José Ortega y Gasset (1883-1955) era en 1902 un mocito modernista con inquietudes literarias e intelectuales recién licenciado en Filosofía y Letras. Quería ser un novelista o un sabio. En la primera de estas vocaciones predominaba un ensimismamiento en el placer de la escritura, una fruición por el goce estético de la emoción de encontrar la frase que define la cosa y la explica bellamente. En la segunda vocación, la de sabio, la inclinación tomaba un cariz político, de actuación pública, de deseo de transformar la sociedad, su país y al hombre, desde el conocimiento. El muchacho se había educado en una familia de la alta burguesía madrileña, con más prestigio que dinero aunque suficientemente acomodada para vivir holgadamente y dar una educación cara a sus hijos. Su padre, José Ortega Munilla, era, cuando nace el pequeño Pepe, el director del suplemento literario del principal periódico de la época, El Imparcial, que pertenecía a la familia de su mujer, Dolores Gasset. El diario había sido creado por el padre de ésta y abuelo de Ortega y Gasset, Eduardo Gasset, y en él publicaban los más famosos e influyentes intelectuales y literatos del momento. A la muerte del abuelo, que se produce al año siguiente de nacer su nieto, el periódico queda en manos de su hijo menor, el jovencísimo Rafael, quien ayudado por su cuñado y el director del periódico, Andrés Mellado, saca adelante la empresa familiar.
Eduardo Gasset había sido ministro durante la breve monarquía de Amadeo de Saboya. Aunque no había apostado por la restauración borbónica, supo colocar El Imparcial en un puesto de privilegio dentro de las filas liberales. Su hijo Rafael continuará la vocación política del padre y en 1900 entrará en un gabinete regeneracionista conservador de Francisco Silvela, constituido tras los desastres de Cavite y Santiago de Cuba para restaurar la gloria y la economía del país. Rafael Gasset acabará militando en las filas liberales, desde donde proseguirá su labor de ministro de Fomento en casi una decena de ocasiones y controlará varios distritos electorales en los que encasillaba a sus correligionarios, entre ellos al padre de Ortega.
José Ortega y Gasset era en 1902 un joven atento y había sido capaz de captar muy bien el ambiente intelectual y político de España, que vivía a diario en su propia casa y en la redacción de El Imparcial. Cuando en los años siguientes da forma a la vocación que será su meta durante toda su vida, había tenido delante un buen número de posibilidades donde elegir. La decisión adoptada, la llamada interior que sintió no era la más cómoda entre las opciones que tenía delante: entregarse al estudio de la filosofía para construir una metafísica original capaz de explicar el ser del hombre en el mundo, y ser, al mismo tiempo, un intelectual que transmitiera e intentara hacer comprender su visión del mundo. Como bien intuía Ortega en aquellas fechas y sabrá después, toda metafísica supone una nueva explicación del mundo, que es en sí misma una nueva forma de estar el hombre en el mundo.
Esta vocación, todavía no perfilada plenamente, es la que le llevará a estudiar en Alemania dos cursos entre 1905 y 1907, una vez que se ha doctorado en Filosofía por la Universidad Central de Madrid en 1904. Ortega acude primero a Leipzig, luego a Berlín, y finalmente a Marburgo, ciudad a la que volverá en 1911. Todos estos viajes tuvieron como fin empaparse de la cultura germánica y, como dijo él mismo, llenar de idealismo algunos tonelillos para digerirlos en la estepa castellana y utilizarlos de manera que le fuesen útiles a su país, el cual le parecía demasiado falto de ideales y excesivamente pegado a lo concreto. Ortega se aproximará en Alemania a la filosofía neokantiana por dos vías, una más ortodoxa, las enseñanzas de sus maestros marburgueses Hermann Cohen y Paul Natorp, y otra más heterodoxa, la filosofía de George Simmel, al que conoce en Berlín. En aquel momento, a Ortega le interesa más el neokantismo de la Escuela de Marburgo, que en Cohen tenía un desarrollo metafísico, ético y estético, y en Natorp una vertiente pedagógica y política.
Para los neokantianos de Marburgo, lo objetivo eran las ideas: el concepto puro, el conocimiento puro, la voluntad pura, la razón pura..., una pureza que a Unamuno le repugnaba y que veía estaba deformando el alma de su joven amigo madrileño, quien en su intento de superar el subjetivismo español caía, sin darse aún cuenta, en un subjetivismo de la conciencia. Del mismo le ayudará a salir el arte español del que será su amigo Ignacio Zuloaga, tan realista, incapaz de ajustarse a la estética pura de Cohen, y la fenomenología de Edmund Husserl, que conocerá de forma indirecta en su viaje a Alemania de 1911, una vez que Ortega había obtenido su cátedra de Metafísica en la Universidad Central de Madrid unos meses antes. Husserl desarrollaba el concepto de conciencia en un sentido distinto al kantiano, en tanto que la conciencia no era el pensar interno a la mente de la realidad captada, sino la propia captación de la realidad. Por eso muchos jóvenes europeos de la generación de Ortega vieron que, en el fondo, Husserl iba a las cosas, a la vida, aunque ésta quedara puesta entre paréntesis para, como en toda filosofía idealista, conseguir alcanzar una verdad epistemológicamente irrebatible a partir de los fenómenos. Ortega estará ya siempre en esa lucha, creyendo en una verdad única e inmutable y peleando al mismo tiempo con la realidad varia de las cosas y el devenir de las mismas.
