecesor privado del sueco realizó
en 1661 la primera emisión de papel moneda en Europa), los sistemas de
cheques (¡hoy prácticamente desaparecidos!) y las transferencias entre
cuentas. Se formula también la conocida «ley de Gresham» (por el nombre
del agente financiero de la reina Isabel I de Inglaterra), que explica
cómo la moneda mala expulsa siempre a la buena del sistema financiero.
La economía financiera había hecho su aparición y su evolución era
imparable, pues facilitaba un desarrollo imposible de imaginar hasta
entonces, aunque también escondía un campo de minas que hacía estallar
periódicamente riesgos imprevistos y provocaba incertidumbres
generalizadas que socavaban los cimientos del progreso alcanzado.
Productos como los contratos de futuros sobre bulbos de tulipanes en los
Países Bajos, los del arroz en Japón, la Deuda Pública inglesa, los
bonos colaterizados con materias primas en la Guerra de Secesión
americana o los márgenes y garantías en las operaciones bursátiles,
entre otras «innovaciones», fueron apareciendo desde mediados del siglo
XVI hasta principios del XX, cuando comienza «La Mayoría de Edad,
1900-1971» de esta dilatada historia narrada con precisión por el autor.
La crisis de 1929, la inflación desbocada en Alemania, la desaparición
del Patrón-Oro, la oleada especulativa que origina el crack de
1987 o la crisis de los países emergentes que no tenían la suerte de
producir petróleo (que fue el origen de las permutas de parte de la
deuda por ellos contraída por inversiones directas en capital de
empresas de los mismos, formalizadas en los debt-equity swaps utilizados en México y Chile) van desfilando ante nuestros ojos. Se nos instruye igualmente sobre los Bonos Brady;
estos bonos diversificaban entre un conjunto amplio de inversores las
tenencias de deudas acumuladas en un reducido número de bancos que, en
lugar de diversificar sus riesgos, se olvidaron del sabio consejo según
el cual «la avaricia rompe el saco». Comenzó de esta forma una
«inflación» incontrolada de instrumentos financieros –minuciosamente
descritos en este libro– que ni sus protagonistas, ni los organismos
públicos teóricamente encargados de su regulación y supervisión,
llevaron a cabo con diligencia y firmeza. Es más, como bien se describe
en el apartado del noveno capítulo titulado «Los productos
subvencionados y bonificados» (pp. 434-436), la ceguera intervencionista
de alguna que otra Administración Pública –como la española, sin ir más
lejos– facilitó sustanciosos beneficios a los «ingeniosos»
especuladores privados.
Los dos capítulos finales ponen el foco en la primera década del nuevo
milenio, escenario de dos grandes crisis financieras perfectamente
documentadas en 163 páginas que no sólo describen la historia de los
productos financieros, sino que también relatan su incontrolado
crecimiento (titulación de activos, la ilusionista política calificada
como creación de valor para el accionista, el espejismo de las
«punto.com», el enredo de los productos derivados y estructurados y la
ingeniería de las subprime). En resumen, la inflación de
riesgos que no supieron aquilatar quienes los originaron y lanzaron al
mercado, ni mucho menos sus adquirentes; todo ello ante la pasividad
–cuando no complicidad– de las instituciones, públicas y privadas, a
quienes estaban encomendados el control y la supervisión de aquellos.
Minuciosamente documentado el proceso a ambos lados del Atlántico,
basado en «estructuras financieras apalancadas en las que subyacían
productos de dudosa solvencia», esta Historia señala la
negligencia de quienes no tomaron las decisiones que hubieran evitado en
gran parte la crisis que explotó entre los años 2007 y 2009. No puede
resumirse más concisamente ese fracaso que recordando las Conclusiones del Informe Final de la Comisión sobre las Causas de la Crisis Financiera y Económica en los Estados Unidos,
publicado en 2011: 1) Esa crisis financiera era evitable; 2) Los fallos
generales en la regulación y supervisión financieras fueron
devastadores para la estabilidad de los mercados financieros de la
nación; 3) La causa clave de esta crisis residió en los dramáticos
fallos en la gobernanza corporativa y en el manejo del riesgo en muchas e
importantes instituciones financieras de carácter sistémico; 4) La
combinación de excesivo endeudamiento, inversiones arriesgadas y falta
de transparencia abocaron al sistema financiero hacia la crisis; 5)
Igualmente, el Gobierno estaba mal preparado para la crisis y su débil
respuesta acrecentó la incertidumbre y el pánico en los mercados
financieros; 6) En resumen, se produjo un fallo sistémico en la
responsabilidad pública y en la ética. ¡Difícilmente se puede ser más
claro y preciso!
