Ernst Friedrich Schumacher
Este texto es un capítulo del libro
"Small is beautiful" (1973)
según la versión castellana
"Lo pequeño es hermoso",
publicada por Ed. Blume en 1978.
"Small is beautiful" (1973)
según la versión castellana
"Lo pequeño es hermoso",
publicada por Ed. Blume en 1978.
A lo largo de la historia y virtualmente en todas las partes de la tierra los hombres han vivido, se han multiplicado y han creado alguna forma de subsistencia y algo que compartir. Las civilizaciones se han construido, han florecido y, en la mayoría de los casos, han declinado y perecido. Éste no es el lugar apropiado para discutir por qué han perecido, pero podemos afirmar que debe haber habido alguna falta de recursos. En la mayoría de los casos nuevas civilizaciones surgieron sobre el mismo terreno, lo que sería bastante incomprensible si sólo hubieran sido los recursos materiales los que hubiesen fallado. ¿Cómo podrían haberse reconstituido esos recursos por sí mismos?
Toda la historia (como toda la experiencia) apunta al hecho de que es el hombre y no la naturaleza quien proporciona los recursos primarios, que el factor clave de todo desarrollo económico proviene de la mente del hombre. De repente, hay una explosión de coraje, de iniciativa, de invención, de actividad constructiva, no en un solo campo, sino en muchos campos a la misma vez. Puede ser que nadie esté en condiciones de decir de dónde proviene originariamente, pero sí podemos ver cómo se mantiene y se refuerza a sí mismo a través de la educación. En un sentido muy real, por lo tanto, podemos decir que la educación es el más vital de los recursos.
Si la civilización occidental está en un estado de permanente crisis, no es nada antojadizo sugerir que podría haber algo equivocado en su educación. Ninguna civilización, estoy seguro, ha dedicado más energía y recursos para la educación organizada, y aunque no creyéramos absolutamente en nada, sí creemos que la educación es, o debiera ser, la llave de todas las cosas. En realidad, la fe en la educación es tan fuerte que la consideramos como la destinataria residual de todos nuestros problemas. Si la era nuclear acarrea nuevos peligros, si el avance de la ingeniería genética abre las puertas a nuevos abusos, si el consumismo trae consigo nuevas tentaciones, la respuesta debe ser más y mejor educación. La forma moderna de vida está convirtiéndose en algo cada vez más complejo y esto significa que todos deben obtener una educación más elevada. «Para 1984 —se ha dicho recientemente— será de esperar que para el más común de los hombres no sea un motivo de embarazo el usar una tabla de logaritmos, los conceptos elementales del cálculo, y el uso de palabras tales como electrón, coulomb y voltio. Aún más, entonces será capaz de utilizar no sólo una pluma, un lápiz y una regla, sino también la cinta magnética, la válvula y el transistor. El mejoramiento de las comunicaciones entre los individuos y los grupos depende de ello.» Por encima de todo, se diría que la situación internacional reclama esfuerzos educacionales prodigiosos. La declaración clásica sobre este tema fue pronunciada por Sir Charles (ahora Lord) Snow en su «Rede Lecture» hace algunos años: «Decir que debemos educarnos o morir es un poco más melodramático de lo justificado por los hechos. Decir que debemos educarnos o de lo contrario observar un declive pronunciado en nuestra vida está más cerca de lo correcto.» De acuerdo con Lord Snow, a los rusos les va mucho mejor que a ningún otro y «tendrán una clara ventaja, a menos que los americanos y nosotros nos eduquemos con cordura e imaginación».
Como se recordará, Lord Snow habló acerca de «Las Dos Culturas y la Revolución Científica» y expresó su preocupación de que «la vida intelectual de la sociedad occidental como un todo se está dividiendo cada vez más en dos grupos polarizados... En un polo tenemos los intelectuales literarios..., en el otro los científicos». Deplora el «vacío de incomprensión mutua» entre estos dos grupos y desea tender un puente entre ambos. Es evidente la forma como piensa que esta operación debería hacerse; los objetivos de su política educacional serían, en primer lugar, tener tantos «científicos de primera fila como el país pueda producir»; segundo, entrenar «un estrato más grande de profesionales de primera» para hacer la investigación de apoyo, el diseño y el desarrollo posterior; tercero, entrenar «miles y miles» de otros científicos e ingenieros; y finalmente, entrenar «políticos, administradores, una comunidad entera, que tenga suficientes conocimientos científicos como para saber de qué están hablando los hombres de ciencia». Si este cuarto y último grupo puede por lo menos ser educado lo suficiente como para «tener una idea» de aquello sobre lo que la gente que cuenta, los científicos y los ingenieros, están hablando, Lord Snow parece sugerir que el vacío de incomprensión mutua entre las «dos culturas» puede salvarse.
Estas ideas sobre educación, que son sin duda poco representativas de nuestros tiempos, lo dejan a uno con la incómoda sensación de que la gente común, incluyendo los políticos, administradores, etc., no sirven para gran cosa, no han alcanzado el nivel requerido. Pero, por lo menos, deberían estar lo suficientemente educados como para tener una idea de lo que está ocurriendo, para saber qué es lo que los científicos quieren decir cuando hablan, para citar un ejemplo de Lord Snow, acerca de la Segunda Ley de la Termodinámica. Es una sensación bastante incómoda porque los científicos nunca se cansan de decirnos que los frutos de su trabajo son «neutrales»; si enriquecen o destruyen a la humanidad depende de cómo son usados. ¿Y quién es el que decide cómo han de ser usados? No hay nada en la formación de los científicos e ingenieros que les permita tomar tales decisiones, y además, ¿en qué quedaría la neutralidad de la ciencia?
Si tanta confianza se pone hoy en el poder de la educación para capacitar a la gente común para hacer frente a los problemas planteados por el progreso científico y tecnológico, debe hacerse algo más en la educación que lo sugerido por Lord Snow. La ciencia y la ingeniería producen «el saber cómo», pero «el saber cómo» no es nada en sí mismo, es un medio sin un fin, una mera potencialidad, una frase inconclusa. «El saber cómo» no es una cultura como un piano no es música. ¿Puede la educación ayudarnos a completar la frase, transformar la potencialidad en una realidad que beneficie al hombre?