Con treinta y un años, el joven filósofo español publica en 1914 su primer libro, las Meditaciones del Quijote. Es un libro en el que quedan resabios idealistas neokantianos, abunda el análisis fenomenológico y se empieza a intuir el raciovitalismo que cuajará en los años Veinte. Ese mismo año Ortega publica un prólogo al libro de poemas El Pasajero de José Moreno Villa. Aquí aparece el concepto de “yo ejecutivo” en un sentido que presenta interesantes matices respecto a la conciencia ejecutiva fenomenológica, pues en él lo importante no es la conciencia recibiendo ejecutivamente las impresiones captadas por los sentidos sino la vida viviéndose en todo instante.
Las Meditaciones del Quijote suponen un esfuerzo no satisfactoriamente logrado por abandonar el continente idealista en el que Ortega había vivido toda una década y son el primer gran paso para construir una metafísica de la vida humana en el que el yo ejecutivo se convierte en realidad radical inmersa en su circunstancia. Y es que a Ortega siempre le interesó el hombre en el mundo y no el hombre aislado, solitario, encerrado en la realidad de su conciencia. Le interesó el hombre conviviendo. Por eso, su labor a partir de aquí va ir por la ruta de romper con la modernidad cartesiana y kantiana que había encerrado al hombre en la cárcel de su yo interior y le había aislado del mundo real al construirle un mundo utópico. Como vivir ahí es imposible, el hombre había seguido viviendo la realidad tal cual se presenta, pero era incapaz de comprenderla porque su mundo no se ajustaba al mundo ideal que se había formado en su mente.
Las Meditaciones del Quijote eran al mismo tiempo un libro político. Eran un libro que quería elevar las cosas que tocaba a la plenitud de su significado, para salvarlas. Entre esas cosas que Ortega quería salvar estaba su país, España. El filósofo quería mejorar la realidad de su patria mediante la absorción de la ciencia europea para hacerla propia y desarrollarla de un nuevo modo. Esa transformación era la más importante a realizar para toda una generación de españoles jóvenes que se juntaron en la Liga de Educación Política Española, que Ortega presentó en sociedad en marzo de 1914 en el teatro de la Comedia de Madrid mediante una conferencia titulada “Vieja y nueva política”, algunos de cuyos párrafos se reproducían en Meditaciones del Quijote. Para Ortega, Europa era Sócrates, es decir el método científico para alcanzar el concepto, la definición de las cosas. Por eso había dicho en 1910 que “Europa = Ciencia”, y ese mismo año había colaborado en la fundación de una revista llamada Europa, desde la que rebatía el concepto costista de europeización más centrado en la equiparación material de España al bienestar económico y social del norte europeo. Nuestro país no era para Ortega algo extraño a Europa; lo que pasaba es que España estaba alejada de ésta por toda una edad histórica porque había renunciado a la ciencia moderna. Ortega tenía una gran fe en España y pensaba que era un “promontorio espiritual de Europa” y la “proa del alma continental”. La cuestión estaba en saber estar en el nuevo tiempo que nacía y para eso era importante encontrar en la propia historia algunos referentes esenciales, principalmente hallar la mayor cima que había dado lo español, el estilo cervantino de acercarse a las cosas, porque todo estilo poético encierra en sí una filosofía, una moral, una ciencia y una política. De este modo la ciencia europea debía pasar por el tamiz de la poética española, que había tenido algunas miradas sinceras para comprender el mundo. La perspectiva española era, por tanto, esencial para Europa, que no podía prescindir de la manera española de mirar las cosas, del “logos del Manzanares”. No estaban Ortega y Unamuno tan alejados en este punto como pueda dar a entender la agria polémica de 1909, cuando el sabio rector de Salamanca critica a los jóvenes que estaban entregados a los papanatas europeos y opta por San Juan de la Cruz frente a Descartes, y Ortega contesta con aquello de que el color sonrojado de las piedras salmantinas se debe al rubor que sienten al oír las cosas que decía don Miguel. Unamuno había captado bien pronto la inteligencia del joven filósofo madrileño y seguía sus escritos en recepción crítica. Ortega, que había empezado a leer a Unamuno desde joven por indicación de su padre, como confesará en la necrológica que escribe del vasco en 1937, sabía muy bien la profundidad filosófica que encerraba la obra unamuniana. Esos dos hombres se comprendieron mucho más de lo que puedan dar a entender un puñado de malas palabras y unos cuantos gestos.
Para Ortega, la verdad, aun siendo una e invariable, sólo se puede conocer mediada por la perspectiva, que es distinta en cada individuo, en cada pueblo, en cada época. El perspectivismo que tan bien explicado está en las Meditaciones del Quijote se convierte así en método de aproximación a la verdad. Ortega afirma leibnizianamente cada individuo es una perspectiva necesaria e insustituible en el universo. No cabe mayor fe en el hombre, y es seguro que Ortega llegó a ella por contacto espiritual con sus amigos de la Institución Libre de Enseñanza, en la que, como ha mostrado Agustín Andreu, se leía a Leibniz con interés. ¡Cuánto nos queda por aprender de lo que Francisco Giner de los Ríos y un puñado de hombres ilustres hicieron por poner a España al nivel que le correspondía en la historia!