No se libró España de esa plaga financiera cuyo capítulo más
escandaloso fue el conocido como «las preferentes», que un Gobierno
desorientado trató de paliar para que nuestro sistema financiero no se
fuera a pique, sin conseguirlo del todo, pues hubimos de pedir un
préstamo de cuarenta y dos mil millones de euros a Bruselas que aún no
hemos pagado. Se derrumbaron las cajas de ahorros –carcomidas por la
ambición de los partidos políticos–, y todavía sigue en números rojos el
Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB). Completan el cuadro
unos supervisores desprestigiados –el Banco de España y la Comisión del
Mercado de Valores‒ y un banco llamado Bankia cuyo origen y salida a
Bolsa están siendo escudriñados en los tribunales. Las conclusiones
alcanzadas por la Comisión de investigación en el Congreso, hechas
públicas recientemente, provocan sonrojo incluso a los mas legos en la
materia.
La gran crisis de finales de la década aparece casi siempre en cada uno
de los apartados en que se estructuran los dos capítulos finales de la
obra. Y resulta muy instructiva la lectura detallada de cómo y cuándo
reaccionaron los bancos centrales de Estados Unidos y de Europa (el de
Inglaterra, pero sobre todo el Banco Central Europeo). La Reserva
Federal estadounidense mostró una envidiable rapidez de reflejos y una
audacia muy superior a sus colegas europeos, señaladamente el Banco
Central Europeo. Su política, calificada como Quantitative Easing,
se tradujo en la compra de títulos del Tesoro y activos titulizados en
hipotecas por un valor equivalente al 15% del PIB estadounidense; por el
contrario, el Banco Central Europeo esperó hasta 2009 para empezar a
poner en práctica sus recetas, que sólo comenzarían a cobrar entidad a
un ritmo rápido a partir de 2015. Según estima Miguel Córdoba en su
libro, la combinación de intervenciones directas a corto plazo en el
mercado monetario, compra de deuda monetaria de los países miembros e
incremento de la penalización cobrada a los bancos por depositar dinero
en el Banco Central Europeo ascendía en 2015 a unos 2,5 billones de
euros. España, por cierto, se ha beneficiado de tal generosidad, pues el
Banco Central Europeo ha comprado desde 2015 nada menos que doscientos
veinte mil millones de euros de nuestra deuda pública. El problema se
plantea ahora, cuando se comience a reducir sus balances de títulos
públicos; Donald Trump ya ha dado su opinión al criticar la subida de
tipos de interés y la Reserva Federal parece que ha considerado por el
momento que los más prudente es esperar y ver.
Dos novedades ocupan la atención del autor en el capítulo final: las
criptomonedas y los derechos de emisión de dióxido de carbono. Pero,
antes de comentar el epílogo con que el autor cierra su voluminoso
estudio, conviene realizar un breve análisis de sus enfoques sobre los
intentos de los supervisores internacionales para poner coto a futuras
crisis financieras: lo que se conoce como los Acuerdos del Comité de
Basilea I, II y III. No podía faltar en esta Historia la descripción
(concretamente en su penúltimo capítulo) de las vicisitudes de uno de
los pilares del negocio bancario: su solvencia. De ello se ocupa desde
hace cuarenta y cinco años el Comité de Basilea. Creado en 1974, el
llamado «Grupo de los Diez» comenzó a centrar su atención en reforzar la
solvencia de los bancos con redes internacionales, llegando a un primer
acuerdo –conocido en la jerga como Basilea I– volcado en reforzar la
solvencia de los bancos, aunque, como se demostró pronto, con escaso
éxito, debido a que incluía como capital activos que no lo eran, y
también por decantarse por el denominado value at risk como
técnica para calcular el riesgo de mercado. Años después Basilea II
(2004) se propuso modernizar los instrumentos que los supervisores
bancarios deberían utilizar para ponderar el riesgo a la hora de
calcular el capital de un banco y perfeccionar su gestión. El resultado
fue un galimatías, con exigencias de cobertura un tanto arbitrarias y
una calificación del riesgo de las operaciones más que discutible. El
último capítulo de esta saga es, por el momento, Basilea III
(2009-2010), en el que se apretaron las tuercas al capital, con ratios
de apalancamiento de la financiación neta, así como la implantación de
vistosas herramientas calificadas como «pruebas de esfuerzo». Pero,
¿cómo cifrar, por ejemplo, el comportamiento de los depósitos en una
entidad bancaria, especialmente en momentos de tensión? Banco Popular es
un ejemplo reciente en España que Miguel Córdoba describe en su libro
(pp. 566-568) sucinta y claramente, así como los mecanismos de
supervisión y resolución que, con no escaso esfuerzo, han ido creándose
en la Unión Europea con parecidos propósitos. Advierto, por último, al
lector que el juicio del reseñista –que, naturalmente, se omite– es
incluso más crítico que el del autor del libro.
