Las instituciones importan y mucho
Entrar en la teoría del crecimiento es no salir de ella. Algo de esto dijo hace unos veinte años Robert Lucas, fascinado por “la mecánica del desarrollo “, cuando andaba empeñado en revolucionar los fundamentos de la macroeconomía. Después de un par de décadas de ocultación, la preocupación teórica por el crecimiento resurgió con fuerza, a mediados de los años 80 del siglo XX, y trajo nuevas aportaciones a la relación entre el progreso económico y sus determinantes: capital humano, infraestructuras, condiciones geográficas, nivel tecnológico y efecto de las instituciones, entre otros, se han incluido en las contrastaciones econométricas, junto con los factores primarios –capital físico y trabajo– de la función de producción.
En tiempos recientes, las instituciones han llamado la atención tanto de organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional cuanto de los estudiosos del crecimiento y el desarrollo. Como ocurre en todo tópico que salta con cierta celeridad a la fama, la multiplicidad de los cultivadores aporta riqueza analítica y empírica, pero también una cierta oscuridad, si es que no confusión. Puede que en buena parte porque, urgidos por tareas en apariencia más apremiantes, tales como acopiar datos, ordenarlos y contrastarlos, se sacrifica el esfuerzo conceptual al aplicado, en la esperanza de que los propios datos hablen y aporten la luz. Pero raramente surge la luz de una pura encuesta histórico-empírica si, previamente, no ha habido una labor de desbastado de los conceptos para darles un sentido preciso, riguroso y, a ser posible, econométricamente contrastable. Las instituciones y su papel en el crecimiento no son una excepción a esta regla. Lo escurridizo del concepto y lo polisémico de su significado, según las diversas tradiciones teóricas (véase el cuadro 1 de la pág. 35) no facilitan la labor necesaria para su comprensión y la contrastación de su aportación al crecimiento.
Los párrafos anteriores enmarcan suficientemente bien la oportunidad del libro que se comenta.Acción colectiva y desarrollo. El papel de las instituciones tiene por objetivo, como bien se resume en el subtítulo, analizar el papel que cumplen las instituciones en el proceso de desarrollo de los países. Para ello, se aborda una amplia temática, distribuida en una introducción, nueve capítulos y cuatro anexos. Esta empresa, indudablemente muy amplia, se pretende llevar a cabo en un nivel deliberadamente medio, es decir, que pueda llegar a un público extenso, instruido e interesado, pero no necesariamente especializado en la materia. No se orillan las discusiones teóricas y técnicas de mayor calado, pero, en general, se mantienen en un marco de divulgación culta, de acuerdo con el planteamiento de los autores, o se relegan a recuadros y apéndices.
En el primer capítulo se realiza un recorrido sintético por las diversas corrientes teóricas desde las que se va gestando el pensamiento institucionalista hasta llegar a la actualidad. A pesar de ser un capítulo relativamente reducido para tan extensa materia, es suficientemente completo: el historicismo, el neoinstitucionalismo de Williamson, la teoría de la agencia o la teoría de juegos, entre otras, se convocan para dar al lector una buena perspectiva de la riqueza de tradiciones, la complejidad del concepto y las pistas para una mejor definición.
Esto último es lo que se pretende resolver en el capítulo segundo, donde se trata de modo específico el concepto de instituciones que van a utilizar Alonso y Garcimartín. En síntesis, la definición que consideran más ajustada a su propia visión es la ofrecida por A. Greif, para quien las instituciones pueden definirse como “un sistema de diversos factores sociales, reglas, normas, creencias, valores y organizaciones que conjuntamente motivan una regularidad en el comportamiento individual y social” (pág. 60). A propósito de esta definición, se podrían discutir y señalar muchos tópicos. Pero, en mi opinión, creo que son particularmente importantes los tres siguientes:
– Las instituciones deben imponer comportamientos regulares, que reducen la incertidumbre de los agentes.
– Las instituciones deben tener legitimidad social.
– Las instituciones deben ser racionales, pero no necesariamente promueven comportamientos óptimos, puesto que son el resultado de las posibles luchas de intereses de grupo en la sociedad.
