Sostiene Antonio Muñoz Molina (aquí) que “en España algo que nunca ha faltado son los defensores de la ignorancia”. Apunta dos razones. Una es que las clases más reaccionarias han coartado la difusión del conocimiento para preservar sus privilegios y someter a las mayorías. La otra es que la izquierda, tras haber luchado durante mucho tiempo y apasionadamente por la educación, en el periodo más reciente ha abandonado “su viejo fervor por la instrucción pública para sumarse a la derecha en la celebración de la ignorancia”. Y atribuye buena parte del fracaso del sistema educativo de la época democrática (que parece evidente) a que “la izquierda política y sindical decidió, misteriosamente, que la ignorancia era liberadora y el conocimiento, cuando menos, sospechoso, incluso reaccionario, hasta franquista.” En entradas anteriores (aquí, aquí y aquí) he tratado de transmitir que en los debates sobre políticas económicas también se puede percibir claramente el desdén por el conocimiento. Para ello, he señalado argumentos frecuentemente utilizados en dichos debates que, sin embargo, están basados en errores lógicos y factuales manifiestos. Algunas reacciones han interpretado, equivocadamente, esas entradas como ataques personales (cuando, repito, solo se atacaban argumentos erróneos compartidos por personas y grupos variopintos). A este respecto, solo me queda añadir, también utilizando las palabras del ilustre ubetense, que “la inteligencia crítica se afila aprendiendo a distinguir la información sólida y contrastada de la propaganda, el bulo y la calumnia”. Ahora, partiendo del diagnóstico de Muñoz Molina, que comparto, de lo que se trata es de abordar la cuestión de por qué el conocimiento parece jugar un papel tan menor en los debates sobre políticas económicas, tanto a la hora de analizar las alternativas bajo discusión como, lo que es peor, cuando se trata de desterrar errores patentes. ¿Cómo es posible que gente con elevada formación y con una dilatada trayectoria profesional, que les ha llevado a ocupar puestos de responsabilidad política, sean tan proclives a admitir argumentos tan manifiestamente erróneos, sin tener en cuenta el conocimiento teórico y empírico acumulado sobre cuestiones económicas, incluso tras ser expuestos a información sólida y contrastada sobre las razones de los errores?
Una explicación es que, como afirmaba Michal Kalecki,
“obstinate ignorance is usually a manifestation of underlying political motives”.
Por ello, si así fuera, para entender las causas de la pobreza del debate sobre políticas económicas en nuestro país, resultaría necesario distinguir entre las posiciones de la derecha y las de la izquierda. Aún siendo una generalización burda, que debe tomarse como una caricatura condicionada por las obsesiones y frustraciones personales del autor, lo que sigue es un intento de explicar por qué desde determinadas posiciones no se considera importante el conocimiento a la hora de debatir sobre políticas económicas.
La derecha individualista e incompetente
Muchas de las posiciones defendidas por la derecha conservadora se justifican en la concepción de la sociedad como la suma de individuos que persiguen su propio interés, algunos con éxito, otros sin él, y que no reconocen ningún propósito o responsabilidad común. Sin darse cuenta de que el ser humano es un “animal social”, pone en primer lugar la defensa de los derechos y libertades individuales, confiando en que los asuntos socioeconómicos serán resueltos por la “mano invisible” de Adam Smith.
En términos más técnicos y haciendo referencia a los problemas de optimización que caracterizan el contenido de la Economía moderna, la derecha conservadora solo se preocupa por las restricciones presupuestarias y se olvida de optimizar, dando por sentado que la suma de los intereses privados es igual al óptimo social.
Su aproximación, pues, a la política económica es muy simple: no hay problemas económicos por resolver más allá de la excesiva intervención del Estado. Y si no hay problemas, no es necesario pensar, investigar o apoyarse en ningún tipo de evidencia empírica ni para justificar cualquier medida de política económica que liberalice los mercados, ni para descartar las que no vayan en esa dirección. Una muestra es, por ejemplo, la nula importancia que desde estas posiciones políticas se asigna a que los responsables de organismos económicos tengan algún tipo de conocimiento técnico sobre los temas de los que deben ocuparse. Al fin y al cabo, si se piensa que dichas responsabilidades se han de limitar a la aplicación de principios generales, y no al análisis y la resolución de problemas, el conocimiento económico debe considerarse superfluo y han de priorizarse la afinidad política y las relaciones de amistad y de vasallaje.
Así, la actitud de la derecha individualista e incompetente frente a la ciencia económica es, en general, de desprecio. Los que siguen esta tradición piensan que los economistas académicos se ocupan de problemas inexistentes utilizando instrumentos inútiles. En esto, son fieles discípulos de San Agustín, que decía:
“El buen cristiano deberá guardarse de los matemáticos y de todos aquellos que practican la predicción sacrílega, particularmente cuando proclaman la verdad. Porque existe el peligro de que esta gente, aliada con el diablo, pueda cegar las almas de los hombres y atraparlos en las redes del infierno." (De genesi ad litteram 2, XVII, 37.)