Al mismo tiempo que Ortega profundizaba en el conocimiento de la filosofía y que abordaba el proyecto de fundar una filosofía propia, publicaba con bastante regularidad en la prensa, sobre todo a partir de 1907 cuando sus artículos habían tomado un tono político evidente. Poco a poco le habían ido dando espacio en el periódico familiar, al salvarse las iniciales reticencias de su padre, director de El Imparcial por aquellos años de principios del siglo XX, pero pronto empezará Ortega a proponer una reforma del liberalismo que no encajaba con los anquilosados moldes de los seguidores de Sagasta y que incomodaba la posición política de su tío Rafael Gasset. Desde la revista Faro, en cuya fundación tuvo parte, Ortega propuso en discusión periodística con el hijo del líder conservador Antonio Maura, Gabriel, un liberalismo transformado en sentido socialista. Ortega defendía que, respetando los principios esenciales del liberalismo decimonónico –los derechos y libertades fundamentales–, el Estado actuase como redistribuidor de la riqueza en beneficio de las clases más pobres, tanto en lo tocante a cuestiones económicas y laborales como en lo referente al acceso de todos los ciudadanos a la cultura. Estas propuestas estaban en la órbita del liberalismo inglés de un Lloyd George y próximas al socialismo de cátedra alemán y al socialismo fabiano, pero chocaban con los viejos resortes del Partido Liberal, no porque muchos de ellos, como José Canalejas, no fuesen conscientes de la necesaria transformación de la ideología liberal decimonónica sino porque introducía un factor de desestabilización del régimen en tanto que Ortega pretendía dar entrada firme al Partido Socialista. El entonces joven filósofo hablaba de un liberalismo socialista o de un socialismo ético, que estableciese un sistema de revoluciones para la transformación de la sociedad sin revolucionarismos.
Por eso los partidos del turno pacífico de Cánovas y Sagasta, dirigidos ahora por nuevas generaciones, le parecían alas anquilosadas y, el Partido Liberal, en concreto, “un estorbo nacional”. Así le calificó en 1913 con tanta valentía como afán rupturista juvenil desde las páginas de El Imparcial, lo que le obligó a buscarse acomodo en otra prensa. Ya venía colaborando desde 1908 en revistas como las citadas Faro (1908) y Europa (1910), ambas de vida tan efímera, y en algunos diarios vinculados al Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, desde los que lanzaba sus artículos más heterodoxos contra el régimen de la Restauración.
La proximidad de Ortega a Lerroux era más circunstancial que sincera. En el fondo, Lerroux le parecía un elemento necesario para la ruptura del régimen canovista pero no un constructor de una política nueva. El Partido Socialista, a pesar de que primeramente había pensado en él como el partido europeizador de España y como un partido cultural, no podía ser el elemento vertebrador y por eso Ortega optó por una vía intermedia tras considerar fracasada la posibilidad de que el Partido Liberal se reformase en sentido socialista. La nueva vía fue el Partido Reformista de Melquiades Álvarez al que se unió estrechamente a partir de 1914, llegando a formar parte de su junta directiva, aunque no se presentó finalmente a ningunas elecciones. Ortega era un intelectual y como tal se encontraba incómodo en las filas de un partido porque su afán era buscar la verdad y no aferrarse a una doctrinariamente.
El reformismo que Ortega defendía, común a muchos miembros de su generación en España y en Europa, encontrará su expresión en la revista España, que dirige en 1915 y, sobre todo, en las páginas de El Sol, periódico nacido en 1917 del esfuerzo del empresario Nicolás María de Urgoiti, al que Ortega se había asociado en un fracasado intento de hacerse con El Imparcial en la primavera de 1917. Las páginas de El Sol recogerán hasta 1931 casi toda la producción literaria de Ortega, quien además ejerce de editorialista entre diciembre de 1917 y 1920, cuando cansado del ajetreo político que supone estar en el devenir diario de la prensa deja esta labor.
Durante estos años, Ortega verterá sus ideas políticas y plasmará en numerosísimos artículos su proyecto de transformación del liberalismo en sentido social. Sus propuestas iban enfocadas a garantizar seguros que socorriesen a los trabajadores en momentos de necesidad, a fomentar la presencia más activa de los trabajadores en la dirección de la empresa, incluso proponiendo una participación en los beneficios que permitiese ir transformando el capitalismo en socialismo, y a la financiación de estas medidas por medio de un fuerte gravamen sobre las herencias y un impuesto progresivo sobre la renta de las personas físicas, pero, sobre todo, Ortega creía necesario incrementar el nivel cultural del pueblo, pues, como Unamuno, estaba convencido de que la libertad que necesitaba el pueblo era la cultura. En esto, ambos estaban plenamente inmersos en el proyecto ilustrado y confiaban en que la extensión del conocimiento permitiría la humanización del hombre, aunque ninguno de los dos era ingenuo y veían claramente la maldad que les rodeaba. Ortega, sobre todo después de la Guerra Civil, no dejará de insistir en que la sociedad es siempre un proyecto nunca enteramente satisfecho, un conato, una lucha constante de las fuerzas sociales contra las antisociales, y que a la postre el hombre es una mala bestia con ciertas veleidades de arcángel. ¡Qué otra cosa se podía decir después de ver cómo se estaban ventilando en Europa las diferencias desde hacía más de veinte años! Para muchos de estos hombres de las generaciones europeas de fin de siglo y de 1914, las dos Guerras Mundiales y la Guerra Civil española fueron un golpe del que difícilmente se repusieron.
Su confianza en el hombre, hija de la Ilustración en la que se habían educado, quebró en muchos casos.
Ortega se cuestionó entonces el papel del intelectual y llegó a la conclusión de que lo único que se podía hacer era, en puridad, callarse. El intelectual era para Ortega el hombre que siempre se afana por buscar la verdad, que no vive plenamente si no es preguntándose por el ser de las cosas e intentando encontrar alguna respuesta. “El Otro” es el que se conforma con las cosas tal y como se le presentan sin hacerse cuestión de las mismas. “El Otro” no entiende al intelectual, y éste no entiende al Otro, no entiende como se puede vivir en el mundo sin buscar la verdad, esa indiferencia le parece una vida falsa. Muchos intelectuales se habían preocupado de denunciar la falsedad del mundo de entreguerras y habían propuesto cauces para ir, en política, a un mundo más justo, pero las vías intermedias de poco valían ante las propuestas totalitarias que vendían paraísos inmediatos.