Para hacer eso la tarea de la educación sería, primero y antes que nada, la transmisión de criterios de valor, de qué hacer con nuestras vidas. Sin ninguna duda también hay necesidad de transmitir el «saber cómo», pero esto debe estar en un segundo plano, porque obviamente es bastante estúpido poner grandes poderes en manos de la gente, sin asegurarse primero que tengan una idea razonable de qué es lo que van a hacer con ellos. En el momento presente hay muy pocas dudas de que toda la humanidad está en peligro mortal, no porque carezcamos de conocimientos científicos y tecnológicos, sino porque tendemos a usarlos destructivamente, sin sabiduría. Más educación puede ayudarnos sólo si produce más sabiduría.
La esencia de la educación, como ya se ha dicho, es la transmisión de valores, pero los valores no nos ayudan a elegir nuestro camino en la vida salvo que ellos hayan llegado a ser parte nuestra, una parte por así decirlo de nuestra conformación mental. Esto significa que esos valores son más que meras fórmulas o afirmaciones dogmáticas. Nosotros pensamos y sentimos con ellos, con los verdaderos instrumentos a través de los cuales observamos, interpretamos y experimentamos el mundo. Cuando nosotros pensamos no estamos pensando solamente, estamos pensando con ideas. Nuestra mente no es un vacío, una tabla rasa. Cuando comenzamos a pensar podemos hacerlo sólo porque nuestra mente está ya llena de todo tipo de ideas con las que pensar. A través de toda nuestra adolescencia y juventud, antes de que la mente consciente y crítica comience a actuar como si fuera un censor y un guardián, las ideas se filtran dentro de nuestra mente como un ejército multitudinario. Estos años son, podría decirse, un período de oscurantismo durante el cual no somos otra cosa que herederos; sólo en los años posteriores podremos gradualmente aprender a identificar cuál es nuestra herencia.
Primero de todo está el lenguaje. Cada palabra es una idea. Si el lenguaje que penetra dentro de nosotros durante el oscurantismo es inglés, nuestra mente está entonces provista de una serie de ideas que son significativamente diferentes de aquellas representadas por el chino, ruso, alemán o aun norteamericano. Después de las palabras están las reglas de cómo ponerlas juntas, la gramática, otro conjunto de ideas, cuyo estudio ha fascinado a algunos modernos filósofos hasta tal punto que pensaron que podrían reducir toda la filosofía a un estudio de gramática.
Todos los filósofos han prestado siempre mucha atención a las ideas vistas como el resultado del pensamiento y de la observación; pero en los tiempos modernos se ha prestado muy poca atención al estudio de las ideas que forman los mismos instrumentos de los cuales proceden el pensamiento y la observación. Sobre la base de la experiencia y del pensamiento consciente las pequeñas ideas pueden fácilmente eliminarse, pero cuando de lo que se trata es de ideas más grandes, más universales o más sutiles no pueden cambiarse tan fácilmente. Aún más, es a menudo difícil ser consciente de ellas, dado que son los instrumentos y no los resultados de nuestro pensamiento, de la misma manera que uno puede ver fuera de sí mismo pero no puede fácilmente ver con lo que se ve, el ojo mismo. Y aun cuando uno ha llegado a ser consciente de ellas, es a menudo imposible juzgarlas sobre la base de la experiencia ordinaria.
Frecuentemente notamos la existencia de ideas más o menos fijas en las mentes de otra gente, ideas con las que piensan sin darse cuenta de que lo están haciendo. A estas ideas las llamamos prejuicios, lo que es lógicamente bastante correcto porque se han filtrado simplemente dentro de la mente y no son el resultado de un discernimiento. Pero la palabra prejuicio se aplica generalmente a ideas que son patentemente erróneas y reconocibles como tales para cualquiera excepto para el individuo prejuiciado. Muchas de las ideas con las que pensamos no son de esa clase. Para algunas de ellas, como aquellas incorporadas en las palabras y la gramática, las nociones de la verdad o el error ni siquiera pueden ser aplicadas, otras definitivamente no son prejuicios, sino el resultado de un juicio, otras inclusive son presunciones tácitas o suposiciones que pueden llegar a ser muy difíciles de reconocer.
Digo, por lo tanto, que pensamos con o a través de ideas y que lo que llamamos pensamiento es generalmente la aplicación de ideas preexistentes a una situación dada o a una serie de hechos. Cuando pensamos, por ejemplo, acerca de la situación política, aplicamos a esa situación nuestras ideas políticas más o menos sistemáticamente e intentamos hacer que esa situación sea «inteligible» para nosotros mismos por medio de esas ideas. Esto ocurre de la misma manera en cualquier otro campo. Algunas de las ideas son juicios de valor, es decir, que evaluamos la situación a la luz de nuestras ideas-valor.
La manera en que experimentamos e interpretamos el mundo depende mucho de la clase de ideas que llenan nuestras mentes. Si son insignificantes, débiles, superficiales e incoherentes, la vida parecerá insípida, aburrida, penosa y caótica. El sentimiento de vacío resultante se hace difícil de sobrellevar y la vacuidad de nuestras mentes puede dejarse llevar demasiado fácilmente por algunas nociones fantásticas y grandiosas, políticas o de otro tipo, que de pronto parecen iluminarlo todo y dan sentido y propósito a nuestra existencia. No necesitamos enfatizar que éste es, precisamente, uno de los grandes peligros de nuestra época.
Cuando la gente pide educación lo que ellos normalmente quieren decir es que necesitan algo más que entrenamiento, algo más que el mero conocimiento de los hechos, algo más que una mera diversión. Puede ser que no puedan formular con precisión qué es lo que están buscando; sin embargo, pienso que lo que realmente buscan son ideas que les presenten al mundo y a sus propias vidas en una forma inteligible. Cuando una cosa es inteligible se tiene un sentimiento de participación; cuando una cosa no es inteligible se tiene un sentimiento de enajenación. «Bueno, yo no entiendo», oímos que dice la gente como una protesta impotente frente a la imposibilidad de comprender al mundo tal como es. Si la mente no puede brindarle al mundo una serie, una caja de herramientas de ideas poderosas, todo aparece en forma caótica, como una masa de fenómenos sin relación, de sucesos sin significado. Un hombre así es como una persona en una tierra extraña sin ningún signo de civilización, sin mapas ni postes de señales ni indicaciones de ninguna naturaleza. Nada tiene ningún significado para él, nada puede sostener su interés vital, carece de los medios que le permitan hacer inteligibles todas las cosas.
