n-178 -Pasado y presente del desempleo en España -Recarte

"La burbuja provocada por el euro financió el crecimiento del sector de la construcción y ha dejado incorporados a nuestra economía el crecimiento del empleo de las AAPP y una cifra inmanejable de 5 millones de parados"
Este ensayo de Alberto Recarte, que se publicará en tres entregas, analiza la evolución de la economía española desde el punto de vista del empleo desde 1974, momento en el que comenzamos a sufrir los efectos de la primera subida de los precios del petróleo y vísperas del comienzo del proceso de democratización, hasta 2011.
  1. Introducción
  2. Las cifras de población, población activa, ocupados y desocupados, desde 1974 a 1998, año de la integración en el euro.
  3. La entrada en la Unión Europea
  4. El fracaso del Sistema Monetario Europeo y la política de Solchaga y Rojo
  5. Las reformas del periodo 1994-1998
  6. El empleo desde 1998 hasta 2007 en la España del euro.
  7. El empleo en el periodo 2008-1er trimestre de 2011
  8. La integración en el euro: los errores y los acontecimientos inesperados
  9. Los efectos del estallido de la burbuja en el empleo
  10. Las responsabilidades políticas
  11. El futuro de la economía española
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1. Introducción
Por si hubiera alguna duda sobre cuál es el principal problema de la economía española, la Encuesta de Población Activa correspondiente al primer trimestre de 2011 la ha despejado.
El número de ocupados en España es de 18,1 millones y el de parados de 4,9 millones, un 21,3% de la población activa. La peor noticia es que confirma las dificultades de la economía española para crear empleo, un rasgo que nos caracteriza desde 1974. Desde ese año, en el que trabajaban 13,4 millones de personas, hasta hoy, el número de ocupados ha aumentado en 4,7 millones. De estos, el de los que están ocupados directamente en las distintas Administraciones Públicas, en la sanidad, en la educación y en los servicios sociales suponen, en total, 2,7 millones. Así pues, en 37 años, desde 1974 a 2011, la economía española sólo ha creado 2 millones de puestos de trabajo privados; un promedio de 58.000 empleos al año. Mientras, la población ha pasado de 34 a 47 millones de personas.
«En 37 años, desde 1974 a 2011, la economía española sólo ha creado 2 millones de puestos de trabajo privados.»
El crecimiento de la economía española a partir de 1998, año en el que nos integramos en el euro, creó hasta 2,4 millones de empleos más y atrajo a 6 millones de inmigrantes, casi 5 millones de ellos trabajadores. Un empleo centrado en el sector de la construcción y en los servicios e industrias dependientes del mismo. El estallido de la burbuja crediticia e inmobiliaria nos devuelve a donde estábamos anteriormente, aunque con casi 5 millones de parados en lugar de los 3 millones de 1998 y con una población de 47 millones en lugar de 40 millones; y ello al margen del endeudamiento nacional, las dificultades del sistema financiero y el sobredimensionamiento de las Administraciones Públicas.
En las páginas que siguen se intenta analizar la evolución de la economía española desde el punto de vista del empleo, entre 1974, momento en el que comenzamos a sufrir los efectos de la primera subida de los precios del petróleo y vísperas del comienzo del proceso de democratización, y 2011. Se termina analizando cuál podría ser la evolución del paro y el empleo en función de qué ocurra con el euro, de si se hacen –y cómo– las reformas y de la evolución demográfica. Un panorama complicado, porque España parece que vuelve por donde solía: a crecer muy poco, sin crear empleo y sin la posibilidad de que el sector público siga aumentando de tamaño.
2. Las cifras de población, población activa, ocupados y desocupados desde 1974 a 1998 (año de la integración en el euro)
Desde 1974 hasta 1998 el empleo creció en España en sólo 1,8 millones de personas, al aumentar desde los 13,4 millones a los 15 millones de ocupados. De ese crecimiento, 1,3 millones se produjo en el sector público y sólo 0,3 millones en el sector privado. Por tanto, en tasa anual, en ese periodo de 24 años, el aumento del empleo fue de 45.000 personas. El desempleo, por su parte, pasó de menos de 500.000 personas –un auténtico paro friccional– a 3 millones, alrededor del 18% de la población activa. En ese mismo periodo de 24 años, la población española pasó de 34 a 40 millones de personas.
