Aunque terminamos 2013 con unas mejores perspectivas económicas de las que teníamos al principio del año, las secuelas de la crisis de deuda en la que aún estamos inmersos auguran un periodo dilatado para recuperar nuestra senda de crecimiento potencial. Dicen que una crisis es una oportunidad para el cambio y el avance, pero para que ese dicho se haga realidad es necesaria la cohesión política y social alrededor de un programa de reformas cuyo coste a corto plazo es indudable. Nos quejamos con frecuencia de que en España la creciente polarización política dificulta enormemente esa cohesión pero según un estudio reciente de Mian, Sufi y Trebi resulta que en esto tampoco somos muy originales y más bien parece que estamos siguiendo al pie de la letra los pasos de otras economías que han sufrido tras severas crisis de endeudamiento.
Las recesiones que siguen a una crisis de deuda tienen características distintas a las que tienen su origen en otros tipos de shocks. Para superarlas el paso del tiempo no es suficiente ya que la absorción del exceso de endeudamiento cuando la economía no crece se convierte en un proceso muy lento que lastra la recuperación del consumo, de la inversión y del empleo, con lo que se hace necesario abordar reformas sustanciales. Como muestran por ejemplo Freund y Rijkersanalizando una amplía muestra de países la aplicación de cambios normativos sustanciales en la regulación de los mercados de bienes y servicios y el control del déficit público son, entre otras, condiciones necesarias para que tengan lugar los que denominan “milagros en el empleo”, entendidos como reducciones significativas de la tasa de paro en un periodo breve de tiempo –entre 6 y 8 puntos porcentuales en un periodo de entre 4 y 7 años. Estas y otras reformas son económicamente necesarias pero ¿son políticamente viables?
Las crisis de deuda vienen con frecuencia acompañadas por un proceso de deflación que aumenta las diferencias entre deudores y acreedores y dan lugar a un empeoramiento en la distribución de la renta y la riqueza. Además, cuando la recesión genera un problema de deuda pública la consiguiente consolidación fiscal empeora todavía más la distribución de la renta aumentando las diferencias sociales –sobre todo si se basa fundamentalmente en el recorte del gasto público, como señalaba recientemente aquí. En estas condiciones es necesario diseñar mecanismos de resolución que entre otras cosas deben facilitar algún tipo de transferencia de acreedores a deudores –que van desde las quitas y las reestructuraciones a la inflación- lo que afecta a los derechos contractuales de los primeros. La aplicación de estas y otras reformas requieren de un entorno político favorable con un amplio apoyo a medidas que alteran el statu quo. Cuando, como sucede en la crisis de deuda en Europa, el empeoramiento de la distribución de la renta y la riqueza tiene un reflejo geográfico la solución de la crisis pasa por la aplicación de transferencias transnacionales –unión fiscal o unión bancaria, rescates, etc.- lo que requiere todavía un consenso más difícil de alcanzar.
El trabajo de Mian, Sufi y Trebi ilustra muy bien en mi opinión -aunque se trata de un campo en el que no soy especialista- como no sólo el panorama económico, sino también el político se ha visto afectado por las crisis financieras ocurridas en el pasado en un amplio conjunto de países, lo que influye directamente en la probabilidad de que se acometan las reformas necesarias para superarlas. E trabajo analiza en primer lugar si existe un patrón común en la evolución del posicionamiento político y electoral de los ciudadanos tras periodos de crisis en especial las de deuda y las bancarias. En segundo lugar se abordan las consecuencias de estos cambios políticos sobre las estrategias de política económica y, en particular, de reformas que se han adoptado tras las crisis.
Los autores analizan el cambio de la composición de los parlamentos respectivos en los años siguientes a una crisis, centrándose en tres indicadores: el tamaño de la coalición gobernante, el tamaño de la oposición y la fragmentación de la representatividad –definida como la la probabilidad de que dos diputados seleccionados al azar en una legislatura pertenezcan a dos partidos diferentes. Para ello se estudia en particular el caso de Estados Unidos tras la crisis financiera reciente y de forma más general la evolución del posicionamiento ideológico de la población –de acuerdo con el World Values Survey- antes y después de crisis de esta naturaleza identificadas por Reinhart y Reinhart para una muestra de 70 países. El resultado es concluyente. Tras las crisis económicas, la proporción de quienes se autodenominan moderados disminuye, aumentando significativamente la de quienes se consideran de izquierda -en particular cuando la crisis es de deuda- o de derecha –sobre todo tras periodos de inflación elevada. Lógicamente esta polarización ideológica se plasma en la fuerza y cohesión relativas de gobierno y oposición. Los resultados de regresión confirman que las crisis reducen el apoyo al partido o coalición gobernante y aumentan el de los partidos de la oposición. Sin embargo, en ambos lados la fragmentación definida con anterioridad aumenta debido al crecimiento de los partidos más pequeños a costa de los grandes. Es interesante destacar que esta polarización no se observa tras otros tipos de crisis, como por ejemplo las que tienen su origen en atentados terroristas, que suelen traer como consecuencia un aumento del apoyo a las coaliciones gobernantes y un debilitamiento y fragmentación de la oposición.
Tras comprobar la existencia de esta polarización, los autores estudian cómo la misma afecta a la adopción de medidas consideradas necesarias para superar las crisis como el fomento de la competencia y las privatizaciones así como otras de carácter financiero referidas fundamentalmente a la relajación de los derechos de los acreedores, a la mejora de la regulación y la supervisión bancaria, y al establecimiento de controles de capital. En general el estudio encuentra que la incidencia de este tipo de reformas aumenta tras las crisis financieras en comparación con “tiempos normales” pero que, sorprendentemente, lo hace de una forma muy tímida y con cambios poco perceptibles en los principales indicadores analizados. ¿Por qué? De nuevo la repercusión electoral de las crisis es la clave. En concreto, en la muestra analizada, la probabilidad de acometer reformas está negativamente correlacionada con la debilidad electoral del partido o coalición gobernante y con la fuerza de la oposición, factores ambos que aumentan significativamente tras la recesión, lo que explica que las reformas no se aborden precisamente cuando son más necesarias.
En definitiva, los vaivenes electorales que hemos visto en España desde el inicio de la crisis y los que se anticipan en el futuro próximo, así como y la polarización en Europa entre países mejor y peor tratados por la crisis financiera, no son sino el reflejo de un fenómeno más general por el que han pasado muchos otros países tras crisis similares. Aunque el trabajo citado se centra en la aplicación de reformas financieras, no es descabellado pensar que estos resultados puedan extrapolarse a reformas como laboral, la impositiva, que se necesitan sobre todo en el sur de Europa pero que pueden afectar significativamente a corto plazo a la posición de los distintos agentes económicos en cuanto a la distribución de la riqueza. La dificultad de sumar consensos políticos en torno a la aplicación de medidas económicas indudablemente costosas a corto plazo es sin duda una de las razones por las cuales las crisis de este tipo tienen una digestión tan pesada y por lo que, lejos de convertirse en una oportunidad para cambiar a mejor, acaban atrapando a algunos países en una situación de estancamiento duradero.
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