Toda filosofía tradicional es un intento de crear un sistema ordenado de ideas con el cual vivir e interpretar el mundo. «La filosofía tal como los griegos la concibieron», escribe el profesor Kuhn, «es un esfuerzo singular de la mente humana para interpretar los sistemas de signos y de esa manera relacionar al hombre con el mundo como un vasto orden dentro del cual él tiene un lugar asignado.» La cultura clásico-cristiana de la baja edad media poseía un sistema de interpretación de signos que era muy completo y asombrosamente coherente, es decir, un sistema de ideas vitales que daban una descripción muy detallada del hombre, del universo y del lugar del hombre en el universo. Este sistema, sin embargo, ha sido destruido y el resultado es un estado de aturdimiento y enajenación, jamás expresado más dramáticamente que por Kierkegaard a mediados del pasado siglo:
«Uno mete el dedo en el suelo para decir por el olor en qué clase de tierra se encuentra: Yo meto mi dedo en la existencia y no huelo a nada. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Cómo vine aquí? ¿Qué es esta cosa llamada mundo? ¿Cuál es el significado de este mundo? ¿Quién es el que me ha arrojado dentro de él y ahora me deja aquí?... ¿Cómo vine al mundo? ¿Por qué no fui consultado... sino que fui arrojado a las filas de hombres como si hubiera sido comprado a un secuestrador, a un tratante de almas? ¿Cómo llegué a tener un interés en esta gran empresa que ellos llaman realidad? ¿Por qué debería tener interés por ella? ¿No debería ser un interés voluntario? ¿Y si me empujan a tomar parte en ella, dónde está el director?... ¿Adónde iré con mi queja?»
Tal vez ni siquiera haya un director. Bertrand Russell dijo que todo el universo es simplemente «el resultado de una combinación accidental de átomos», y afirmó que las teorías científicas que conducen a esta conclusión, «si bien no están fuera de discusión, son casi tan ciertas que ninguna filosofía que las rechace puede permanecer por mucho tiempo... de aquí en adelante la habitación del alma ha de ser construida sobre el sólido fundamento de una firme desesperación». Sir Fred Hoyle, el astrónomo, habla acerca de «la verdaderamente desesperante situación en que nos encontramos. Aquí estamos, en este fantástico universo, sin ninguna pista que nos conduzca a pensar que nuestra existencia tiene un significado real».
La enajenación da lugar a la sociedad y a la desesperación, al «encuentro con la nada», al cinismo, a vacíos gestos de desafío, tal como pueden verse en la mayor parte de la filosofía existencialista y de la literatura contemporánea. O bien se transforma, tal como he mencionado antes, en la adopción ardiente de unos principios fanáticos que, mediante una monstruosa simplificación de la realidad, pretende resolver todas las preguntas. Entonces, ¿cuál es la causa de la enajenación? Jamás la ciencia ha tenido tantos éxitos, jamás el poder del hombre sobre su medio ambiente ha sido más completo ni el progreso más rápido. No puede ser una falta de conocimiento instrumental lo que causa la desesperación no sólo de pensadores religiosos como Kierkegaard, sino también de matemáticos prominentes y científicos como Russell y Hoyle. Nosotros sabemos cómo hacer muchas cosas, ¿pero sabemos qué hacer? Ortega y Gasset lo definió muy brevemente: «No podemos vivir a nivel humano sin ideas. Lo que hacemos depende de ellas. Vivir es ni más ni menos que hacer una cosa en lugar de otra.» ¿Qué es entonces la educación? Es la transmisión de ideas que le permiten al hombre elegir entre una cosa y otra o, para citar a Ortega otra vez, «vivir una vida que es algo que está por encima de la tragedia sin sentido o la desgracia interior».
De qué manera, por ejemplo, el conocimiento de la Segunda Ley de la Termodinámica podría ayudarnos en esto? Lord Snow nos dice que cuando la gente educada deplora el «analfabetismo de los científicos», él a veces pregunta: «¿Cuántos de ellos podrían describir la Segunda Ley de la Termodinámica?» La respuesta es usualmente fría y negativa. «No obstante—dice—, estaba preguntando algo que es más o menos el equivalente científico de: ¿Ha leído usted la obra de Shakespeare?» Tal afirmación desafía las bases mismas de nuestra civilización. Lo que importa es la caja de herramientas mentales con las que, por las que y a través de las que experimentamos e interpretamos el mundo. La Segunda Ley de la Termodinámica no es nada más que una hipótesis de trabajo apropiada para varios tipos de investigación científica. Por otro lado, una obra de Shakespeare está llena de las ideas más vitales acerca del desarrollo interno del hombre, mostrando la grandeza y la miseria total de la existencia humana. ¿Cómo podrían estas dos cosas ser equivalentes? ¿Qué es lo que pierdo, como ser humano, si jamás he leído acerca de la Segunda Ley de la Termodinámica? La respuesta es: nada. ¿Y qué es lo que pierdo si no sé nada de Shakespeare? A menos que obtenga mi conocimiento de otra fuente, pierdo mi vida. ¿Les diremos a nuestros niños que una cosa es tan buena como la otra: un poco de conocimiento de física y un poco de conocimiento de literatura? Si obramos de esta manera los pecados de los padres acompañarán a los hijos hasta la tercera o cuarta generación, porque tal es el tiempo que normalmente tarda una idea desde su nacimiento hasta su completa madurez, cuando llena las mentes de una nueva generación y les hace pensar por ella.
Nota: A propósito de la Segunda Ley de la Termodinámica establece que el calor no puede por sí mismo pasar de un cuerpo más frío a uno más caliente o, expresado más vulgarmente, que «uno no se puede calentar con algo que es más frío que uno mismo», una expresión común nada inspiradora, que se ha extendido en forma bastante ilegítima a la noción pseudocientífica de que el universo deberá terminar en forma de «muerte calórica», cuando todas las diferencias de temperatura hayan cesado.
