El ¿único? proyecto que puede salvar la UE: “Europeizar la globalización”, de Alberto J. Gil Ibáñez en El Confidencial
OPINIÓN
Y ¿cuáles deben ser esas reglas? Pues bien, aparte del respeto al Estado de derecho y la solución pacífica de conflictos y controversias (que compartimos con otros países), quitémonos complejos de encima: ¿por qué no las que nos hemos dotado los europeos? ¿Por qué? Porque son el mejor equilibrio que se conoce. ¿Qué problema existe en pretender que África se desarrolle como lo ha hecho el centro-norte de Europa? No es que queramos imponerlo, es que es lo que sus habitantes quieren, al menos a tenor de los flujos migratorios. De forma paralela, cada país es libre de mantener sus propias costumbres y cultura, siempre que no se pongan en peligro algunos valores universales. Cuando una persona emigra a otro país, debe asumir que algunas cosas no podrá seguir haciéndolas igual. Si unos países funcionan mejor que otros, no es casualidad, y si queremos vivir como ellos o en ellos, debemos aceptar que sus valores van en el paquete.
No seamos ingenuos.
Alberto J. Gil Ibáñez es doctor en Derecho Europeo y administrador civil del Estado.
http://www.caffereggio.net/2016/11/15/unico-proyecto-puede-salvar-la-ue-europeizar-la-globalizacion-alberto-j-gil-ibanez-confidencial/
El
mundo está en crisis, Europa está en crisis, España está en crisis. En
estas líneas, abordaremos la crisis europea, con un matiz: probablemente
si resolvemos la crisis de la Unión Europea, solucionaremos de paso las
otras dos. Veamos: ¿cuáles son las razones de la actual crisis? A
menudo se apuntan cuatro causas externas (el Brexit, más que causa,
sería consecuencia): la crisis financiera y económica global, la nueva
actitud ‘asertiva’ de Rusia, los flujos migratorios y de refugiados, y
el terrorismo del Estado Islámico (algunos añadirían hoy la victoria de
Trump).
En realidad, esas cuatro vertientes se pueden resumir en una
sola: Europa no se está adaptando eficazmente al nuevo orden mundial
resultado de la globalización.
Cuando se llega a decir que globalización
es sinónimo de desigualdad y de falta de democracia, Europa asiste y
asiente pasiva.
Todo esto tiene parte de verdad, pero no es toda
la verdad, y muchos asertos están llenos de matices. La desigualdad, por
ejemplo, surge de una comparación al interior de los países
occidentales en relación con lo que pasaba hace 20-30 años. Si miramos a
escala global o vamos más atrás en el tiempo (“casi todos los tiempos
pasados fueron peores”), la desigualdad ha disminuido (según las
Naciones Unidas, el número de pobres en el mundo con menos de 2,5
dólares al día ha disminuido entre 1990 y 2015 en 2,4 millones de
personas). Lo cual no quiere decir que la situación actual sea para
estar satisfechos. Ni mucho menos.
En todo caso, la tesis que
queremos sostener aquí es que si Europa está en crisis, ello se debe más
a causas internas que externas. La mayor parte de los diagnósticos
suelen olvidar al enemigo más terrible de todos de cualquier sociedad,
país u organización supranacional: el enemigo interno (ver capítulos 7, 8
y 9 de mi último libro, ‘La conjura silenciada contra España’). Todos
los sistemas acaban fracasando o entrando en fase de deterioro, no tanto
por la presión o ataque de los enemigos o competidores externos cuanto
por los elementos internos en esas organizaciones o sociedades, a
quienes suelen pillar desprevenidas porque se les tiene menos
controlados e identificados.
Y ¿cuál es el enemigo interno de
Europa? Aquí identificaré tres: el populismo, la corrupción y la
ingenuidad. Del populismo ya se ha hablado mucho. Tzvetan Todorov lo
incluye en su obra ‘Los enemigos íntimos de la democracia’ junto al
mesianismo y al ultraliberalismo. Pero ello supone olvidar que existe
hoy un triple populismo, y que la mayor parte de ellos son
antiliberales: el de derechas (antiinmigración y anti libre mercado), el
de izquierdas (anticapitalismo internacional y ‘austericidio’) y el
nacionalista-separatista (dejemos el populismo del ISIS, que por cierto
también ataca a los estados-nación tradicionales).