Ortega vivió siempre una lucha interna entre su interés por ser un hombre con influencia social, capaz de marcar el devenir histórico de su país desde sus posición de intelectual, y el placer de encerrarse en sus lecturas, sus pensamientos y sus clases. Los primeros envites políticos de principios del siglo XX desembocaron en el fracaso de la Liga de Educación Política Española y en el abandono de la revista España y del Partido Reformista. Como respuesta a estas contrariedades, Ortega buscó el refugio de una revista unipersonal, El Espectador, que pretendía conseguir un público minoritario, pero fiel, que le permitiese sacarla a la venta cada dos meses. Ni que decir tiene que el proyecto quedó muy menguado y El Espectador fue saliendo como pudo a lo largo de casi veinte años, y sólo alcanzó ocho números. El título es ya muy significativo del primer golpe que había creado en el alma orteguiana el roce con la política diaria. Ortega, en El Espectador, renunciaba a ser un intelectual influyente en la política de su nación y se presentaba como un pensador que simplemente quería mirar su entorno y reflejar sus ideas sobre el papel, para que aquellos que conservasen una parte antipolítica en su espíritu pudieran leerle. El Espectador parecía querer pasar sin molestar, susurrando al oído de unos oyentes próximos, pero Ortega en su fondo insobornable no se atrevía a renunciar a la labor pedagógico-política que se había propuesto en su juventud. Las propias páginas de los dos primeros Espectadores (1916 y 1917) eran ya un mirar intencionado que clamaban contra el plebeyismo triunfante. Y es que a la postre la mirada filosófica que Ortega echaba al mundo con afán de comprenderlo llevaba en sí un ineluctable proyecto de reforma política del mismo, que se movía en dos niveles, uno esencial, muy en el talante de sus amigos de la Institución Libre de Enseñanza y de la Residencia de Estudiantes, la reforma del hombre, y otro secundario pero de mayor inmediatez, la transformación de la realidad política, que traducía en un cambio de régimen porque todo estaba “bajo el arco en ruina”. Había que ir a unas Cortes Constituyentes que modificaran la Constitución en un sentido más democrático.
Junto a los dos pilares de la política social y de la reforma constitucional, el tercer pilar de las propuestas políticas de Ortega era la estructuración de España en un estado autonómico, en el que las distintas regiones asumiesen funciones legislativas y ejecutivas. El filósofo, metido a articulista de El Sol, pretendía de este modo acercar la política al ciudadano para que éste la sintiese como algo propio y, al mismo tiempo, que se creasen grandes capitales regionales que sirvieran para ir poniendo algunos toques de altura cultural y política en el vetusto provincianismo español. Hoy la gente no sabe cuánto debe a Ortega el actual Estado autonómico. Unos cuantos hombres de distintas tendencias políticas lo habían leído con interés y fruto y llevaron sus ideas a la Constitución de 1978. ¡Hay desconocimientos muy caros e injustos!
La lucha política de Ortega contaba con el estilete de una pluma afilada que de vez en cuando hacía crujir las entrañas del régimen. Todo el mundo sabía de quién eran los agudos editoriales de El Sol. Eran muchos los que seguían y comentaban sus artículos políticos, que además iban apareciendo paralelamente a una obra de gran calado filosófico, igualmente publicada en la prensa, que también se seguía con atención. El peso intelectual de Ortega en la España de principios de los años Veinte era enorme. Sus sacudidas a los inestables gobiernos posteriores a la grave crisis política de 1917 fueron muy duras. Ortega, como en 1914, seguía estando por la ruptura con los políticos de la Restauración. Sus elogios a las Juntas de Defensa y su silencio ante el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, pronto superado por una política consejeramente crítica desde las páginas de El Sol, fueron un error de perspectiva, porque Ortega les otorgaba a estos dos movimientos el papel de barrenderos de la vieja política sin preocuparse de sobre qué arena se iba a construir después la nueva política. Por eso, en 1930, ante la insistencia de algunos de sus jóvenes discípulos, no le quedó más remedio que aceptar que la Monarquía había fenecido y que había que construir un nuevo Estado republicano, al que contribuyó con su Agrupación al Servicio de la República y su presencia en las Cortes Constituyentes, en las que pronunció algunos discursos de gran envergadura política, especialmente aquellos en que definió con acierto los conceptos de autonomía y federación, apostando por la constitución de un Estado autonómico.
Es sabido que pronto se desilusionó de la política republicana y quiso rectificar el rumbo de la República, pero eran tiempos de masas, de política de masas, como él bien había analizado, y ya no cabían las prédicas solitarias sino la organización institucional para la que él no estaba preparado ni dispuesto, a pesar de que hizo algún intento de fundar un Partido Nacional. Debió sentir entonces una cierta frustración por el fracaso de su proyecto político, no sólo del inmediato sino de cuanto en éste había de las ideas que venía defendiendo públicamente desde los albores del siglo. La posición de Ortega era demasiado centrada y ecléctica para una Europa que andaba en frentes y totalitarismos de uno y otro bando.