«¡Fuera, fuera pequeña vela!
La vida no es sino una sombra andante; un pobre actor que se contonea y estremece en su momento de gloria y después no se le oye más; es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia que no quiere decir nada».
Estas son palabras de Macbeth cuando se enfrenta a su desastre final. Se las repite hoy, apoyadas por la autoridad de la ciencia, cuando los triunfos de esa misma ciencia son mayores que nunca.
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La ciencia no puede producir ideas que nos sirvan para vivir. Aun las grandes ideas de la ciencia no son más que hipótesis de trabajo útiles para los propósitos de estudios especiales, pero de ninguna manera aplicables a la conducción de nuestras vidas o a la interpretación del mundo. Si un hombre busca educación porque se siente enajenado y perdido, porque su vida le parece vacía y sin sentido, no podrá obtener lo que está buscando por el estudio de cualquiera de las ciencias naturales; en otras palabras, por adquirir el «saber cómo». Ese estudio tiene su propio valor, el cual no deseo disminuir, le comunica al hombre una gran cantidad de información acerca de cómo funcionan las cosas en la naturaleza o en la ingeniería, pero no le dice absolutamente nada acerca del significado de la vida y de ninguna manera puede curarle de su enajenación e íntima desesperación.
¿A dónde, entonces, deberá dirigirse? Puede ser que, a pesar de todo lo que oye acerca de la revolución científica y de ser la nuestra la era de la ciencia, se vuelva a las llamadas humanidades. Aquí puede encontrar si es afortunado una gran cantidad de ideas vitales para llenar su mente, ideas con las cuales pensar y a través de las cuales hacer inteligibles el mundo, la sociedad y su propia vida. Veamos cuáles son las principales ideas que al hombre le es posible encontrar hoy día. No puedo intentar hacer una lista completa, de modo que me limitaré a la enumeración de seis ideas principales, todas entroncadas con el siglo XIX, que todavía dominan hoy en mi opinión las mentes de las «gentes educadas».
- Está la idea de la evolución. Significa que debida a una suerte de proceso natural y automático las formas más bajas de vida dan lugar a un constante desarrollo de formas más elevadas. Esta idea ha sido sistemáticamente aplicada en todos los aspectos de la realidad sin excepción durante los últimos cien años.
- Está la idea de la competencia, de la selección natural y de la supervivencia del más fuerte, que viene a explicar el proceso natural y automático de la evolución y el desarrollo.
- Está la idea de que todas las manifestaciones elevadas de la vida humana, tales como la religión, filosofía, arte, etc. (lo que Marx llama «los fantasmas del cerebro de los hombres») no son nada más que «suplementos necesarios del proceso de la vida material», una superestructura erigida para disfrazar y promover los intereses económicos, siendo toda la historia de la humanidad la historia de la lucha de clases.
- En competencia, podría pensarse, con la interpretación marxista de las más altas manifestaciones de la vida humana hay, en cuarto lugar, la interpretación freudiana que las reduce a las maquinaciones oscuras de una mente subconsciente y las explica principalmente como los resultados de deseos incestuosos no satisfechos durante la niñez y la temprana adolescencia.
- Está la idea general del relativismo que niega el absoluto, disuelve todas las normas y patrones y conduce a una indeterminación total de la idea de la verdad sustituyéndola por el pragmatismo. Afecta incluso a las matemáticas, que han sido definidas por Bertrand Russell como «el tema en el cual nunca sabemos de qué estamos hablando o si lo que decimos es verdad».
- Finalmente, está la idea triunfante del positivismo, que establece que todo conocimiento puede obtenerse sólo a través de los métodos de las ciencias naturales y, por lo tanto, ningún conocimiento es genuino salvo que esté basado en hechos generalmente observables. El positivismo, en otras palabras, está interesado solamente en el «saber cómo» y niega la posibilidad del conocimiento objetivo acerca de significados y propósitos de cualquier naturaleza.
Nadie, pienso, estará dispuesto a negar el alcance y el poder de estas seis «grandes» ideas. No son el resultado de ningún empirismo estrecho, porque mediante la investigación factual no puede comprobarse ninguna de ellas. Representan un salto tremendo de la imaginación a lo desconocido y a lo imposible de conocer. Por supuesto, el salto se da desde una pequeña plataforma de hechos observados. Esas ideas no podrían haber anidado tan firmamente en las mentes de los hombres, como lo han hecho, si no hubiese en ellas elementos importantes de verdad. Sin embargo, su carácter esencial es su pretensión de universalidad. La evolución absorbe todas las cosas dentro de su esfera de acción, no sólo los fenómenos materiales, desde la nebulosa hasta el homo sapiens, sino también todos los fenómenos mentales, tales como la religión y el lenguaje. La competencia, la selección natural y la supervivencia del más fuerte no se presentan como una serie de observaciones entre muchas otras, sino como leyes universales. Marx no dice que algunas partes de la historia son producto de la lucha de clases. No, «el materialismo científico», no muy científicamente, extiende esta observación parcial a nada menos que la totalidad de la historia de toda sociedad existente hasta ahora». Freud, inclusive, no se contenta con exponer un número de observaciones clínicas, sino que ofrece una teoría universal de la motivación humana, asegurando, por ejemplo, que toda religión no es nada más que una neurosis obsesiva. El relativismo y el positivismo, por supuesto, son puramente doctrinas metafísicas, con la distinción peculiar e irónica de negar la validez de toda metafísica, incluyéndose ellas mismas.
¿Qué es lo que estas seis «grandes» ideas tienen en común, aparte de su naturaleza no empírica, metafísica? Todas ellas aseguran que todo lo que se había tomado previamente como algo de un orden superior en realidad «no es nada más que» una manifestación más sutil de lo «mas bajo» (salvo que se niegue la distinción misma entre lo superior y lo inferior). De esta manera el hombre, al igual que el resto del universo, no es nada más que una combinación accidental de átomos. La diferencia entre un hombre y una piedra es poco más que una apariencia engañosa. Los logros culturales más altos del hombre no son nada más que fruto de la ambición económica o la expresión de frustraciones sexuales. De cualquier manera no tiene ningún sentido decir que el hombre debería apuntar a lo «más alto» antes que a lo «más bajo», porque no puede darse ningún significado inteligible a nociones puramente subjetivas tales como «más alto» o «más bajo», mientras que la palabra «debería» es sólo un signo de megalomanía dictatorial.