Analizaremos los dos
primeros, porque el tercero solo se da en algunos países sujetos a una
especie de maldición histórica (me remito de nuevo a mi libro antes
citado), mientras que los populismos de derechas (11% del electorado en
Europa) y de izquierdas (10%) van creciendo y se extienden a otros
lares, probablemente mucho más tras la victoria de Trump.
El
populismo nace del miedo a perder la forma de vida a que estamos
habituados: bajas salariales, mayor desigualdad, mayor paro o el peligro
que corre el Estado de bienestarEl populismo nace del miedo. ¿Miedo a
qué? Miedo a perder la forma de vida a la que estamos habituados. Tanto
el populismo de derechas como el de izquierdas están preocupados por las
bajadas salariales, la mayor desigualdad en el interior de sus países,
el mayor paro o el peligro que corre nuestro Estado de bienestar. El
diagnóstico de los problemas en gran parte coincide, pero discrepan
tanto en las recetas (algunas disparatadas) como a la hora de buscar
responsables directos.
El populismo de derechas detecta otra
amenaza: la paulatina pérdida de los valores tradicionales de corte
occidental, gran parte (guste o no) de base cristiana. Aquí se da una
cierta contradicción, el populismo de izquierdas en nombre de la
sacrosanta bandera del multiculturalismo no se atreve a reconocer que
están en peligro, lo queramos ver o no. Algunos derechos humanos que
supuestamente encajan en su ideario: el valor de la vida, de la igualdad
hombre-mujer o de los derechos, de los homosexuales o de los
niños/niñas, no es igual en unas culturas que en otras. Aquí el enemigo
interno europeo se llama una vez más ingenuidad.
Otro de los
puntos comunes de los dos populismos es que viven de la (lógica)
indignación que provoca lo que ellos llaman casta política instalada en
el poder, cerrada sobre sí misma y corrupta, corrupción que con
distintos matices extienden a la casta financiera o de las grandes
multinacionales. El problema viene de que una vez que se acercan ellos
mismos al poder comparten similar condición, ignorando así que el
problema de la corrupción tiene una base cultural consecuencia de la
pérdida de valores de la sociedad, lo que obliga a combatirla no solo
con leyes sino desde la educación.
Finalmente, coinciden en un
tercer motivo: miedo a la globalización, responsable último de todos los
males. Aquí, de nuevo con matices, la respuesta no es muy diferente:
renacionalización y, en el caso europeo, acabar con el euro e incluso
con la propia UE, a la que se considera cada vez más cómplice que
baluarte defensivo de la globalización: ver reacciones a la firma del
Tratado con Canadá.
¿Todo esto tiene solución? ¿Debemos
necesariamente caer en el pesimismo? ¿Es cuestión de tiempo que los
populismos triunfen en toda Europa? No necesariamente.
Todo este
contexto podría verse de otra manera e incluso como una oportunidad.
Europa tiene varias tareas pendientes, como ponerse las pilas en el
terreno de la investigación y la innovación. Pero no solo. Tal como es
hoy, Europa se ha convertido en un foco atractivo para la emigración, un
destino más apetecible que otros polos económicos con similar o mayor
riqueza. Incluso compartiendo cultura y religión, muchos refugiados o
emigrantes prefieren ir a Europa que a Arabia Saudí, Kuwait, Qatar o
Corea del Sur. ¿Por qué? Porque nuestro modelo de vida resulta más
atractivo que otros, incluso para personas que no comparten nuestros
valores. Sería para estar orgullosos, si no fuera porque ello nos puede
llevar a morir de éxito, dejando planteamientos algo ingenuos como que
en un país con un 20% de paro la inmigración va a resolver el problema
de las pensiones.