La izquierda utópica e irresponsable
Al contrario que la derecha, desde la izquierda se piensa en la sociedad como un individuo a escala gigante con sus propios objetivos y preferencias, sin darse cuenta de que las personas tienen aspiraciones distintas que hacen que los conflictos sean inevitables. No parece haber suficiente consciencia de que de nada sirve imponer metas sociales (como un “bien común” o “alianzas de civilizaciones”) si estas no tienen en cuenta los incentivos individuales y las restricciones de factibilidad asociadas a cualquier problema económico. La izquierda es propicia a defender utopías basadas en concepciones equivocadas de la naturaleza humana y que, por tanto, están abocadas al fracaso.
En lo que respecta a la ciencia económica, la izquierda utópica e irresponsable desconfía profundamente de la existencia de un homo economicus que se comporta racionalmente, supuesto en el que se basa buena parte de la Economía moderna, sin darse cuenta de que, aunque este punto de partida puede llevar a conclusiones erróneas, la alternativa de concebir la conducta humana desde cualquier tipo de irracionalidad conduce probablemente a más y mayores errores.
En consecuencia, la aproximación a la política económica de la izquierda utópica e irresponsable se basa en el desdén del comportamiento racional de las personas como base de las decisiones económicas, en la ignorancia de las restricciones presupuestarias y en el desprecio de la idea de que cualquier tipo de contrato social debe basarse en lo que, en Teoría de Juegos, se conoce como un “equilibrio estable”, que, entre otras cosas, requiere que exista un conjunto de convenciones sociales, comúnmente aceptado y comprendido, sobre cómo han de coordinarse las conductas individuales.
Y, por tanto, su actitud frente a la ciencia económica es, en general, de recelo. Los que se alinean en esta posición suelen pensar que los economistas resuelven los problemas equivocados, preocupándose solo por construir modelos en los que los incentivos que guían las decisiones económicas, la coordinación de las conductas individuales y las restricciones presupuestarias guardan una cierta relación de coherencia. Y si los modelos se consideran equivocados, han de ser también inútiles a la hora de evaluar medidas de política económica y, por tanto, cualquier otra opinión, fundada o no, con errores lógicos o no, tiene el mismo valor, y si cumple con los cánones impuestos por el “progresismo oficial”, incluso debe ser valorada como superior. En consecuencia, la izquierda utópica e irresponsable ofrece su protección a la heterodoxia malentendida, es decir, aquella que no se fundamenta en el profundo conocimiento de la ortodoxia. El resultado es que suele defender programas económicos que contienen propuestas inviables e insostenibles que no resultan atractivas ni siquiera frente al individualismo y la incompetencia de la derecha conservadora.
Una posición incómoda
Los economistas académicos que tratan de participar en el debate sobre políticas económicas o que trabajan como asesores en organismos económicos, han de mantener una posición intermedia entre los que piensan que no hay problemas que resolver y los que insisten en considerar los problemas desde perspectivas equivocadas; entre los que no creen necesario optimizar y los que piensan solo en soluciones fuera del conjunto factible; entre el desprecio de la derecha individualista e incompetente y el recelo de la izquierda utópica e irresponsable. La alineación política de los medios de comunicación y su falta de independencia frente a los poderes políticos y económicos tampoco contribuyen a que la opinión pública perciba claramente cuánto hay de conocimiento y cuánto de ideología en los debates sobre políticas económicas. En realidad, hay mucho de ignorancia obstinada que, como Kalecki sugería, suele tener motivaciones políticas.
Mientras tanto, los problemas estructurales de la economía española crecen.
(*) Quisiera que esta entrada sirva también para recordar a Eduardo Ley quién hace muchos años me recomendó la lectura de Game Theory and the Social Contract, de Ken Binmore. Eduardo, a parte de ser una persona admirable y un excelente economista, era un impertinente empedernido a la hora de señalar errores manifiestos y malas prácticas en las discusiones sobre cuestiones económicas. En cuanto al libro de Binmore, para los que no desprecien la utilidad de la Teoría de Juegos, ni piensen que dicha disciplina es un instrumento al servicio del poder financiero internacional, este libro constituye una excelente aproximación, desde la Economía, a la Filosofía Política y Social. Su introducción ha inspirado algunas de las opiniones anteriores
…y la ignorancia obstinada es ideología – Nada es Gratis
Selección de resultados empíricos
- Sobre la productividad y empleo. La evidencia empírica se construye principalmente mediante las comparaciones internacionales de las tasas de crecimiento tendencial de ambas variables y, en general, muestra que, si acaso, la correlación entre ambas es positiva (van Ark, Frankema y Duteweend).