No sería cierto decir, no obstante, que Ortega se refugió del fracaso de su política en su quehacer filosófico aunque los años que van desde 1932 hasta la Guerra Civil son inmensamente productivos. Ortega nunca había abandonado su obra filosófica sino que por el contrario sintió siempre la dedicación a la política como un estorbo para su verdadera vocación de filósofo. Las Meditaciones del Quijote habían sido sólo una muestra de un pensamiento que se venía esparciendo por la prensa española y argentina y que había encontrado una de sus formas más elaboradas en El tema de nuestro tiempo (1923). Como las Meditaciones del Quijote, el nuevo libro tenía mucho de esbozo y de proyecto, pues Ortega más que construir su filosofía lo que hacía era mostrar los síntomas del tiempo nuevo, que se presentaban como una nueva sensibilidad, la cual rechazaba el idealismo filosófico y político de la modernidad y quería anclarse en la vida sin renunciar al gran descubrimiento de la razón pura, pero matizándolo desde la vitalidad. Ortega no caía en un irracionalismo vitalista, sino que luchaba contra el relativismo en pro de una verdad que no renunciase a entender la vida como una realidad cambiante, que es en el fondo historia. Si la razón vital era la nueva forma que debía adoptar la filosofía, ésta no podía entenderse sino como razón histórica en cuanto el hombre es un ser biográfico, pero Ortega todavía sólo había pespunteado su filosofía y muchas de estas ideas quedaban en el aire sin mayor precisión, que vendrá en los años sucesivos.
A Ortega le faltaban en 1923 algunos de los rudimentos que serán esenciales en su filosofía posterior como la superación de la ontología tradicional por la comprensión de que el ser es la vida de cada cual y, por tanto, un ser que no lo es en el sentido clásico de la filosofía, porque no es suficiente ni estático, sino dinámico e indigente, pues es histórico en su ir haciéndose y está compuesto por el yo y la circunstancia, que dependen el uno de la otra y viceversa. No se puede entender el yo fuera de una circunstancia ni ésta es si no aparece en relación con un yo como presencia o como latencia. Estos descubrimientos los irá Ortega comprendiendo en los años posteriores de la década de los Veinte y encontrarán su expresión en varios cursos que dio en Buenos Aires y Madrid a partir de 1928 y hasta la Guerra Civil (Meditación de nuestro tiempo, ¿Qué es filosofía?, ¿Qué es conocimiento?, Unas lecciones de metafísica, En torno a Galileo). Aquí su filosofía se presentaba ya de forma mucho más clara como el intento de superar el idealismo moderno sin caer en el realismo ni en el relativismo. Ortega pensaba que los conceptos esenciales de la filosofía debían ser sustituidos por los descubrimientos de su filosofía raciovitalista: donde antes se decía ser, ahora había que decir la realidad radical de cada vida humana; donde se decía existir, había que decir vivir; donde se decía coexistencia, había que decir convivencia.
Ortega, como Descartes, buscaba una realidad donde apoyar las verdades de la vida, pero, frente a éste, no salía de la duda metódica afirmando que la realidad primera de la que puede partir la inteligencia humana es el pensamiento, más exactamente el pensamiento dudoso, sino que afirmaba que lo primero que el hombre encuentra cuando se pone a pensar en la realidad es a sí mismo viviendo, y que por tanto la realidad radical, aquélla en la que las demás realidades radican, es la vida humana de cada cual. Éste es el ser del que debe partir la filosofía, se dice Ortega. Su obra estuvo marcada desde mediados de los años Veinte por el intento de describir esa realidad radical y explicar su presencia, su modo de estar en el mundo. Para Ortega, lo primero que se puede decir de la vida es que es una fatalidad, porque nadie ha pedido la vida, sino que nos encontramos viviendo, arrojados a la existencia. Pero dentro de esa fatalidad, la vida es libre porque no se dos da hecha y cada uno tenemos que hacernos la propia. Es, por tanto, la libertad dentro de la fatalidad. La vida es un drama, un quehacer que da mucho qué hacer, porque uno no puede abandonarse a la existencia sino que necesita un mínimo de esfuerzo para sobrevivir.
Lo que caracteriza la vida humana es estar puesta a algo. Ortega había encontrado en Aristóteles y en Leibniz la idea de que la vida es como un arquero que tiene un blanco. Se pregunta Aristóteles en la Ética a Nicómaco si no vamos a buscar nosotros un blanco para nuestras vidas cuando el arquero lo busca para su flecha, y Leibniz, que conocía bien el pensamiento aristotélico, entendió la vida como una vis activa, una fuerza encaminada hacia algo, hacia el futuro, por eso dirá Ortega que la vida es futurición, en el sentido de que está proyectada hacia delante. Esa proyección se hace desde un presente que es el futuro de un pasado previo, porque la vida es más que biología, biografía. El hombre, por tanto, dirá Ortega en una de las expresiones últimas de su filosofía, no tiene naturaleza sino que tiene historia, o lo que la naturaleza es a las cosas es la historia al hombre (vid. “Historia como sistema” y Sobre la razón histórica).
Que el hombre es biografía, historia, quería decir para Ortega que es tal y cual cosa porque antes ha sido tal y cual otra, y esto en un sentido personal y en un sentido generacional, porque todo hombre va inmerso en un tiempo y en un espacio que se expresan por medio de las creencias vigentes en cada generación. Las creencias son, para Ortega, ideas que se han instalado en el sentir social, que propiamente no se tienen sino que son ellas las que nos sostienen a nosotros. En principio, las creencias no nos las cuestionamos salvo que hayamos dejado de creer en ellas, es decir, que hayan dejado de ser creencias. Entonces, intentamos alcanzar nuevas ideas desde las que poder vivir, porque todo hombre necesita una interpretación del mundo por tosca que ésta sea. Las épocas en que se cuestionan las creencias son épocas de crisis históricas.
El hombre se queda entonces, por decirlo de algún modo, sin suelo donde apoyar sus pies. Ortega pensaba que la época que le había tocado vivir era una de esas épocas de crisis (vid. Ideas y creencias y En torno a Galileo).