Fueron, en su conjunto, años muy difíciles, en los que en el mercado de trabajo se acumularon los problemas. En esos años –años de estancamiento económico, excepto por el periodo 86-90 y el de 1994 a 1998–, el aumento de la demanda de empleo se produjo por la confluencia de una serie de factores:
  1. Reducción de la mano de obra en la agricultura, desde el 15% de la población activa hasta el 8% de 1998; desde alrededor de 3 millones de personas hasta los 1,1 millones en 1998.
  2. La reconversión industrial, que se tradujo en la práctica en la desaparición de algunos sectores, como el de la siderurgia, el naval y el de la minería.
  3. La llegada al mercado de trabajo de generaciones de españoles cada vez más numerosas. En 1974 se registró el máximo de nacimientos, 682.000, frente a alrededor de 300.000 fallecimientos. A partir de ese año los nacimientos fueron descendiendo hasta estabilizarse entre 380.000 y 400.000 personas –una cifra que se ha mantenido bastante estable en los últimos 25 años–, mientras los fallecimientos han crecido hasta los 400.000, de tal forma que la población natural comenzó a crecer cada vez menos hasta casi no hacerlo a partir de 1990.
En los 24 años transcurridos entre 1974 y 1998, sólo en dos fases la economía española ha crecido creando empleo. La primera, entre 1986 y 1990, una recuperación apoyada en devaluaciones previas, en las reformas de la Ley Boyer, y, sobre todo, en la reducción del precio del petróleo: se recuperó actividad, pero sobre todo la del sector de la construcción. El empleo creció en 1 millón de personas, pero la expansión no duró por los excesos salariales, impulsados por unos sindicatos que querían reivindicar más de 15 años de pérdidas previas de empleo, y por el gasto público excesivo, que se tradujo en grandes déficits que no eran sostenibles. En los años siguientes, hasta 1994, se pierde todo el empleo creado en los años anteriores. En 1994, sólo trabajaban 12 millones de personas –1,4 millones menos que en 1974–, mientras la población había crecido en 6 millones de personas. La población activa era de 17 millones de personas.
La tasa de paro llegó ese año al 24,5% y los parados alcanzaron la cifra de 4.165.000.
Veinte años después de que comenzara la primera crisis del petróleo, que junto a las dificultades políticas de la transición desencuadernaron la estructura económica española, era evidente que nuestros sucesivos gobiernos no eran capaces de idear y aplicar una política económica que permitiera absorber la mano de obra que abandonaba la agricultura, la que se quedó sin trabajo al desaparecer los sectores industriales que habían impulsado el crecimiento español en los años finales del franquismo y la que aportaban las generaciones más numerosas de la historia demográfica española que, terminados sus estudios elementales, medios, profesionales o universitarios, llegaban al mercado de trabajo.
¿Qué hacer? ¿Qué política económica podía aplicarse para intentar absorber esa masa de parados? En el pasado, durante el franquismo, se había intentado proteger a las empresas de la competencia exterior e impulsar con dinero público, incentivos y regulaciones, la inversión en las industrias que parecían tener más futuro. Durante un tiempo esa política pareció funcionar, aunque la imposibilidad de ofrecer trabajos alternativos a los millones de personas que abandonaban el sector agrario se había resuelto sobre todo con emigración.
3. La entrada en la Unión Europea
A partir de 1986, cuando España se integra en la Unión Europea, se limita la capacidad de intervención pública para incentivar la instalación de empresas. La libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas se completó con la prohibición de conceder ayudas públicas a las empresas, porque falsearían la libre competencia. Muchos de los países miembros de la Unión Europea no temían a esa competencia.
Alemania tenía empresas grandes, tecnología avanzada, marcas, marketing, redes comerciales internacionales, una población muy bien formada y acuerdos de estado entre los sucesivos gobiernos, los empresarios y los sindicatos, que se traducían en la defensa de la competitividad de las empresas alemanas.