- Sobre inmigración y empleo. Aquí la literatura empírica ha estudiado mayoritariamente la correlación entre la tasa de empleo de los trabajadores nacionales y la llegada de inmigrantes. En general, los resultados indican que si hay una relación causal negativa entre inmigración y empleo, esta es bastante tenue y está muy concentrada en colectivos de trabajadores de menor cualificación (para el caso español ver Amuedo‐Dorantes y De la Rica, Carrasco, Jimeno y Ortega y Gonzalez y F. Ortega).
- Sobre reparto de trabajo y empleo. Ni en Alemania en los años ochenta, donde se intentó reducir la jornada de trabajo mediante la negociación colectiva, ni en Francia, a principios de los años ochenta y a finales de noventa, donde se impuso por ley, se ha observó que esta medida produjera un aumento del empleo (Hunt y Kramarz, Cahuc, Crépon, Nordstörm Skans, Schank, van Lomwel y Zylberberg).
- Sobre jubilación anticipada y empleo. En este caso, la evidencia empírica también se refiere a cada país. Un compendio de estudios que muestran que la jubilación anticipada no genera empleo es Gruber y Wise, el capítulo sobre España es de Boldrin, García-Gómez y Jiménez-Martín.
- Sobre comercio internacional y empleo. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, hubo una explosión de trabajos empíricos que mostraban poca relación entre importaciones y destrucción de empleo. Más recientemente, algunos trabajos empiezan a encontrar que, como en el caso de la inmigración, los efectos en determinados segmentos del mercado de trabajo pueden ser más grandes de lo que se pensaba (Molnar, Pain y Taglioni y Autor, Dorn y Hanson).
- Sobre gasto público y empleo. Algunos trabajos han utilizado VARs para estimar las funciones de impulso-respuesta del empleo a determinados cambios de la política fiscal. Con esta metodología, cuando se encuentra que un aumento del gasto público ha tenido efectos positivos sobre el empleo, estos son de magnitud limitada (Fatás y Mihov y Pappa).
Aprendiendo a sumar (I): La falacia de la cantidad fija de trabajo – Nada es Gratis
Hay una corriente de opinión que sostiene que las discrepancias entre economistas solo son el resultado de su división en campos ideológicos distintos. Es especialmente notoria, por ejemplo, en el debate sobre las causas de la crisis y las políticas económicas necesarias para salir de ella, donde se ha instalado una “policía de las ideas” que se siente capaz de detectar la conexión entre explicaciones y propuestas, por un lado, y posiciones ideológicas, por otro. Hay incluso una facción totalitaria de esa policía que, siguiendo una rancia tradición de abolengo hispánico, también presente en muchos otros ámbitos, identifica a aquellos economistas que, según ellos, han puesto sus conocimientos técnicos al servicio de los poderosos y de la industria financiera. Los miembros de la policía de las ideas y sus adláteres, por el contrario, creen estar, ellos sí, solo al servicio de los ciudadanos, independientemente de que sus puntos de vista sean acertados o erróneos.
En realidad, en el transcurso de los debates económicos se escuchan opiniones que, más allá de convicciones ideológicas confesadas o inconfesables, son manifiestamente erróneas. Aquí me limitaré a poner algunos ejemplos referidos a dos temas populares, pensiones y reforma laboral, que han aparecido de forma recurrente en este blog. Pero hay muchos más ejemplos y, si los editores de NeG lo tienen a bien, esto podría ser el comienzo de una hermosa… serie.
- Empezaré con un ejemplo fácil. Reiterar que el sistema público de pensiones no necesita reformas, argumentando que es posible hacer frente al gasto social derivado del envejecimiento de la población aprovechando que el crecimiento de la productividad permitirá redistribuir más renta hacia la población jubilada, basándose en cálculos erróneos en los que se confunde el crecimiento del PIB con el de la productividad y en los que no se tienen en cuenta ni las consecuencias del envejecimiento de la población ni las de las actuales reglas de cálculo y de financiación de las pensiones sobre el gasto social,… no es ideología, es ignorancia. Y en algunos casos, a juzgar por la persistencia, también es incapacidad absoluta de aprendizaje.
- Afirmar que la última reforma laboral solo ha servido para destruir empleo, comparando datos agregados de distintos años, sin tener en cuenta otros factores que influyen sobre la evolución y la composición del empleo,… no es ideología, es ignorancia. Hay muchas razones para creer que esa reforma laboral no será la última, entre otras, porque el Gobierno, también en lo que respecta a las políticas de empleo, sigue empeñado en una estrategia equivocada concentrada en la ampliación de la ya enorme variedad de contratos de trabajo y en el esparcimiento caótico de subvenciones a la contratación que no serán eficaces como no lo fueron en el pasado. En mi opinión, la reforma laboral de 2012 fue una reforma valiente, pero poco inteligente, que no atacó suficientemente ni la dualidad contractual ni las razones fundamentales por las que la negociación colectiva es disfuncional. Pero mis opiniones sobre esta reforma y sobre la estrategia de empleo del Gobierno solo podrán ser probadas cuando tengamos datos relevantes sobre el comportamiento reciente de varios aspectos del mercado de trabajo español que ahora, todavía, no están disponibles. Como ya ha mostrado Samuel Bentolila, mucho mejor de lo yo podría hacerlo, todavía resulta muy apresurado y complicado evaluar dicha reforma. Y, en cualquier caso, no es de recibo avanzar valoraciones utilizando los escasos datos disponibles como los borrachos utilizan las farolas (para agarrarse en lugar de para iluminarse).