Las ideas de los padres en el siglo XIX han llegado a ser un castigo para la tercera y cuarta generación, que viven en la segunda mitad del siglo XX. Para sus autores, estas ideas eran simplemente el resultado de sus procesos intelectuales. En la tercera y cuarta generación, esas mismas ideas se han convertido en las herramientas e instrumentos a través de los cuales el mundo se experimenta e interpreta. Los que aportan nuevas ideas muy raramente son gobernados por ellas. Por sus ideas obtienen poder sobre las vidas de los hombres en la tercera y en la cuarta generación cuando se han convertido en una parte de la gran masa de ideas, incluyendo el lenguaje, que penetran dentro de la mente de una persona durante su época de «oscurantismo».
Estas ideas del siglo XIX están firmemente arraigadas en las mentes de prácticamente todo el mundo occidental de hoy, sean personas educadas o no. En las mentes sin educación todavía son confusas y nebulosas, demasiado débiles para hacer el mundo inteligible. Se explica entonces ese deseo por la educación, es decir, por algo que nos conduzca fuera de este bosque oscuro de nuestra ignorancia hacia la luz de la comprensión.
Ya he dicho que una educación meramente científica no puede hacer esto porque trata sólo con ideas instrumentales mientras que lo que necesitamos es la comprensión del porqué las cosas son como son y qué es lo que tenemos que hacer con nuestras vidas. Lo que aprendemos al estudiar una ciencia particular es de cualquier manera demasiado concreto y especializado en relación a nuestros propósitos más amplios. Por esto volvemos a las humanidades para obtener una visión más clara de las ideas grandes y vitales de nuestra época. Aun en las humanidades podemos empantanarnos en una maraña de academicismos especializados que llenen nuestras mentes con multitud de pequeñas ideas que son tan inapropiadas como las ideas que podamos recoger de las ciencias naturales. Pero también podríamos ser más afortunados (si eso es ser afortunado) y encontrar un maestro que «aclarara nuestras mentes», que clarificara las ideas (las «grandes» y universales que ya existen en nuestras mentes) y de esta manera hiciera que el mundo fuese algo inteligible para nosotros.
Tal proceso merecería ciertamente ser llamado «educación». ¿Y qué es lo que obtenemos de este proceso en la actualidad? La visión de un mundo desolado en el que no hay sentido ni finalidad, en el que la conciencia del hombre es sólo un accidente cósmico desafortunado, en el que la angustia y la desesperación son las únicas realidades últimas. Si por medio de una educación real el hombre es capaz de escalar a lo que Ortega llama «La Altura de Nuestro Tiempo» o «La Altura de las Ideas de Nuestro Tiempo», se encuentra a sí mismo en el abismo de la nada.
Puede entonces llegar a sentir lo que sintió Byron:
Triste es el conocimiento; aquellos que saben más
Más deben lamentarse sobre la verdad fatal,
Que el Árbol del Conocimiento no es el de la Vida.
Más deben lamentarse sobre la verdad fatal,
Que el Árbol del Conocimiento no es el de la Vida.
En otras palabras, aunque una educación humanística nos levante al nivel de las ideas de nuestro tiempo, no puede «traernos la felicidad» porque lo que los hombres están legítimamente buscando es una vida más abundante, no más tristezas.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible que tal cosa suceda?
Las ideas predominantes del siglo XIX, que pretendían deshacerse de la metafísica, son en sí mismas un tipo de metafísica mala, viciosa, destructora de la vida. Nosotros las estamos sufriendo como si fuesen una enfermedad fatal. No es verdad que el conocimiento sea triste. Pero los errores envenenados acarrean ilimitada tristeza en la tercera y en la cuarta generación. Los errores no están en la ciencia, sino en la filosofía que se nos propone en nombre de la ciencia.
Tal como Étienne Gilson lo expresara hace más de veinte años:
«Tal desarrollo de ninguna manera fue posible evitarlo, pero el crecimiento progresivo de la ciencia natural lo ha hecho cada vez más posible. El interés creciente de los hombres por los resultados prácticos de la ciencia fue a la vez natural y legítimo en sí mismo, pero les ayudó a olvidar que la ciencia es conocimiento y que los resultados prácticos son sus productos... Antes de su inesperado éxito en encontrar explicaciones concluyentes acerca del mundo material, los hombres habían comenzado a despreciar todas aquellas disciplinas en las cuales tales demostraciones no se podían encontrar o bien procedían a reconstruirlas siguiendo el modelo de las ciencias físicas. Como consecuencia, la ética y la metafísica tuvieron que ser ignoradas o, por lo menos, reemplazadas por las nuevas ciencias positivas; en cualquier caso había que eliminarlas. Fue éste un movimiento muy peligroso que ha conducido a la arriesgada situación en que hoy se encuentra la cultura occidental.»
No es ni siquiera verdad que la ética y la metafísica fuesen eliminadas. Por el contrario, todo lo que llegamos a tener fue una mala metafísica y una ética deprimente.
Los historiadores saben que los errores metafísicos pueden llevar a la muerte. R. G. Collingwood escribió:
«El diagnóstico de la Patrística sobre la decadencia de la civilización greco-romana atribuye tal evento a una enfermedad metafísica... No fueron los ataque bárbaros los que destruyeron el mundo greco-romano... La causa fue metafísica. El mundo “pagano” no estaba manteniendo vivas sus convicciones fundamentales, decían (los escritores patrísticos), debido a defectos en el análisis metafísico, porque la naturaleza misma de esas convicciones se estaba haciendo confusa... Si la metafísica hubiera sido un mero lujo del intelecto, esto no hubiera importado.»