¿Hasta qué punto es fecundo el punto de vista institucional para interpretar la realidad y ayudar a transformarla mediante la política económica? Para resolver esta importante cuestión, los autores contraponen dos grandes tradiciones que se disputan hoy día el escenario académico y político: el enfoque geográfico, con diversas clases de obstáculos físicos al desarrollo, y el enfoque institucional, también con diversas variantes sobre el tipo y papel de las instituciones. Un estudio histórico, a propósito de América Latina, permite fundamentar unas conclusiones, si no tajantes, sí razonables, acerca de la necesidad de fomentar instituciones técnicamente buenas, pero también, y muy fundamentalmente, “legítimas”, para promover el desarrollo económico de los países y la equidad.
De todos modos, resuelta (concedámoslo únicamente como hipótesis para llevar la discusión a otros terrenos) la disputa teórica, queda la necesidad de hacer operativos los conceptos. ¿Qué dimensiones institucionales debemos considerar y cómo decidir acerca de su calidad? Una amplia inmersión en la literatura permite a los autores indicar algunos de los vectores más relevantes a tener en cuenta. Por ejemplo: estabilidad política, estado de derecho, eficiencia en la gestión pública, control de la corrupción, capacidad para aplicar políticas, eficacia distributiva y políticas de participación ciudadana y de rendición de cuentas (pág. 115).
Captar lo principal de estos atributos institucionales es tarea ardua y remite a un conjunto de indicadores que se vienen usando a tal fin. Pues bien, los autores realizan un repaso de una nutrida gama de estos indicadores, analizando su contenido y la coherencia o contradicción entre ellos, lo que permite al lector formarse su propia opinión al respecto cuando tiene que enfrentarse con los resultados de estudios de diversas instituciones que recurren a uno o varios de dichos instrumentos. Y, a continuación, se realiza un repaso bastante completo sobre la situación internacional de las instituciones y la asociación de su calidad con diversas variables, como el PIB per cápita, los niveles de desigualdad, la apertura al exterior, la posesión de recursos naturales.
Completando en el capítulo seis el análisis anterior con un trabajo empírico propio, los autores destilan un puñado de factores que determinan la calidad institucional. Mencionemos: el nivel de desarrollo del país, aunque en un flujo que marcha en ambas direcciones; el nivel de equidad y cohesión social; un sistema fiscal suficiente en cuanto a la recaudación, y el nivel educativo. A la hora de concretar el camino recorrido, desde la definición del concepto hasta los factores que promueven las buenas instituciones, Alonso y Garcimartín resumen en cinco los del tipo de instituciones especialmente conectadas con la promoción de una buena economía de mercado: garantizar los derechos económicos básicos, promover la competencia, promover la coordinación y el fomento de los mercados, garantizar las condiciones de la estabilidad macroeconómica, promover la cohesión social y el control de conflicto.
¿Por qué es muy recomendable este libro? Creo que han ido quedando claras en el camino algunas de sus fortalezas. Pero insistiré en esas y en otras: no conozco, en el panorama en español, una contribución que pueda cubrir tan bien un espacio tan amplio en torno a las cuestiones institucionales. El hecho de que el libro se sitúe en un nivel medio de dificultad, asequible a personas interesadas con cierto nivel de cultura socioeconómica, no debe ocultar que se trata de una exposición sumamente competente, conocedora a profundidad de la literatura internacional sobre la cuestión, que no rehúye ni siquiera ciertos ejercicios estadísticos y econométricos, pero que es capaz de transmitir, de manera comprensible, lo muchísimo que hay que transmitir, incluso para quienes desconocen ciertas herramientas de los economistas. Además, en el libro se pretende combinar dos perspectivas, una posición que, como siempre en cuestiones de desarrollo, a unos les parecerá insuficientemente crítica con el sistema y a otros crítica en exceso. Pero la realidad es que, en mi opinión, los autores han encontrado un terreno equilibrado donde los políticos pueden encontrar conceptos, herramientas y justificaciones para un mayor desarrollo de la economía de mercado, al tiempo que los agentes sociales comprometidos con el cambio también encontrarán buen material en la defensa de las transformaciones sociales e institucionales necesarias para promover un mejor y más equitativo progreso económico.
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