- Decir que ninguna reforma laboral puede crear empleo y, al mismo tiempo, afirmar que el principal problema de la economía española es la restricción de crédito y la falta de demanda,… no es ideología, es ignorancia. Demanda, producción y empleo se determinan conjuntamente. Y tanto la oferta de crédito disponible como la legislación laboral influyen en las de decisiones de las empresas sobre qué, cuánto y cómo producir bienes y servicios. Ciertamente las empresas contratarían más trabajadores si hubiera más demanda, pero también la demanda sería mayor si las empresas contrataran más trabajadores y aumentara la renta disponible de las familias. Y si la principal razón por la que las empresas no crean empleo es que estamos sufriendo una maldición divina que impide que la demanda aumente, tan irrelevante sería la restricción de crédito como se pretende que es la legislación laboral, porque ¿para qué iban a necesitar crédito las empresas si luego no tienen a quién vender lo que producen? Así que lo que valdría para decir que, en las circunstancias actuales, ninguna reforma laboral crearía empleo, también debería valer para decir que la restricción de crédito es irrelevante. Y ambas afirmaciones serían erróneas. En realidad, es cierto que la debilidad de la demanda y de oferta de crédito constituyen una dificultad muy grave para la reactivación de la economía. Pero no nos engañemos. La solución del problema de deficiencia de demanda tiene que iniciarse en el sector exterior, con aumentos de las exportaciones y de la inversión extranjera directa. Y para la solución de la escasez de crédito también dependemos de la financiación exterior. Aún terminando de una vez con el saneamiento del sector bancario (ahora encarrilado por, adivinen quién, la presión exterior), ni las exportaciones, ni la inversión extranjera directa, ni la financiación exterior mejorarán permanentemente si antes no se resuelven otros problemas estructurales, como, por ejemplo, los derivados de una regulación de los mercados de trabajo y de productos que sigue sin progresar adecuadamente.
- Y para terminar (¿por hoy?) una propina para probar que la ignorancia no es exclusiva de ciertos rangos del espectro ideológico. No tiene nada que ver con pensiones ni con el mercado de trabajo, pero no me puedo resistir. Decir que la manera de recuperar la estabilidad macroeconómica es reinstaurar el patrón oro,… no es ideología, es ignorancia supina. Aunque los argumentos de autoridad, como las descalificaciones ideológicas, no deberían tener ningún peso en debates sobre cuestiones económicas, en esta ocasión haré una excepción. The University of Chicago Booth School of Business, a través de su programa The Initiative on Global Markets, recoge las opiniones de economistas expertos mundialmente reconocidos, de campos variados, sobre diversos aspectos de las políticas públicas. De todas las cuestiones planteadas hasta ahora, solo las respuestas a una de ellas han sido totalmente coincidentes. La proposición, en concreto, es: “Si un régimen discrecional de política monetaria fuera sustituido por un patrón oro, que definiera el valor del dólar como el equivalente al de un número específico de onzas de oro, los resultados en términos de estabilidad de precios y de empleo serían mejores”. El 100% de los panelistas expresaron, en mayor o menor grado, su desacuerdo. Uno de ellos apostilló: “A gold standard regime would be a disaster for any large advanced economy. Love of the gold standard implies macroeconomic illiteracy”.
Asumo, con resignación, que no me libraré de que la policía de las ideas me catalogue como “neoliberal peligroso”. (Mi percepción es que todos los que no creáis que la lucha de clases y la conspiración del capital explican todo lo que pasa en este mundo y más allá, corréis el mismo riesgo). Para ponerlo fácil, confesaré que mis creencias ideológicas sobre Economía se reducen a pensar que i) el capitalismo y la economía de mercado componen un sistema económico que produce desigualdad social en exceso, pero que, por ahora, no se ha inventado ningún sistema alternativo mejor que proporcione aumentos del bienestar social mayores y mejor distribuidos, y que ii) el Estado puede y debe intervenir para mejorar los resultados económicos, pero que dicha intervención tiene que ser corregida y perfeccionada cuando su resultado no es ni un aumento de la eficiencia económica ni una mejora de la equidad social. Y aunque tengo otras creencias, a efectos de discutir cuestiones económicas, son tan irrelevantes como mis preferencias futbolísticas (que, por si a alguien les interesa, y a pesar de que nunca terceras temporadas fueron buenas, también las confesaré: madridista-facción mourinhista).