Francia tenía un esquema parecido, pero con menos empresas tecnológicamente avanzadas. Sus carencias las resolvía con una política intervencionista y proteccionista, disimulada en reglamentos y en la operativa del antiguo Mercado Común y su mercado nacional era lo suficientemente grande como para mantener una estructura productiva mucho menos competitiva que la de Alemania.
Italia estaba ya dividida entre un norte industrial y un sur subvencionado, agrario, incapaz de escapar a la coacción de la mafia y a la corrupción de su clase política. Pero el norte tenía tecnología, capacidad de innovación y, nuevamente, una tradición de ignorar las regulaciones de todo tipo, europeas o nacionales, que les permitían la supervivencia. Y un mercado interior suficientemente grande como para que las economías de escala de las mejores empresas pudieran compensar sus limitaciones de competitividad exterior.
El Reino Unido, además de incorporarse tardíamente a la Unión Europea, tenía sus propias tradiciones, sus lazos con Estados Unidos, su status de centro financiero internacional y su lengua era, y es, la auténtica lengua común de nuestro tiempo. Por no hablar de su fortaleza jurídica y el respeto a la legalidad.
La situación española era mucho más complicada: una población muy inferior, con una densidad reducida, con problemas de comunicación; una industria nacional que vivía de la tecnología exterior, de un mercado protegido, una financiación privilegiada y ayudas fiscales; una industria de ese tipo y una agricultura atrasada determinaban unos precios altos en relación con los del extranjero y una pérdida de competitividad que había que corregir con devaluaciones, cuando el déficit del sector exterior se hacía imposible de financiar.
Los gobiernos españoles, a partir de 1959 y hasta que se completó nuestra integración en la Unión Europea en 1990-1992, conscientes de esa situación, buscaron permanentemente inversiones extranjeras para crear tejido industrial y mejorar el existente. Sin inversión extranjera la transformación de la economía española habría sido mucho más lenta y difícil. Una España económica, integrada totalmente en la Unión Europea, sin ayudas de Estado a la exportación ni subvenciones públicas arbitrarias era más sensible a la falta de competitividad exterior que el resto de los grandes países europeos a los que se ha hecho referencia. Con una industria de empresas mayoritariamente pequeñas, sin investigación propia, sin tamaño suficiente para disfrutar de economías de escala, sólo se podía mantener el empleo si los salarios y el resto de las condiciones que influyen en la productividad fueran tan favorables que les permitieran competir con las empresas del exterior o lograr integrarse, por venta o acuerdos comerciales, con las grandes multinacionales extranjeras.
Si la política económica era tal que la economía española dejaba de ser competitiva, la inversión extranjera y sus efectos beneficiosos sobre todo el tejido industrial se paralizarían. El Gobierno español, al integrarse en la Unión Europea, debería haber sido consciente de que sólo podríamos crecer si, para un extranjero, fuéramos claramente competitivos. Lo que significaba una política económica que minimizara la inflación, que equilibrara las cuentas públicas y que hiciera las inversiones imprescindibles en infraestructuras; junto con la garantía de seguridad jurídica y una mano de obra bien cualificada y formada y, por supuesto, una legislación laboral y unos sindicatos que tuvieran entre sus objetivos el de garantizar un mínimo de rentabilidad en las empresas, además de evitar la tentación de convertirse en un gobierno económico paralelo. Y lo dicho respecto a la industria había que aplicarlo, igualmente, a la agricultura y a los servicios.
Ser competitivos en una Unión Europea sin las ventajas de tamaño, capital humano y físico acumulados por las empresas de los otros países europeos más desarrollados, sin tecnología propia, marcas ni organización comercial internacional, era una tarea titánica. Sobre todo porque ni los gobiernos democráticos, ni la oposición democrática, ni los sindicatos, ni la patronal, eran conscientes de que integrarse sin protección exterior y apoyos gubernamentales internos era una tarea de Estado.