Lo que definía la crisis era para Ortega La rebelión de las masas, título que dio a una colección de artículos de periódico que juntó en libro en 1930 y que pronto se convirtió en un best-seller dentro y fuera de España. Ortega había encontrado la expresión que definía la época. El filósofo partía de un dato objetivo, el tremendo crecimiento de la población europea en el siglo XIX. Luego analizaba el hecho del lleno, de que todo estuviese lleno de gente: los cafés, los cines, los teatros... Eso le parecía a Ortega que no era normal unos cuantos años atrás aunque la población era más o menos la misma. Ahora la gente se había lanzado a la calle y empezaba a gozar de unos lujos que a muchos les habían estado vedados durante siglos –de un lujo en especial, el ocio, aunque esto no lo decía textualmente Ortega–. Este lleno significaba que había subido el nivel histórico, que la gente disponía ahora de un mayor bienestar que unos años atrás y se podía dedicar a gozar de la vida, por lo menos de algunos ratos de esparcimiento. Pero había que analizar bien el hecho porque también presentaba su cara negativa. La rebelión de las masas había dado lugar a un tipo de hombre, el hombre-masa, que tenía la psicología del niño mimado pues quería gozar de todo y se creía con derecho a todo pero no era capaz de entender el esfuerzo que el bienestar occidental de la década de los años Veinte suponía de progreso histórico y de acumulación de saber científico, de tecnología, de ciencia política...
En este sentido, el hombre-masa era un salvaje que creía vivir rodeado de naturaleza y que la utilizaba bárbaramente sin darse cuenta de que lo que él consideraba naturaleza no era sino artificio, saber del hombre aplicado. La rebelión de las masas venía porque el hombre-masa se consideraba con derecho a todo sin preocuparse de si tenía o no deberes. Con este modo de estar en el mundo quería invadir todos los órdenes de la vida social e imponer su vulgaridad sin aceptar diferencias. Mas el problema no estaba sólo en el hombre-masa sino en unas minorías que habían hecho dejación de funciones, se habían vulgarizado y empezaban a vivir como hombres-masa porque renunciaban al esfuerzo de ser mejores, de idear nuevos gustos, de pensar nuevas formas de estar en el mundo, de imaginar nuevas instituciones para la convivencia social. Lo que diferencia al hombre-masa del hombre-egregio es que éste no se siente nunca plenamente satisfecho y siempre pretende idear un futuro mejor, mientras que el hombre-masa se siente satisfecho tal y como es, se siente satisfecho dentro de su vulgaridad porque ve que es la vulgaridad de todo el mundo y se siente cómodo siendo como todo el mundo.
Por el contrario, el hombre-egregio quiere ser un individuo, desea ser sí mismo, un ser diferente a los demás, sin perjuicio de que pueda compartir con ellos gustos y valores. El hombre-egregio es un hombre que deja expresarse a su vocación y que se esfuerza por alcanzarla.
A Ortega le preocupaba soberanamente el perfil que había adoptado la sociedad contemporánea. Las viejas creencias se habían desmoronado o se estaban desmoronando, incluida la fe en la ciencia y en el progreso que había sido la fe que había sustituido en la Edad Contemporánea a la fe en Dios. Sólo las maravillas que la técnica seguía produciendo hacían imposible ver en su justo término la verdadera crisis de creencias en que se vivía. Pero la técnica, como afirma en su Meditación de la técnica (1933), no es nada sin la ciencia, no es nada por sí misma, necesita de algo que esté más allá de ella, que sea epitécnico. Ese algo es la ciencia que nace del interés del hombre por conocer la verdad de las cosas, por explicar la realidad de las cosas con un afán de entender el mundo y hacerlo más cómodo al hombre. Si éste espíritu científico se perdía, si esa capacidad de ensimismamiento para encontrar la verdad que está en el substrato de toda ciencia se perdía, Ortega estaba convencido de que en pocas generaciones la civilización occidental caería en la barbarie, porque la técnica es sólo el lado utilitario de la ciencia. El hombre-masa de la época, que provenía del tecnicismo del siglo XIX, era sólo capaz de apreciar lo que la técnica le ofrecía de bienestar material, pero no entendía que detrás de la misma había un esfuerzo gratuito. Lo mismo sucedería en el plano político, y el hombre-masa pondría fin a la democracia liberal de la que provenía.
Desde muy joven Ortega había intentado trasmitir a sus alumnos la idea de que lo que verdaderamente merece la pena de aprenderse, no puede el profesor explicarlo, porque es más bien un talante o un gusto por alcanzar la verdad de las cosas. A pesar del atractivo que tuvo para él en sus años mozos la pedagogía social de Natorp, tan platónica, tan socialista, tan reglamentada, en esos mismos años Ortega quería ya oponer a la pedagogía de su maestro alemán una pedagogía del paisaje, que tenía en la Institución Libre de Enseñanza un entronque directo. Al niño, habían entendido Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, lo mejor que se le podía enseñar es a ver un paisaje, a fijarse en las variedades del color del cielo, de los tonos de la tierra, en la presencia austera de una casa en medio del páramo, en la recia silueta de la torre de una iglesia, en el blanco pasear de un rebaño de merinas y la cabizbaja espera del pastor, en el verde negrizo de los pinos en invierno y en el dorado sonar de los álamos en otoño... Así el niño estudiaba de un vistazo física, matemáticas, biología, historia, política, arte y filosofía, con sólo aprender a mirar a través de la sugerencia inteligente del maestro.