Este pasaje se puede aplicar sin ningún cambio a la civilización de hoy. Nosotros estamos confundidos en lo que respecta a la naturaleza de nuestras convicciones. Las grandes ideas del siglo XIX pueden llenar nuestras mentes de una u otra manera, pero nuestros corazones no creen en ellas de todas formas. La mente y el corazón están en guerra el uno con el otro y no, como se asegura comúnmente, la razón y la fe. Nuestra mente se ha visto obnubilada por una fe extraordinaria, ciega e irrazonable en una serie de ideas fantásticas y destructoras de la vida, heredadas del siglo XIX. La tarea más importante de nuestra razón es recobrar una fe más veraz que esa.
La educación no nos puede ayudar, en tanto en cuanto no le otorgue ningún lugar a la metafísica. Ya sean temas científicos o humanísticos, si la enseñanza no conduce a una clarificación de la metafísica, es decir, de nuestras convicciones fundamentales, no puede educar al hombre y, consecuentemente, no puede tener un valor real para la sociedad.
A menudo se asegura que la educación es está destruyendo debido a un exceso de especialización. Pero éste no es sino un diagnóstico parcial y equivocado. La especialización no es en sí misma un principio defectuoso de la educación. ¿Cuál sería la alternativa, tal vez una afición al conocimiento superficial de todos los temas? ¿O un extenso estudio general en el cual los hombres se ven obligados a dedicar un tiempo a olfatear temas en los cuales no tienen el menor interés mientras deben mantenerse alejados de aquello que desean aprender? Esta no puede ser la respuesta correcta, ya que sólo llevaría a un tipo de hombre intelectual como el criticado por el cardenal Newman: «Un intelectual como el mundo lo concibe hoy..., está lleno de “opiniones” sobre todos los temas de la filosofía, sobre todos los asuntos del día.» Tal «ubicuidad de opinión» es más bien un signo de ignorancia que de conocimiento. «¿Habré de enseñarte el significado del conocimiento?», decía Confucio. «Cuando sabes una cosa el reconocer que la sabes y cuando no la sabes el saber que no la sabes; esto es conocimiento.»
El fallo entonces no radica en la especialización, sino en la ausencia de profundidad con la que los temas son tratados corrientemente y en la ausencia de un conocimiento metafísico. Las ciencias se enseñan sin un conocimiento de sus presupuestos, de la importancia y significación de las leyes científicas y del lugar que ocupan las ciencias naturales dentro del cosmos total del pensamiento humano. El resultado es que los presupuestos de la ciencia son normalmente confundidos con sus hallazgos. La economía se enseña sin prestar atención al concepto de naturaleza humana que subyace en la teoría económica actual. En realidad, los mismos economistas parecen ignorar el hecho de que tal punto de vista está implícito en su enseñanza y que casi todas sus teorías deberían ser cambiadas si tal concepto lo hiciese. ¿Cómo podría haber una enseñanza racional de la política sin una vuelta a las raíces metafísicas de los problemas? El pensamiento político ha de transformarse invariablemente en algo confuso y terminará en una verborrea sin sentido si se continúa ignorando e inclusive rechazando un estudio serio de los problemas metafísicos y éticos que contiene. La confusión es tan grande que autoriza a dudar del valor educacional del estudio de muchos de los llamados temas humanísticos. Digo «llamados» porque un tema que no presenta en forma explícita el punto de vista de la naturaleza humana muy difícilmente puede llamarse humanístico.
Todos los temas, no importa lo especializados que sean, están conectados con un centro, son como rayos emanando de un sol. El centro está constituido por nuestras convicciones más básicas, por esas ideas que realmente nos empujan hacia adelante. En otras palabras, el centro consiste en la ética y la metafísica, en ideas que (nos guste o no) trascienden el mundo de los hechos y no pueden ser comprobadas o rechazadas por un método científico ordinario. Pero esto no significa que sean puramente «subjetivas», «relativas» o simples convenciones arbitrarias. Deben ser genuinamente reales, a pesar de que trascienden el mundo de los hechos (una aparente paradoja para nuestros pensadores positivistas). Si no son genuinamente reales, la adhesión a tal tipo de ideas inevitablemente conducirá al desastre.
La educación nos puede ayudar si produce «hombres completos». El hombre verdaderamente educado no es aquel que sabe un poco de cada cosa, ni aun el hombre que sabe todos los detalles de todos los temas (si tal cosa fuera posible). El «hombre completo», en realidad, puede tener muy poco conocimiento de los hechos y las teorías, puede tener la Enciclopedia Británica porque «ella sabe y él no necesita saber», pero estará en contacto real con el centro. No dudará con respecto a sus convicciones básicas ni a sus puntos de vista sobre el significado y propósito de la vida. Puede no estar en condiciones de explicar estos temas en palabras, pero la conducta de su vida mostrará un cierto toque de seguridad que emerge de su claridad interior.
Voy a tratar de explicar un poco más cuál es el significado de «centro». Toda actividad humana es un esforzarse por obtener aquello que se piensa que es bueno. Esto no es más que una tautología, pero nos ayuda a formularnos la pregunta correcta: «¿Bueno para quién?» Bueno para la persona que se esfuerza. Así que, a menos que tal persona haya solucionado y coordinado sus múltiples urgencias, impulsos y deseos, es muy fácil que sus esfuerzos sean equivocados, contradictorios, derrotistas, y posiblemente altamente destructivos. El «centro», obviamente, es el lugar donde tiene que crear para sí mismo un sistema ordenado de ideas acerca de sí mismo y del mundo, que pueda regular la dirección de sus variados esfuerzos. Si no ha pensado en esto para nada (porque está siempre ocupado con cosas más importantes, o porque le enorgullece pensar «humildemente» de sí mismo que es sólo un agnóstico), el centro de ninguna manera estará vacío; estará lleno con todas esas ideas vitales que, de alguna manera, han sido absorbidas por su mente durante su época de oscurantismo. He tratado de mostrar lo que estas ideas conllevan hoy día, una negación total del propósito y significado de la existencia humana sobre la tierra que conduce a la persona que cree en ellas a una total desesperación. Afortunadamente, como ya he dicho, el corazón a menudo es más inteligente que la mente y rehúsa aceptar estas ideas en su peso total. De modo que el hombre se salva de la desesperación para caer en la confusión. Sus convicciones fundamentales están confundidas; por lo tanto, sus acciones también lo están y son inciertas. Si diera lugar a que la luz de su conciencia iluminase el centro y afrontase la cuestión de sus convicciones fundamentales podría crear entonces orden donde hay desorden. Esto lo «educaría», en el sentido de que lo conduciría fuera de la oscuridad de su confusión metafísica.