Quizá era demasiado pedir que unos partidos sin experiencia democrática y unos sindicatos herederos de los sindicatos verticales del franquismo pudieran hacer, en apenas diez años, una transición a la libertad y, simultáneamente, a la renuncia a una parte importante de esa libertad para llegar a acuerdos de estado que garantizaran la competitividad de nuestra economía. Una transformación de ese tipo requiere tiempo, experiencias y fracasos para saber cuáles son los límites de la libertad y hasta dónde debía llegar la responsabilidad. Si a esa situación agregamos los nacionalismos en las regiones más desarrolladas, el resultado fue una evolución económica irregular, con políticas económicas muy cambiantes que sólo se ocuparon de la competitividad y el empleo cuando la situación era desesperada.
Durante muchos años, a partir de 1979, cuando ya se habían celebrado dos elecciones generales democráticas y aún más tras la firma de la integración en la Unión Europea en 1985 y con un desempleo consolidado en torno al 20% de la población activa, los principales economistas españoles pronosticaron que el desempleo sólo descendería a niveles europeos –en torno al 5% la población activa– cuando transcurrieran, al menos, veinte años. No había una gran ciencia detrás: era un cálculo hecho sobre la base del final de la modernización de la agricultura y la consiguiente pérdida de empleo en el sector, sobre la de la desaparición de la emigración como salida aceptable y sobre la de la incorporación al mercado de trabajo de sucesivas, y cada vez menores, cohortes de jóvenes españoles.
En 1986, año en el que nos integramos en la Unión Europea, sólo nacieron 400.000 españoles, 282.000 menos que en 1974. Con esa evolución demográfica y un pesimismo que tenía sólidas bases –pues era ya evidente la irresponsabilidad de los partidos políticos y de los sindicatos–, estaba claro que sólo la demografía de una población que envejecía rápidamente podía resolver el paro. La política económica del PSOE de Felipe González fue todavía peor de lo que muchos se temían. Sólo la imposibilidad de financiar la deuda pública animó, finalmente, a sus últimos gobiernos a hacer algunas reformas en el mercado de trabajo y en el sistema de protección social.
4. El fracaso del Sistema Monetario Europeo y la política de Solchaga y Rojo
Una vez más se demostró la dificultad de controlar el gasto público cuando los desempleados eran muy numerosos. Los déficits públicos se monetizaron hasta mediados de los ochenta, lo que se traducía en una presión alcista sobre los precios. A las subidas de precios reaccionaron los sindicatos con una política muy agresiva, defendiendo, en exclusiva, a los que tenían un empleo fijo. Por si fuera poco, esa situación se complicó todavía más con la política monetaria de Carlos Solchaga, ministro de economía desde 1986, y del Banco de España, dirigido por Ángel Rojo.
Ambos decidieron que la manera de domar a los sindicatos y de obligar a la sociedad española a aceptar la disciplina de los mercados, que castigaba las pérdidas de competitividad de cualquier país con la exigencia de elevados tipos de interés para financiar y refinanciar la deuda, era doblar esa exigencia internacional con otra artificial. Ambos optaron por revalorizar artificialmente el tipo de cambio de la peseta mediante una política de altísimos tipos de interés, y por integrar a la peseta en el Sistema Monetario Europeo, el primer intento de moneda única europea. En vista de que la disciplina interna no funcionaba, porque el Gobierno incurría en grandes déficits y porque los sindicatos exigían aumentos salariales por encima de la productividad, optaron por la disciplina externa, por la que imponía el primer intento de introducir el euro.
Nada funcionó. Internamente, los últimos gobiernos de Felipe González fueron incapaces de controlar el gasto público y los sindicatos se hicieron más fuertes, provocando la pérdida de competitividad de nuestra economía y de la mayoría de las empresas, que no podían seguir exportado ni podían defenderse de los bienes importados de otros países. Externamente, tampoco se pudo mantener ese primer intento de unión monetaria europea. En los siguientes dos años, entre 1992 y 1994, sufrieron grandes devaluaciones países como el Reino Unido, Italia, España o Portugal. En lo nacional, España registró grandes déficits públicos desde 1992 a 1996 que llevaron la deuda pública hasta el 68% del PIB de ese año, mientras el empleo volvía a descender a 12 millones de ocupados y los parados sumaban 4.165.000 personas en 1994.