Lo más que puede hacer el profesor, pensaba Ortega, es contaminar a sus alumnos con el placer de la filosofía, del amor al saber, de la fruición por alcanzar la verdad de las cosas y entenderla. A esto Ortega lo llamaba la pedagogía de la contaminación o de la alusión. En las Meditaciones del Quijote, decía que quien de verdad quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga, que nos señalase el camino para llegar a ella, para que cada uno de nosotros seamos capaces de acercarnos a la verdad por nosotros mismos. Una de las frases que más le gustaba repetir a Ortega era la del Quijote: preferimos el camino a la posada, y también citaba con frecuencia unos versos de Goethe: somos de aquellos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
Ortega estuvo siempre en el camino de la verdad y construyó una filosofía que nos permite entender mucho mejor qué es el hombre y cuál es su papel en el mundo. Posiblemente no fue capaz de redondear su metafísica y dudó seriamente de la verdad de su filosofía –quizá por eso no concluyó ninguno de los grandes libros en los que trabajó después de la Guerra Civil–, pero esto, más que empequeñecer su figura, lo que hace es presentarla con lo mejor que puede enseñar el filósofo en esa exhibición que hace de su intimidad, su honradez. Como él mismo decía de Max Scheler, Ortega fue un embriagado de esencias que quiso tocar con la luz de su filosofía todo lo que entraba en su circunstancia. Sobre algunas cuestiones echó un chorro de luz.
Una de esas cuestiones es su meditación de la misión que debía cumplir la universidad, que plasmó en una conferencia, varios artículos y un libro en 1930 con el título Misión de la universidad. La universidad era para Ortega un elemento esencial dentro de una sociedad moderna y debía ser un potente poder espiritual. La reforma universitaria, como la política, no se podía quedar sólo en la corrección de los abusos, sino que tenía que ir a la creación de nuevos usos. Primero había que tener claro qué era la universidad. Según Ortega, ésta cumplía dos funciones: 1) enseñar las profesiones que necesitaban de un esfuerzo intelectual y 2) desarrollar la investigación y preparar nuevos investigadores. Ésta última función –en contradicción con el análisis que había hecho en su juventud de la universidad alemana– no le parecía ahora el punto central de la universidad y no era, por tanto, su misión. La misión de la universidad era para Ortega enseñar al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional. Para hacer del estudiante medio un hombre culto había que enseñarle las grandes disciplinas: física –aquí Ortega incluía la matemática–, biología, historia, sociología –no lo que hoy se entiende por esta ciencia, sino el estudio del hombre en sociedad o política– y filosofía. La cultura era para Ortega algo más que un montón de conocimientos eruditos, era el sistema vital de las ideas de cada tiempo desde las que el hombre vive, las cuales no son predominantemente científicas. Ortega proponía como núcleo de la universidad una Facultad de Cultura, en la que el estudiante aprendería esas ideas del tiempo desde las que se podría construir su visión del mundo.
Por otro lado, para hacer del estudiante medio un buen profesional había que transmitirle conocimientos sobrios, inmediatos y eficaces. Al estudiante medio sólo se le podía exigir aquello que en la práctica podía aprender. No tenía sentido llenar su cabeza de contenidos que difícilmente podría asimilar y que pronto olvidaría. La nueva universidad no perdería el tiempo en intentar que el estudiante medio fuera un científico. Una vez reducido el aprendizaje al mínimo exigible en cantidad y calidad, la exigencia al alumno sería máxima.
Para el estudiante medio, Ortega proponía una nueva pedagogía sintética, sistémica y completa, que fuera capaz de transmitirle los conocimientos científicos de forma comprensible. Esta pedagogía sería el fundamento de la universidad y, por eso, los profesores serían seleccionados más por su capacidad pedagógica que por su talento científico. Los científicos estaban obligados a hacer un esfuerzo de síntesis si querían que la ciencia fuese compatible con la vida, porque la vida no puede esperar a las explicaciones de la ciencia, pues es siempre urgencia, es tener que resolver problemas del momento.
La ciencia era sustituida en la universidad que proponía Ortega por la cultura, que es un sistema integral, completo y claramente estructurado, capaz de dar respuesta al hombre sobre sus necesidades vitales, aunque sus verdades no sean científicas. Ortega proponía que la ciencia quedara en el dintorno de la universidad. Los estudiantes más inteligentes participarían en laboratorios, seminarios y centros de discusión que se crearían alrededor de la universidad. Ciencia y universidad no eran dos ámbitos inconexos, pero sus misiones eran distintas y debían estar claramente separadas porque se hacía un enorme daño al intentar convertir al estudiante medio en un científico, para lo que se requiere una vocación peculiarísima, y además se incumplía la misión de la universidad.
Ortega era consciente de que el progreso de una sociedad dependía en buena medida de la dedicación de una parte de sus hombres a la ciencia, y sabía que la universidad tenía que estar abierta al aire público y no encerrada en sí misma. Cuando negaba que la ciencia fuese el núcleo de la universidad, lo hacía porque se había dado cuenta de la necesidad de que la universidad girase en torno al alumno. Había que partir del estudiante, de lo que éste es y de lo que necesita saber para vivir y ejercer bien su profesión. La mayoría de los estudiantes no tenía una vocación científica. La universidad debía promoverla, pero no debía considerar a todos los estudiantes como potenciales científicos. Como ya se ha dicho, los estudiantes inclinados hacia la investigación participarían en seminarios y laboratorios, los cuales estarían en el dintorno de la universidad. Estos lugares, donde se haría la ciencia, irradiarían su saber a la universidad. Muchos de sus investigadores serían al mismo tiempo profesores, pero teniendo en cuenta que para su función docente serían seleccionados según su capacidad para transmitir conocimientos de forma que pudiesen ser entendidos por los estudiantes, especialmente por aquellos estudiantes de tipo medio no inclinados a la investigación. Era lo que Ortega llamaba el principio de la economía de la enseñanza: enseñar con todo rigor aquello que humanamente puede aprender un buen estudiante medio.