Yo no pienso, sin embargo, que esto pueda ser hecho con éxito salvo que el hombre, conscientemente, acepte (aunque sólo sea provisionalmente) un número de ideas metafísicas que son casi directamente lo opuesto a las ideas que proviniendo del siglo XIX se han adueñado de su mente.
Mencionaré tres ejemplos.
Mientras que las ideas del siglo XIX niegan o destruyen la jerarquía de niveles en el universo, la noción de un orden jerárquico es un instrumento indispensable del entendimiento. Sin el reconocimiento de «los niveles del ser» o «los grados de significación» no sólo no podemos hacer el mundo inteligible, sino que no tenemos la menor posibilidad de definir nuestra propia posición, la posición del hombre en el esquema del universo. Sólo cuando podemos ver el mundo como una escalera y cuando podemos ver la posición del hombre sobre esa escalera podemos admitir que haya un significado para la vida del hombre sobre la tierra. Puede que sea la tarea del hombre (o simplemente, si así lo preferimos, la felicidad del hombre) el obtener un mayor grado de realización de sus potencialidades, un más alto nivel del ser o «grado de significación» que el que obtiene «naturalmente», pero ni siquiera podemos estudiar esta posibilidad si no aceptamos antes la existencia de una estructura jerárquica. En la medida en que nosotros interpretamos el mundo a través de las ideas grandes y vitales del siglo XIX, estamos ciegos a esas diferencias de nivel, porque nos hemos cegado.
Sin embargo, tan pronto como aceptamos la existencia de los «niveles del ser» podemos rápidamente comprender, por ejemplo, por qué los métodos de la ciencia física no pueden ser aplicados al estudio de la política o al de la economía o por qué los resultados de la física (como Einstein reconocía) no tienen implicaciones filosóficas.
Si aceptamos la división aristotélica de la metafísica en Ontología y Epistemología, la proposición de que hay niveles del ser es una proposición ontológica. Yo ahora añado una proposición epistemológica: la naturaleza de nuestro pensamiento es tal que no podemos evitar el pensar en términos de contrarios.
Es fácil de advertir que a lo largo de toda nuestra vida nos hemos enfrentado a la tarea de reconciliar contrarios que, en pensamiento lógico, no pueden ser reconciliados. Los problemas típicos de la vida no tienen solución en el nivel del ser en el cual nos encontramos normalmente. ¿Cómo podemos reconciliar las exigencias de libertad y de disciplina en la educación? Innumerables madres y maestros, en realidad, lo hacen, pero ninguno puede escribir una solución. Ellos lo logran introduciendo en la situación una fuerza que pertenece a un más alto nivel que trasciende a los opuestos: el poder del amor.
G. N. M. Tyrell emplea los términos «divergente» y «convergente» para distinguir los problemas que no pueden ser resueltos por el razonamiento lógico en contraposición con aquellos que pueden serlo. La vida sigue adelante por los problemas divergentes que tienen que ser «vividos» y se solucionan sólo con la muerte. Los problemas convergentes, por otro lado, son los inventos más útiles del hombre; como tales no existen en la realidad, sino que se crean en un proceso de abstracción. Cuando se resuelven la solución se puede escribir y transmitir a otros que la podrán aplicar sin necesidad de reproducir el esfuerzo mental necesario para descubrirla. Si éste fuera el caso de las relaciones humanas (de la vida familiar, de la economía, la política, la educación, etc.), bueno, no sé cómo terminar la frase. No cabría ninguna relación humana, todas serían reacciones mecánicas y la vida sería una muerte viviente. Los problemas divergentes compelen al hombre a esforzarse hasta un nivel por encima de sí mismo, demandan fuerzas que provienen de un nivel más alto y, al mismo tiempo, hacen posible su existencia trayendo amor, belleza, bondad y verdad dentro de nuestras vidas. Es sólo con la ayuda de estas fuerzas más elevadas como los contrarios pueden ser reconciliados en una situación vital.
Las ciencias físicas y matemáticas se ocupan exclusivamente de problemas convergentes. Ésa es la razón por la que pueden progresar acumulativamente y cada nueva generación puede comenzar justo donde sus predecesores terminaron. El precio, sin embargo, es muy elevado. Tratar exclusivamente con problemas convergentes no conduce a la vida, sino, por el contrario, aleja de ella.
«Hasta los treinta años e incluso después —escribe Charles Darwin en su autobiografía—, muchas clases de poesía... me proporcionaban un gran placer y cuando era escolar me gustaba mucho Shakespeare, especialmente las obras históricas. También he dicho que en el pasado la pintura y la música me han dado un considerable placer. Pero desde hace muchos años no he podido leer una línea de poesía. He tratado últimamente de leer a Shakespeare y lo he encontrado tan intolerablemente aburrido que me ha dado náuseas. También he perdido casi por completo el gusto por el arte y la música... Mi mente parece haberse convenido en una especie de máquina para deducir leyes generales en base a grandes colecciones de datos, pero no puedo concebir por qué esto ha causado la atrofia de esa parte de mi cerebro de la cual dependen las sensaciones más elevadas... La pérdida de ellas es una pérdida de felicidad y muy posiblemente pueda ser perjudicial para el intelecto y más probablemente aún para el carácter moral debido a un debilitamiento de la parte emocional de nuestra naturaleza.»(Autobiography, de Charles Darwin, editada por Nora Barlow (Wm. Collins Sons & Co. Ltd., Londres, 1958).