El estallido del Sistema Monetario Europeo puso punto final a la política económica de altos tipos de interés y a la sobrevaloración del tipo de cambio que intentaron en España Solchaga y Rojo para educar y castigar a los sindicatos. Todos pagamos ese absurdo intento. Después de cuatro devaluaciones y un paro que alcanzó el 24,5%, los gobiernos españoles, primero los del PSOE y después los del PP de Aznar, hicieron algunas reformas. Los del PSOE, para poner límites y poder pagar al generoso sistema de protección del desempleo y de pensiones de los jubilados. Los del PP –que se encontraron con una economía muy competitiva tras cuatro devaluaciones, la última en 1995– hicieron hincapié en el control del gasto público y de la inflación y en privatizar la mayoría de las grandes empresas públicas, tanto para reducir la deuda pública como para privar de apoyo a los sindicatos mayoritarios, la UGT y CCOO.
5. Las reformas del periodo 1994-1998
Desde 1994 a 1998, dos años de gobierno del PSOE y dos del PP, los partidos políticos españoles parecían haberse dado cuenta de que la única manera de crecer y de evitar el desempleo eran políticas económicas que garantizaran la estabilidad presupuestaria, el control de la inflación y que impidieran la excesiva influencia sindical en la política nacional. Una economía totalmente abierta al exterior, con escasa productividad y un elevadísimo desempleo sólo podía crecer con precios y salarios más bajos que los de nuestros competidores extranjeros, lo que requería políticas muy austeras en gasto público total y en políticas salariales: no ilimitadamente, sólo hasta que un sistema educativo mejor permitiera una formación media mucho más elevada y hasta que universidades, agencia de investigación, empresas y al apoyo de los presupuestos facilitaran la investigación y el desarrollo.
La crisis de 1992-1994 evidenció, una vez más, que los enemigos de la modernización de la economía española eran la regulación del mercado de trabajo y los sindicatos. Una lección que aprendió el PSOE de Felipe González a partir de 1986, cuando comenzó un periodo de prosperidad que duró, estadísticamente, hasta 1991, pero que fracasó cuando la huelga general de 1988 doblegó al Gobierno, que comenzó a gastar lo que no tenía para recuperar el favor de sus votantes.
Los dos primeros años de Gobierno de Aznar, entre 1996 y 1998, fueron ejemplares. Se recortó el gasto público, se congelaron los sueldos de los funcionarios, se redujeron las inversiones, se controló la inflación y se privatizaron totalmente la mayoría de las grandes empresas públicas, que eran una de las bases del poder sindical. Esas decisiones, junto con el impulso del sector exterior espoleado por las cuatro devaluaciones que, en conjunto, alcanzaron el 50% frente al marco alemán y al franco francés, permitieron que la economía española creciera sin tensiones inflacionistas y creando empleo.
A finales de 1998 el paro había pasado del 24,5% de 1994 al 18,2% de la población activa. Se crecía sin endeudamiento exterior y con un sector público que reducía rápidamente el déficit desde el 7% del último año del Gobierno de Felipe González. Todo ese conjunto de acontecimientos y medidas previas resultaron en un crecimiento no inflacionario, en el que se creó empleo en todos los sectores económicos, incluso en el industrial y en los servicios diferentes de las Administraciones Públicas.
6. El empleo desde 1998 hasta 2007 en la España del euro
En 1998 comienza, de hecho, un nuevo ciclo, impulsado por la sustitución de la peseta por el euro. Desde 1998 hasta 2007, el punto más alto del ciclo alcista impulsado sobre todo por el euro y sus bajos tipos de interés, el empleo creció en 5,5 millones de personas. Aumentó desde casi los 15 millones de 1998 hasta los 20,5 millones del último trimestre de 2007. Un aumento de más de 610.000 personas al año.