El filósofo daba un paso más y consideraba que los estudiantes debían participar en la dirección del orden interno de la universidad, que debían considerar su casa y no la del profesor. Su función no era sólo la de oyentes, sino que tenían que mostrarse activos y, a la postre, hacer ellos mismos la universidad, asegurar el decoro de los usos internos e imponer el orden, del que ellos mismos se deberían sentir responsables.
La universidad, además, debía dejar de ser algo de que sólo pudiesen disfrutar las clases acomodadas. Había que crear las condiciones para que las clases obreras pudiesen acceder a la universidad. Ortega dejaba el tema casi intacto, como el mismo reconocía, porque consideraba que no era tanto un problema de la universidad como del Estado, y en la España de los años Treinta sólo una gran reforma del Estado –que Ortega estaba planteando en la prensa desde hacía años, como hemos visto– haría efectivo el acceso de los obreros a las aulas universitarias. La pedagogía tenía en Ortega, desde su juventud, un fundamento político. Era partidario de extender la educación a todo el mundo: que todo el mundo tuviera acceso al estudio y que aquellos que destacasen, aunque no tuviesen medios económicos, pudieran acceder a la educación superior y a la investigación ayudados por el Estado. Esto lo decía un catedrático de Metafísica en la España de los años Treinta varias décadas antes de que los hijos de las clases obreras pudieran acceder a la educación universitaria.
Buena parte de la labor de Ortega en la España de la primera mitad del siglo XX estuvo ligada a difundir la cultura. Podríamos decir sin jugar en exceso con las palabras que Ortega fue toda una Facultad de Cultura. Desde muy joven se preocupó por iniciativas guiadas por este afán. Una de las primeras, aunque no llegó a ponerse en práctica, fue la que le propuso a su padre en 1906 para que se promoviese desde la nueva Sociedad Editorial de España que reunía a tres de los más importantes diarios madrileños y a varios de provincias. Ortega quería fundar una “Biblioteca de Cultura” en la que se publicarían los principales estudios del momento. La idea iba acompañada del propósito de que se constituyese paralelamente una especie de sociedad de conferencias que se encargaría de difundir el pensamiento más actual a lo largo y ancho de España por medio de los científicos y sabios españoles más prestigiosos. Ortega pensaba, por ejemplo, en Santiago Ramón y Cajal, Marcelino Menéndez Pelayo, Benito Pérez Galdós, Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Miguel de Unamuno, Eduardo de Hinojosa y Ramón Menéndez Pidal. En la necesidad de esa biblioteca científica insistirá en 1908, diciendo que su dirección debería encargarse al historiador Eduardo de Hinojosa.
Transcurrieron muchos años hasta que Ortega pudo poner en marcha estas ideas, pero poco a poco todas fueron cuajando de un modo u otro. A partir de 1917 el diario El Sol, del que Ortega era el director espiritual, incorporará secciones especializadas desde las que se iban mostrando los avances de las distintas ciencias. Dos años más tarde se constituirá la editorial Calpe, poco después unida a Espasa, en la que Ortega tendrá mucha mano para la recomendación de autores y de traducciones. Él mismo dirigirá la “Biblioteca de ideas del siglo XX”, en la que aparecerán algunos de los libros más importantes de la primera mitad del siglo. Espasa-Calpe consiguió editar muy buenos libros a precios baratos, de forma que la cultura se hacía accesible a mucha más gente. Unos años después, en 1923, Ortega funda la Revista de Occidente y al año siguiente la editorial del mismo nombre. En ambas aparecerán muchas de las principales plumas españolas e internacionales del momento. Basta echar un vistazo a cualquier número de la Revista de Occidente de antes de la Guerra Civil para darse cuenta de la enjundia que cabía en sus páginas, en las que se trataban los temas más variados de arte, de literatura y de las más diversas ciencias. Era una revista equiparable a cualquiera de las mejores del mundo, hecha con muy pocos medios pero con una gran calidad intelectual y formal.
Ortega, no obstante, no estaba sólo en este esfuerzo cultural. En muchas de las iniciativas sus ideas entroncaban directamente con gentes que provenían de la Institución Libre de Enseñanza. Por ejemplo, desde su fundación en 1910 Ortega era miembro del comité directivo de la Residencia de Estudiantes, ligada jurídicamente a otra institución con la que Ortega colaboró estrechamente, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Desde estas instituciones se promovieron algunos de los proyectos de mayor envergadura intelectual de España. Por ejemplo, dando forma a una idea que Ortega había mostrado en su juventud, en 1924 se constituyó la Sociedad de Cursos y Conferencias de la Residencia de Estudiantes, que permitió invitar a España a algunos de los científicos más importantes de la época como Albert Einstein o madame Curie y a literatos como Paul Valèry.
Cuando Ortega empezaba a aparecer por la vida pública a principios de siglo, Antonio Machado, que le trataba de maestro, le dijo en carta privada que era “el gran capitán”. Sí, el gran capitán de la cultura española del siglo XX y una de las mentes más lúcidas que ha dado España, ideador de numerosos proyectos intelectuales, azuzador de las ideas políticas de su tiempo y constructor de una metafísica de la razón vital e histórica, que toma como base la vida. Una metafísica hecha para la vida humana, pensada para aportar un grano de arena más a la experiencia acumulada de la historia que permitirá al hombre estar de una forma más digna en el mundo.
Javier Zamora Bonilla
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