Por lo demás, me declaro totalmente dispuesto a ser convencido sobre cualquier cuestión económica, pero solo por argumentos lógicamente coherentes y evidencia empírica sólida, no por calificaciones o descalificaciones ideológicas. A W. Edward Deming se le atribuye la frase: “In God we trust, all others must bring data”. Yo, agnóstico insumiso (y esta es mi última confesión ideológica de hoy), creo que ni siquiera Dios está exento de mostrar datos, y que, además, no basta con mostrarlos, también hay que saber interpretarlos. Mi percepción es que, además, esta disposición es compartida con la inmensa mayoría de los colegas que frecuentan los círculos en los que la discusión sobre cuestiones económicas se realiza sobre bases estrictamente profesionales.
Es desafortunado que en lo relativo a cuestiones económicas, como a muchas otras, no siempre podamos encontrar respuestas incontrovertibles. “Todos somos ignorantes, lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas”, dicen que dijo Albert Einstein. Aquí, unos tratan de superar su ignorancia buscando preguntas interesantes y respondiéndolas con argumentos lógicamente coherentes y con evidencia empírica rigurosamente analizada; otros no son conscientes de su propia ignorancia y solo recurren al victimismo y al totalitarismo ideológicos. A estos últimos habría que recordarles continuamente que lo suyo... no es ideología, es ignorancia.
Gracias a las inagotables generosidad y paciencia de los excelsos editores de NeG, continúa la serie sobre ideología e ignorancia (iniciada aquí). Recordemos de qué va esto. No se trata de discutir sobre epistemología, ni sobre el peso que las diferencias ideológicas tienen a la hora de explicar las discrepancias entre economistas. Se trata de desenmascarar argumentarios erróneos que se utilizan en los debates económicos y que se defienden solo con la acusación de que los que mantienen opiniones distintas lo hacen por razones espurias. Para ello, hoy me centraré en el problema de la deuda y en el proceso de desapalancamiento de la economía española.
1. Decir que nuestro problema es la deuda privada, no la pública, que la consolidación fiscal no es necesaria y que solo es una excusa para recortar derechos a la ciudadanía… no es ideología es ignorancia. La ratio deuda pública-PIB será de alrededor del 90% del PIB al final de este año. Muy probablemente, cuando salgamos de este lío estará por encima del 100% y, dado que el potencial de crecimiento económico no parece muy alentador, por las perspectivas demográficas y las dudas sobre la evolución de de la productividad, la dinámica de la deuda impondrá restricciones considerables sobre la política fiscal. Por ejemplo, y esto es simple aritmética, para estabilizar dicha ratio en el 100%, con una tasa de crecimiento del 2% y unos tipos de interés reales bajos, digamos del 1% (ambos supuestos bastante favorables con las perspectivas actuales), solo podríamos permitirnos un déficit primario (ingresos menos gastos, excluyendo los intereses de la deuda) del 1% del PIB. Y, partiendo del 100%, digamos en 2015, si se deseara rebajar dicha tasa de endeudamiento al 60% en 2030, con la tasa de crecimiento y los tipos de interés reales citados, necesitaríamos superávits primarios del 2% del PIB durante quince años consecutivos.
Podemos discutir si la consolidación fiscal, en las condiciones actuales, ha de avanzar a un ritmo más lento o más rápido (algo sobre lo que Javier Andrés ha escrito mucho y muy bien en este blog, por ejemplo, aquí, aquí y aquí), sobre la orientación de la urgente e imprescindible reforma fiscal, o sobre cómo implementar reducciones del gasto público más selectivas, justas y eficientes, pero sostener que no tenemos un problema, muy grave, de deuda pública es negar una obviedad.
2. Decir que una devaluación interna (reducir los costes laborales para, así, abaratar los bienes y servicios producidos domésticamente y aumentar la competitividad), es una medida contraproducente, porque empeora el problema de deuda, y que, por tanto, solo la defienden quiénes quieren empobrecer a la clase trabajadora y beneficiar a los empresarios… no es ideología, es ignorancia. La idea de que la deflación empeora el problema de la deuda se atribuye a Irving Fisher, que la expuso magistralmente aquí. La intuición es sencilla: si los precios y los salarios cayeran, disminuiría la renta disponible de las familias, y, por tanto, el peso de la deuda, fijado en términos nominales, aumentaría. Es una observación a tener muy en cuenta. Sin embargo, se suele olvidar que esta lógica aplica a una economía cerrada sin desempleo en la que la renta disponible de las familias solo podría aumentar si los salarios fueran más elevados. En una economía abierta y con desempleo la correspondencia entre salarios y renta disponible de las familias no es unívoca y, de hecho, una reducción de salarios puede ser el origen de un proceso “multiplicativo” (no solo hay “multiplicadores” de la política fiscal) que, empezando con una mejora de la competitividad y el crecimiento de la demanda externa, consiga crear empleo, aumentar la renta disponible de las familias y la demanda interna, incrementar la producción y el empleo y, así, sucesivamente.