De esos 5,5 millones de nuevos empleos, 1,4 millones se crearon en el sector de la construcción y en el inmobiliario. Es posible que en los sectores industriales dependientes de la construcción, como el de producción de cerámica, cemento, otros productos minerales no metálicos y muebles, lámparas o electrodomésticos, se crearan alrededor de 400.000 puestos de trabajo. En el sector de servicios es más complicado este cálculo, pero entre transporte terrestre, hostelería, saneamientos y servicios a las empresas se pudieron crear otros 500.000 puestos de trabajo. En el conjunto de las Administraciones Públicas y en el sector de prestación de servicios sociales, el empleo aumentó en 1,2 millones de personas. El resto, alrededor de 2 millones, estuvo ligado a las necesidades de bienes y servicios corrientes de una población que había aumentado desde los 40 millones a los 45 millones de habitantes en apenas 7 años.
La mayor parte de la creación de empleo público en este periodo se hace por las autonomías. En la administración central ocurre un doble fenómeno: por una parte se reducen el número de sus empleados, tanto por la transferencia de competencias a las autonomías como por la privatización de empresas públicas; por otra, se hacen nuevas contrataciones, si bien cuantitativamente es un fenómeno marginal entre 1974 y 2004, y más acusado a partir de ese año hasta 2011. En la administración local también crece el empleo, pero sus dificultades de financiación impiden los excesos. La gran revolución ocurre en la administración autonómica, que crece por la transferencia de competencias de la administración central, por nuevas contrataciones y por el desarrollo de un nuevo complejo de entes y empresas públicas. Al igual que ocurre en la administración central, ese crecimiento se desboca a partir de 2004, con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. El crecimiento del empleo público, directo e indirecto, es más intenso en autonomías con un alto índice de paro, como Andalucía y Extremadura.
Lo que se mantiene, aún a pesar del aumento del empleo total en estos años, son las diferencias en el paro entre el norte y el sur de España. El paro en Castilla-La Mancha, Extremadura, Andalucía y Canarias es sistemáticamente más alto que en el centro y en el norte de España. Las diferencias perduran incluso en el momento de menor desempleo, a finales de 2007, cuando el paro nacional llega a un mínimo del 8% de la población activa.
7. El empleo en el periodo 2008- primer trimestre de 2011
Posteriormente, en el periodo 2008-primer trimestre de 2011, se perdieron 2,4 millones de puestos de trabajo, de tal modo que la población ocupada en esa fecha era de 18,1 millones de personas. Desde 2008 al primer trimestre de 2011, el empleo público ha vuelto a crecer en otras 300.000 personas. Por eso, de los 5,5 millones de puestos de trabajo creados en el periodo 1998-2007, han conservado su empleo los 1,4 millones de empleados públicos y alrededor de 1,7 millones de personas en el resto de la economía. La población, mientras tanto, ha pasado de 40 a 47 millones de personas desde 1998 a 2011.
Es una auténtica tragedia humana y económica que, en apenas nueve años, desde 1998 a 2007, los años de la expansión impulsada por el euro, hayan llegado a España alrededor de 6 millones de inmigrantes, de los que casi 5 millones eran personas dispuestas a trabajar, y que, al cabo de otros tres años, en el primer trimestre de 2011, el empleo neto creado desde 1998 haya sido de sólo 3,1 millones de puestos de trabajo, 1,7 millones en el sector público y el privado oferente de servicios sociales, y 1,4 millones en el sector privado directamente productivo. En consecuencia, en algo más de 12 años, el empleo privado, los 1,4 millones, han supuesto, en promedio, la creación de 120.000 empleos anuales.