La UE ha seguido aumentando su sistema de
protección social hasta suponer ahora el 60% del gasto total en
protección social del mundoLo queramos ver o no, el modelo europeo de
vida no es sostenible en el tiempo con las actuales circunstancias. El
Estado de bienestar se consolida después de la II Guerra mundial, y
junto a los derechos humanos da lugar al modo de vida europeo. Pero las
cosas están cambiando. Primero, Europa ha perdido riqueza relativa en el
mundo. Hasta 1950, la participación de Europa y Estados Unidos en el
PIB mundial estaba por encima del 60%, mientras que a partir de esa
fecha el peso de Asia ha ido subiendo y hoy ya ocupa más del 50%. Sin
embargo, a pesar de que la economía europea ha ido decreciendo en el
concurso mundial (hoy, algo menos del 20% del PIB mundial), así como su
población (hoy en torno al 6%), la UE ha seguido aumentando (con algunos
vaivenes) su sistema de protección social hasta suponer en la
actualidad el 60% del gasto total en protección social del mundo. Ello
es consecuencia de que en cada convocatoria electoral, tanto la
izquierda como la derecha tratan de conseguir votos con promesas de
mayores ayudas (que es lo fácil), y no tanto en mejora de la gestión del
sistema. Somos de las pocas zonas del mundo donde se garantiza a su
población una jubilación digna, un subsidio en caso de paro, una
educación y una protección sanitarias gratuitas, múltiples ayudas
diversas a la dependencia y a otros sectores, así como un número de días
de vacaciones pagadas sin igual en el mundo.
Ahora bien, ¿es
sostenible que Europa se convierta en la proveedora mundial permanente
de servicios sociales universales a coste cero? Si estamos orgullosos de
nuestro modelo económico-social, primero debemos de acordar cuál es el
Estado de bienestar que podemos permitirnos, asegurándonos de hacerlo
sostenible en el tiempo, y luego protegerlo. Y para protegerlo hay que
extenderlo a otras partes del mundo. Seamos claros: o se comparte la
solidaridad con otros territorios prósperos (empezando por el sureste
asiático, Australia, los Estados Unidos o la propia China) y cada parte
asume su parte de responsabilidad en la acogida de los flujos
migratorios, o el modelo entrará en barrena y se hará inviable. El
problema de la emigración no lo puede ni debe resolver Europa, sino en
su caso el G-20 o la ONU. Es un problema global, y su solución real
también debe serlo.
El problema no es la globalización —ni hay que
divinizarla ni demonizarla—, sino que esta pueda implicar por ejemplo
que una empresa abandone el territorio europeo para buscar países que
ofrezcan bajos salarios, consecuencia de la práctica ausencia de
regulación laboral y protección social, lo que destruye de forma
paralela riqueza y puestos de trabajo en Europa. La deslocalización de
las empresas no es en sí mala, e incluso podría suponer algún tipo de
redistribución, si no fuera porque busca perpetuar situaciones
deficitarias en materia tanto de protección medioambiental como social.
Abrir los mercados entre agentes que no juegan con las mismas reglas no
es liberalismo, es ingenuidad.
Y ¿cuáles deben ser esas reglas? Pues bien, aparte del respeto al Estado de derecho y la solución pacífica de conflictos y controversias (que compartimos con otros países), quitémonos complejos de encima: ¿por qué no las que nos hemos dotado los europeos? ¿Por qué? Porque son el mejor equilibrio que se conoce. ¿Qué problema existe en pretender que África se desarrolle como lo ha hecho el centro-norte de Europa? No es que queramos imponerlo, es que es lo que sus habitantes quieren, al menos a tenor de los flujos migratorios. De forma paralela, cada país es libre de mantener sus propias costumbres y cultura, siempre que no se pongan en peligro algunos valores universales. Cuando una persona emigra a otro país, debe asumir que algunas cosas no podrá seguir haciéndolas igual. Si unos países funcionan mejor que otros, no es casualidad, y si queremos vivir como ellos o en ellos, debemos aceptar que sus valores van en el paquete.
La solución no es que todo el mundo venga a vivir a
Europa, sino que todo el mundo pueda vivir como viven los europeos en su
país de origen. La receta pasa una vez más por ‘más Europa’, solo que
esta vez a escala global. Como en anteriores crisis, debemos ser
ambiciosos, buscar un proyecto que nos una y que sea al mismo tiempo más
grande que nosotros. Seamos claros, sin unas reglas claras y comunes en
términos de protección social y derechos humanos, no puede haber
globalización. O la podrá haber, pero Europa no sobrevivirá, porque ni
somos ni podemos ser una isla. Necesitamos un nuevo proyecto europeo que
tenga fuerza de arrastre y pueda provocar orgullo sano e ilusión:
europeizar la globalización. O hacemos sostenible nuestro Estado de
bienestar y lo extendemos en el mundo, o se hará inviable y la
globalización lo/nos destruirá. Todo ello, si no queremos que tarde o
temprano gane el populismo y acabe de todas formas con cualquier intento
de mantener el sueño europeo.
Alberto J. Gil Ibáñez es doctor en Derecho Europeo y administrador civil del Estado.
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