Podemos discutir sobre cuánto empleo se puede crear con esta estrategia (lo que depende en última instancia de lo que los economistas llaman “elasticidades” entre las variables en cuestión), pero afirmar que la devaluación interna está condenada al fracaso sin tener en cuenta todos sus efectos es rehuir la discusión.
3. Decir que el problema de la deuda se resuelve repudiándola y que, además, tal acción estaría justificada porque gran parte de la deuda es “ilegítima” u “odiosa” por haberse originado en créditos que han sido utilizados en contra de “los intereses del pueblo” con conocimiento de los prestamistas,… no es ideología, es ignorancia. Aparte de que hacer operativo el concepto de deuda “ilegítima” u “odiosa” requeriría la refundación de la técnica auditora contable, esta propuesta desconoce groseramente los costes de repudiar la deuda. Estos son de tal magnitud y de naturaleza tan variada, especialmente en una unión monetaria (ver aquí, aquí y aquí), que resolver el problema de la deuda repudiándola, sería lo mismo que acabar con una enfermedad matando al paciente.
Podemos discutir cómo conseguir más rápidamente que las familias reduzcan su deuda. Al principio de la crisis, alguien propuso, sin ningún éxito, que se introdujeran, transitoriamente, incentivos fiscales adicionales a la amortización de hipotecas ya concedidas. Eran los tiempos en los que no se reconocía la naturaleza de la crisis que se nos venía encima, aduciendo que solo era una recesión de demanda culpa de los excesos financieros en Estados Unidos, y en los que resultaban “más vendibles” medidas como el Plan E, la deducción fiscal de 400 euros, el cheque bebé, etc. Entre 2008 y 2010 el Gobierno gastó en este tipo de medidas más de un 3% del PIB, recursos que si se hubieran dedicado entonces a incentivar la reducción de la deuda hipotecaria, habrían servido para, al mismo tiempo, ayudar a sanear considerablemente los balances bancarios y reducir significativamente la deuda de las familias, evitando el efecto bola de nieve de la deuda que vino después. Conozco a algún colega que trabajaba entonces en una agencia pública, que todavía no duerme por las noches, por los remordimientos de conciencia que le causa no haber empujado más y conseguido que esa propuesta recibiera más atención (aunque en su insomnio también tienen que ver, de vez en cuando, los esporádicos infortunios del Real Madrid).
Siendo muy desafortunado que los políticos sean tan lentos a la hora de reconocer los problemas y que las vidas de los asesores económicos sean tan oscuras y tan duras (como se cuenta en este post, cuyo título, por cierto, contiene un error sintáctico; debe ser que el autor trataba de ocultar su identidad, además de utilizando seudónimo, despistando sobre la pluralidad de su descendencia), ahora de nada sirve llorar por la leche derramada. La deuda de las familias sigue siendo muy elevada, su capacidad de ahorro se ha reducido significativamente y, muy probablemente, la morosidad hipotecaria seguirá aumentando. Ante esta situación, es urgente introducir algún mecanismo de reducción de deuda de las familias como, por ejemplo, el propuesto por Marco Celentani y Fernando Gómez. En cuanto a la deuda pública, solo queda encomendarse a la ayuda exterior que será imprescindible, incluso en los escenarios más favorables.
4. Y para terminar, la propina: Decir que la deuda pública es un fraude porque el Estado no participa del proceso social de creación de riqueza y, por tanto, su deuda distrae el ahorro de usos más eficientes… no es ideología, es ignorancia supina. Los que defienden este punto de vista son los partidarios del patrón oro (debe ser que su desconocimiento de la política monetaria se extiende también al ámbito de la política fiscal) y los que, teniendo una visión muy limitada de lo que es el proceso social de creación de riqueza, piensan que el mercado es la solución a todos los problemas y que cualquier intervención del Estado en Economía huele a azufre.
Podemos discutir cuál es el tamaño óptimo del Estado, pero cualquiera que sea este, tendrá que ser financiado teniendo en cuenta que los impuestos generan distorsiones sobre las decisiones económicas de los agentes y que estos son heterogéneos en su capacidad de generación de renta. Con estas premisas, la deuda pública sirve para “suavizar” las distorsiones impositivas y otras relacionadas con las decisiones de acumulación de capital (físico y humano) de los agentes económicos, de manera que hay una cantidad óptima de deuda que maximiza el bienestar social y dicha cantidad depende de la situación de la economía, como se explica aquí.