Llegamos así al epílogo, que en el libro se titula «Una nota final a
modo de ensayo». Alguien que ha dedicado tanto tiempo y esfuerzo a
escribir de algo tan esencial como el dinero a lo largo de la historia
de la humanidad no puede aceptar que ha cumplido su objetivo sin
expresar su visión sobre el futuro. Una visión, en este caso, teñida por
el temor a que el crecimiento experimentado por la economía financiera
tenga los píes de barro.
Esa cautelosa actitud se refuerza si se tiene presente –advierte el
autor– que el crecimiento de la población mundial se traducirá tarde o
temprano en una disminución del producto real por habitante, y que es
dudoso, en el caso de Europa, que su enorme capital acumulado sea capaz
de sostener el actual Estado del bienestar. Añádese a ello que, según
previsiones fundadas, China e India contarán hacia los años 2040-2045
con la mitad de la población mundial y África –nuestro continente
vecino, añado yo– unos dos mil cuatrocientos millones de habitantes, de
los que unos diez podrían emigrar a España, con unos niveles de
educación en el caso de los dos países asiáticos y de esfuerzo en el de
los africanos que superarán a los de los países occidentales.
Pensiones, paro y deuda nos plantean a los europeos incógnitas futuras
cuya solución todavía no ha aparecido. En el caso de España, la historia
financiera y económica reciente no nos ofrece razones para el
optimismo, especialmente si nuestro sistema educativo no experimenta
cambios espectaculares. Se pregunta dubitativo Miguel Córdoba si podemos
confiar en «la sabiduría de nuestros gobernantes y su capacidad de ser
hombres de Estado, en lugar de políticos ambiciosos y corruptos».
Raimundo Ortega es economista y fue jefe de
Operaciones y director general del Banco de España, director general del
Tesoro y Política Financiera en el Ministerio de Economía y Hacienda, y
presidente del Servicios de Compensación y Liquidación de Valores.
-
24/06/2019
-
1.
El libro ofrece una generosa bibliografía (diecinueve páginas) de la
cual me permitiría recomendar al lector interesado las siguientes obras:
quien busque una visión erudita y entretenida hallará una lectura
adecuada en el libro de Niall Ferguson, El triunfo del dinero. Cómo las finanzas mueven el mundo, que incluso sirvió de base a un documental televisivo, y el de James K. Galbraith, El dinero. De dónde vino y adónde fue. Más especializadas son las obras de C.R. Geisst, Wall Street. A History; Sidney Homer y Richard Sylla, A History of Interest Rates, y Merton H. Miller, Financial Innovation and Market Volatility (Cambridge,
Blackwell, 1991); Miller es el coautor, junto con Franco Modigliani,
del famoso teorema sobre las decisiones empresariales y el valor de
mercado de las mismas. No citadas por Miguel Córdaba, pero interesantes
como lecturas complementarias, recomendaría: National Commission on the
Causes of the Financial and Economic Crisis in the United States, The Financial Crisis. Inquiry Report, 2011; los dos volúmenes del Federal Reserve Bank of Kansas City, The Greenspan Era. Lessons for the Future y Maintaining Stability in a Changing Financial System, publicados en 2005 y 2008, respectivamente. Pueden añadirse el Informe de Estabilidad Financiera 04/2008 y el Informe sobre la crisis financiera y bancaria en España, 2008-2014 (mayo de 2017), ambos del Banco de España, así como la publicación del Banque de France, Financial Stability Review (febrero de 2008). Puede consultarse también en el nº 122/2009 de Papeles de Economía Española el artículo titulado «Crisis y Regulación Financiera», así como la comparecencia de Aristóbulo de Juan ante la Comisión del Congreso que investiga la crisis financiera 2007-2017, en la sesión del 11 de diciembre de 2017. ↩
https://www.revistadelibros.com/resenas/miguel-cordoba-bueno-historia-de-los-productos-financieros-raimundo-ortega
No hay comentarios:
Publicar un comentario