Este empobrecimiento, tan vívidamente descrito por Darwin, ha de aplastar toda nuestra civilización si permitimos que las tendencias continúen con lo que Gilson llama «la extensión de la ciencia positiva hacia los hechos sociales». Todos los problemas divergentes pueden transformarse en problemas convergentes por un proceso de «reducción». El resultado, sin embargo, es la pérdida de toda fuerza superior que ennoblece la vida humana y la degradación no sólo de la parte emocional de nuestra naturaleza, sino también, como Darwin percibió, de nuestro carácter intelectual y moral. Esos signos son visibles hoy en todas partes
Los verdaderos problemas de la vida, sea en la política, la economía, la educación, el matrimonio, etc., son siempre problemas de superar o reconciliar contrarios. Todos ellos son problemas divergentes y no tienen solución en el sentido ordinario de este término. Exigen del hombre no sólo el empleo de sus poderes de raciocinio sino el compromiso de toda su personalidad. Naturalmente, las soluciones espúreas son las que siempre se proponen disfrazadas de fórmula mágica, pero no duran mucho tiempo porque invariablemente descuidan uno de los dos contrarios y así pierden la verdadera calidad de la vida humana. En economía, la solución ofrecida puede dar libertad pero no planificación o viceversa. En la organización industrial puede dar disciplina pero no participación de los trabajadores en la conducción empresarial o viceversa. En política puede dar un liderazgo sin democracia o, al contrario, una democracia sin liderazgo.
Tener que tratar con problemas divergentes tiende a ser un trabajo extenuante, preocupante y desgastador. Por eso la gente trata de evitarlos y huye de ellos. Un ejecutivo que ha estado tratando con problemas divergentes todo el día tendrá que leer una historia de detectives o resolver un crucigrama en su viaje de vuelta a casa. Ha estado usando su cerebro todo el día, ¿por qué lo sigue usando entonces? La respuesta es que la historia de detectives y el crucigrama presentan problemas convergentes que le hacen descansar. Lo que quiere es un poco de trabajo mental, inclusive difícil, pero de ninguna manera quiere el extenuante desafío que es la característica específica de un problema divergente, un problema en el que los opuestos irreconciliables tienen que ser reconciliados. Son solamente éstos los que en realidad hacen la vida.
Finalmente, he de considerar una tercera clase de nociones que pertenecen realmente al reino de la metafísica, pero que son consideradas generalmente por separado; me refiero a la ética.
Las ideas más potentes del siglo XIX, como hemos visto, han negado o al menos oscurecido enteramente el concepto de «niveles del ser» y la idea de que algunas cosas son más altas que otras. Esto, por supuesto, ha significado la destrucción de la ética que está basada en la distinción del bien y el mal, proponiendo que el bien es más elevado que el mal. Otra vez los pecados de los padres recaen sobre la tercera o cuarta generación, que ahora se encuentra creciendo sin instrucción moral de ningún tipo. Los hombres que concibieron la idea de que «la moralidad es una tontería» lo hicieron con una mente llena de ideas morales. Pero las mentes de la tercera o cuarta generación ya no están equipadas con tales ideas, lo están con ideas concebidas en el siglo XIX, es decir, que «la moralidad es una tontería», que todo lo que parece «más elevado» no es nada más que algo vulgar y mezquino.
La confusión resultante es indescriptible. ¿Qué es el Leitbild, como dicen los alemanes, la imagen que guía, de acuerdo con la cual la gente joven puede tratar de formarse y educarse? No hay ninguna, o mejor, hay tal confusión y mezcla de imágenes que ninguna guía puede emerger de ellas. Los intelectuales, cuya función sería la de solucionar estas cosas, dedican todo su tiempo a proclamar que todo es relativo, o tratan los asuntos éticos en términos del más desvergonzado cinismo.
Daré un ejemplo al que ya he hecho alusión anteriormente. Es significativo porque proviene de uno de los hombres más influyentes de nuestro tiempo, el extinto Lord Keynes. «Por lo menos por otros cien años», escribió, «debemos aparentar con nosotros y con los demás que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la previsión deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía.»
Cuando hombres brillantes hablan de esta manera no podemos sorprendernos si se genera una cierta confusión entre lo bello y lo sucio, lo cual conduce a frases ambiguas mientras las cosas están tranquilas y al crimen cuando cobran un poco más de vida. Que la avaricia, la usura y la previsión (la seguridad económica) deben ser nuestros dioses fue una brillante idea de Keynes; él seguramente habrá tenido dioses más nobles. Pero las ideas son las cosas más poderosas en la tierra y no es una exageración decir que los dioses que él recomendó están ocupando sus tronos en nuestra época.
En las cuestiones de ética, como en muchos otros campos, hemos abandonado nuestra gran herencia clásico-cristiana y lo hemos hecho voluntariamente. Inclusive hemos degradado las palabras imprescindibles para el desarrollo de la ética, palabras tales como virtud, amor y templanza. En consecuencia, somos totalmente ignorantes, sin ninguna educación en un tema que, entre todos los concebibles, es el más importante. No tenemos ideas con las que pensar y, por lo tanto, estamos dispuestos a creer que la ética es un campo donde el pensamiento no hace ningún bien. ¿Quién sabe en el día de hoy algo acerca de los Siete Pecados Capitales o de las Cuatro Virtudes Cardinales? ¿Quién podría inclusive nombrarlos? ¿Y si estas viejas ideas venerables son consideradas corno inmerecedoras de nuestra atención, qué nuevas ideas han tomado su lugar?
¿ Qué es lo que ha de tomar el lugar de la metafísica destructora del alma y de la vida que hemos heredado del siglo XXX? La tarea de nuestra generación, no tengo ninguna duda, es la de una reconstrucción metafísica. No es nada parecido a tener que inventar algo nuevo ni tampoco consiste en acudir a las formulaciones de antaño. Nuestra tarea, y la tarea de toda educación, es comprender el mundo presente, el mundo en el cual vivimos y tomamos nuestras decisiones.
Los problemas de la educación son meros reflejos de los problemas más profundos de nuestra época. Esos problemas no pueden resolverlos la organización, la administración o la inversión de dinero, a pesar de que no negamos la importancia de todas estas cosas. Estamos sufriendo de una enfermedad metafísica y la cura debe ser por lo tanto metafísica. Una educación que no consiga clarificar nuestras convicciones centrales es meramente un entrenamiento o un juego. Porque son nuestras convicciones centrales las que están en desorden y mientras la presente actitud antimetafísica persista, tal desorden irá de mal en peor. La educación, lejos de ser el más grande recurso del hombre, será un agente de destrucción, de acuerdo con el principio Corruptio optimi pessima.
http://www.eumed.net/cursecon/textos/2004/Schum-educ.htm
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