El problema de la deuda es muy grave y hay cuestiones económicas fundamentales por dilucidar. Hay quién, en lugar de discutirlas, prefiere negar obviedades y recurrir a la policía de las ideas, aduciendo que las discrepancias entre economistas se deben solo a prejuicios ideológico-ético-religiosos. Por si acaso y como defensa ante estas actitudes, en esta ocasión pediré ayuda a otro de mis científicos favoritos, Gregory House M. D. En una ocasión, a la madre de un paciente, que le ponía objeciones al tratamiento que había ordenado para su hijo, le dijo, más o menos, lo siguiente: “Señora, yo soy el que intenta salvar la vida de su hijo. Usted es quién quiere dejarlo morir. La clarificación es una buena cosa”. Otra vez le dijo a uno de sus ayudantes: “Puedes pensar que estoy equivocado, pero esa no es razón para que dejes de pensar”. O utilizando, una vez más, las palabras de Albert Einstein, si “la ciencia no es más que un refinamiento del pensamiento cotidiano”, para dejar de ser ignorante, hay que empezar por pensar.
(Por cierto, recomiendo la interpretación del álter ego del Dr. House, el actor Hugh Laurie, en su faceta de bluesman, de “You don’t know my mind”. A mí el estribillo de esta canción me hace pensar que, en lugar de preocuparnos por cual es la ideología que tiene cada uno en su cabeza o de si está riendo o llorando, para ser más útiles a la sociedad deberíamos discutir, con conocimiento científico, sobre los fundamentos teóricos y empíricos de las teorías y de las políticas económicas. Y no tengo en mente solo los debates públicos, sino también aquellos que deberían celebrarse en los círculos donde se toman decisiones relevantes
Los científicos se esfuerzan por hacer posible lo imposible. Los políticos, por hacer lo posible imposible” (Bertrand Arthur William Russell)
El verano transcurre sin novedades importantes por lo que respecta al desarrollo de la crisis económica y con el Gobierno, en estado de hibernación, sin mostrar ninguna disposición a llevar a cabo un verdadero programa de recuperación económica. Hasta la fecha, lo que más ha agitado el debate económico en España ha sido la propuesta del FMI de apoyar la salida de la crisis en un pacto social que facilite una rebaja salarial del 10% en un periodo de dos años (que apareció aquí y que fue posteriormente avalada por Olli Rehn, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, aquí). Desde principios de agosto, en los medios de comunicación y en la blogsfera, han proliferado los artículos con opiniones contrarias a esta recomendación.
Entre las reacciones más críticas cabe destacar dos. Una (la habitual, en el más puro “estilo paranoide”, según lo califica Raju Rajan) consiste en afirmar que los que apoyan ese tipo de propuestas lo hacen porque son malvados y quieren empobrecer a la población española. La otra sostiene que la propuesta del FMI no tiene fundamentos teóricos ni empíricos, ya que se ha formulado omitiendo algunas consideraciones que son muy relevantes en la situación actual de la economía española.
En esta entrada no se trata de defender un ajuste salarial como el que propone el FMI. De hecho, esta institución se equivoca cuando atribuye tanta importancia a esta medida y no a otras que también aparecen en su informe (como son la mejora de la dinámica del mercado de trabajo, aumentando la flexibilidad interna, reduciendo la dualidad y mejorando las políticas laborales activas; el apoyo al desapalancamiento del sector privado, modernizando el régimen de insolvencia; y la promoción de la competencia, reformando los mercados de productos y servicios). Siguiendo la tradición iniciada aquí y aquí, de lo que se trata es de señalar que muchos de los argumentos que se han utilizado para criticar la recomendación del FMI, repetidos una y otra vez sin ninguna duda ni el más mínimo recato, son falaces. Lo que sigue es una exposición, sin ánimo de exhaustividad, de tres de los más flagrantes:
“La propuesta del FMI no tiene en cuenta que una disminución salarial reduciría la renta disponible de las familias y, por tanto, el consumo. Así, daría lugar a una fuerte contracción de la demanda y del PIB y un aumento del desempleo”.
En realidad, el informe del FMI explica que su recomendación de ajuste salarial está basada en los resultados de simulaciones realizadas con uno de los modelos macroeconómicos de los que disponen sus servicios de estudios (The IMF Global Integrated Monetary and Fiscal Model, GIMF). Como no podía ser de otra manera, es un modelo de equilibrio general que, por tanto, tiene en cuenta, entre otras cosas, que los hogares deciden su consumo bajo una restricción presupuestaria en la que, obviamente, los ingresos laborales son uno de los componentes de la renta de las familias, y que el nivel de demanda agregada es el resultado de estas decisiones junto con las de inversión de las empresas, el saldo de la balanza comercial y la orientación de las políticas fiscal y monetaria. Según el modelo, la reducción salarial tiene un impacto positivo sobre el crecimiento económico y sobre el empleo porque, en primer lugar, la ganancia de competitividad de los productos domésticos, derivada de la caída de los costes de producción y de los precios, hace aumentar las exportaciones y la inversión y disminuir las importaciones y porque, en segundo lugar, la renta disponible de las familias no disminuye en la misma proporción que los salarios, puesto que el empleo aumenta. Así, según los cálculos del FMI, en 2016 la tasa de desempleo sería menor, en siete puntos porcentuales, que la que se observaría de no llevarse a cabo este ajuste salarial.