En números y porcentajes sobre la población activa, la evolución en el periodo 1998-primer trimestre de 2011 ha sido la siguiente:
Parados en diciembre de 1998 3.000.000 personas
(18,1% de la población activa)
Nacionales incorporados al mercado de trabajo en ese período 1.500.000 personas
Inmigrantes activos 4.700.000 personas
TOTAL 9.200.000 personas
La situación laboral de esos 9,2 millones de personas en el primer trimestre de 2011 es la siguiente:
  1. Ocupados: 3.100.000 millones
  2. Parados: 5.000.000 millones
  3. No activos, o economía sumergida o emigrados: 1.100.000 personas
Lo que significa que la burbuja crediticia provocada por el euro financió temporalmente el crecimiento del sector de la construcción, del inmobiliario y de las industrias y servicios dependientes de ambos sectores. Por otra parte, ha dejado incorporados a nuestra economía el crecimiento del empleo de las Administraciones Públicas y el de los sectores que prestan servicios sociales y una cifra inmanejable de 5 millones de parados.
La pérdida de empleo no es homogénea entre el norte y el sur de España. En Andalucía y Canarias el desempleo vuelve a aproximarse al 30% de la población activa. En Murcia, una autonomía que parecía haberse escapado de esa situación, el paro es ya del 26%. En Valencia del 24%, en Extremadura del 26%, en Castilla-La Mancha del 22%. Incluso Baleares supera el 25%. Mientras en Cataluña (19%), Madrid (16%), País Vasco (12%), Navarra (12%), Aragón (18%), Galicia (18%), Asturias (18%), Castilla y León (18%) y Cantabria fluctúa entre el 12% y el 19%. Cifras altísimas, pero más de diez puntos inferiores a las del sur.
Otro dato a tener en cuenta es que el desempleo entre los inmigrantes en activo es del 32%, lo que significa que 1,1 millones de personas están en paro, y que los inactivos son otros 1,1 millones. Sólo 2,4 millones están ocupados en la actualidad, de los casi 5 millones de trabajadores que han llegado a España en los últimos años.
Todo esto confirma que los excesos en el sector de la construcción e industrias y servicios dependientes se tradujeron en una inmigración excesiva, que ahora se encuentra en paro y con una red de protección social mucho menos sólida que aquella con la que cuentan los españoles. Numéricamente, a pesar de que el paro ha alcanzado los 4,9 millones de personas, el número de españoles de origen desempleados es, en el primer trimestre de 2011, de 3.767.000, por debajo del máximo numérico histórico de 1996, año en el que se alcanzó la cifra de 4.200.000, y su tasa de paro es del 19,33% frente a un total nacional del 21,3%.
En el cuadro que figura a continuación se desglosa el empleo entre los distintos sectores. Figura, igualmente, la evolución de los últimos doce meses. En el primer trimestre de 2011 trabajaban en España 18,1 millones de personas. Con la siguiente distribución por sectores de actividad:
Ocupados por rama de actividad
1T 2010
1T 2011
Agricultura, ganadería, silvicultura y pesca
835.000
 783.000
Industrias extractivas
45.000
42.000
Industria manufacturera
2.361.000
2.300.000
Suministro de energía eléctrica, gas, vapor y aire acondicionado
79.000
79.000
Suministro de agua, actividades de saneamiento, gestión de residuos y descontaminación
115.000
119.000
Sector construcción
1.663.000
1.494.000
Sector comercio al por mayor y al por menor; reparación de vehículos de motor y motocicletas
2.904.000
2.911.000
Transporte y almacenamiento
882.000
903.000
Hostelería
1.327.000
1.316.000
Información y comunicaciones
500.000
498.000
Actividades financieras y de seguros
473.000
456.000
Actividades inmobiliarias
83.000
95.000
Actividades profesionales, científicas y técnicas
843.000
829.000
Actividades administrativas y servicios auxiliares
880.000
909.000
Administración Pública y Defensa; Seguridad Social obligatoria
1.391.000
1.435.000
Educación
1.213.000
1.204.000
Actividades sanitarias y de servicios sociales
1.316.000
1.388.000
Actividades artísticas, recreativas y de entretenimiento
320.000
321.000
Otros servicios
401.000
361.000
Actividades de los hogares como empleadores de personal doméstico y como productores de bienes y servicios para uso propio
759.000
704.000
Actividades de organizaciones y organismos extraterritoriales
3.000
3.000
TOTAL
18.393.000
18.150.000

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