Como cualquiera de los resultados obtenidos mediante simulaciones, estos han de ser tomados con cautela. Puede que el FMI se haya equivocado en la elección de los supuestos y de los parámetros que subyacen a estos cálculos. Se puede aducir que otros modelos darían resultados diferentes. Pero lo que no es cierto es que haya omitido el impacto sobre el consumo y que haya errado por desconsiderar las condiciones de demanda agregada.
“La propuesta del FMI no tiene en cuenta que las familias españolas están muy endeudadas y, por tanto, que una caída de su renta dificultaría el necesario desapalancamiento, aumentaría la morosidad, y empeoraría la situación del sistema financiero”.
En realidad, cuando analiza los resultados de las simulaciones de los efectos del ajuste salarial el FMI presta una especial atención al comportamiento de la tasa de ahorro y destaca que es posible que, puesto que los precios disminuirían, el consumo y el ahorro de las familias aumenten, aún cuando su renta disponible no lo haga. También añade que, de no ser así, sería necesario recurrir a un estímulo fiscal temporal como, por ejemplo, una bajada de las cotizaciones de la Seguridad Social. Pero lo que resulta más paradójico es que se achaque al FMI desconsideración de la situación financiera de las familias españolas cuando un apartado destacado en su informe se refiere a la necesidad de ayudarlas a reducir su deuda de forma más rápida y eficiente, promoviendo la resolución de las deudas de las familias más endeudadas y financieramente responsables. Para ello, esta institución aboga por una reforma del régimen de insolvencia que, sin perjudicar la estabilidad financiera ni aminorar la disciplina crediticia, libere a las familias de sus deudas sin los incentivos negativos a participar en la economía formal (en línea con lo que Marco Celentani y Fernando Gómez proponían aquí).
The Costs of Sovereign Defaults:Theory and Empirical Evidence (repec.org)
The Costs of Sovereign Default; Eduardo Borensztein and Ugo Panizza; IMF Working Paper 08/238; October 1, 2008
“En España el empleo aumenta (disminuye) cuando los salarios aumentan (disminuyen). Por tanto, hay que descartar que una disminución de salarios pueda crear empleo. Además, ya han bajado mucho los salarios y no ha aumentado el empleo”.
Esta falsa afirmación pertenece a la categoría bastante frecuente de los argumentos que confunden asociación estadística y relación de causalidad. Es cierto que los salarios y el empleo tienden a moverse en la misma dirección a lo largo del ciclo económico. En una expansión económica los salarios y el empleo aumentan, aunque puede haber un cierto desfase entre ambas variables dependiendo de la naturaleza de la expansión (por ejemplo, ante un aumento de la productividad puede que el empleo disminuya en el corto plazo, como ha señalado Jordi Galí en algunos de sus trabajos más citados). En una recesión los salarios y el empleo tienden a disminuir. Sin embargo, de esta observación no cabe deducir que, dadas unas determinadas condiciones macroeconómicas, una reducción salarial produzca una disminución del empleo. Para establecer una relación de causalidad entre salarios y empleo y, así, cuantificar en qué medida la creación y la destrucción de empleo responde a cambios en los salarios, hay que analizar la asociación estadística entre ambas variables una vez que se controlan, al menos, “las perturbaciones fundamentales” que causan las fluctuaciones económicas, que es precisamente lo que trata de hacer el FMI con la ayuda de su modelo GIMF.
A aquellos familiarizados con las discusiones académicas formales y conocedores del funcionamiento de los servicios de estudios de organismos económicos, las apreciaciones anteriores les resultarán banales y superfluas. Sin embargo, en el debate sobre asuntos económicos que se transmite por los medios de comunicación las actitudes paranoides y las afirmaciones falaces siguen ganando aceptación. En las reacciones al informe del FMI han superado un nivel que parecía imposible de rebasar tras el alcanzado por las que se opusieron, también ferozmente, a la propuesta favorable al “contrato único” del comisario europeo de Asuntos Sociales, Empleo e Inclusión, László Andor. En ambos casos se han vituperado a los autores de las recomendaciones sin haber dedicado el más mínimo esfuerzo a entender sus razones. Y esto se hace amparándose en excusas ideológicas que, entre otras cosas, también sirven para anticipar los efectos de cualquier medida de política económica despreciando por completo el conocimiento teórico y empírico acumulado en la construcción de los modelos económicos al uso.
En realidad, no es ideología, es ignorancia. Y como también decía Bertrand Russell: “The whole problem with the world is that fools and fanatics are always so certain of themselves, and wiser people so full of doubts”.
Memoria crítica
El saber mejora y libera, la ignorancia embrutece