Nos indica que " nuestra única esperanza radica en entender todo aquello a lo que nos enfrentamos hoy en día como un eslabón de una cadena cada vez más compleja, como un elemento dentro de un sistema" El peligro de este enfoque...."está en perderse y frustrarse con el síndrome de “todo está interrelacionado”.
Su argumento es que las conexiones actuales son disfuncionales y han adquirido un tinte perverso: conforman un sistema que exacerba la condición humana y perjudica inevitablemente al planeta. Pero hay esperanza, porque todo aquello que ha sido construido por humanos también puede ser desmantelado por ellos.
La primera de estas crisis es social: la crisis de la pobreza en masa y de la creciente desigualdad dentro de cada país y entre los países pobres y ricos. La segunda es la crisis financiera que Wall Street, la City y las autoridades públicas se negaron a prever porque estaban viviendo en un mundo de fantasías.La tercera crisis, la más siniestra de todas, es la del cambio climático y la extinción de miles de especies. Cada una de estas crisis –social, financiera, medioambiental– está conectada con las demás negativamente, es decir, se intensifican entre sí con un balance negativo; conducen siempre al peor de los casos. Tomemos algunos ejemplos de estas interacciones perversas.
La crisis de pobreza y desigualdad es un buen punto de partida. Se trata de una crisis muy bien documentada; nadie niega seriamente las cifras. El Banco Mundial reconoció hace poco que había subestimado tremendamente –en unos 400 millones– las cifras de los sectores muy pobres, y eso que sus datos sólo llegan hasta el año 2005 y no incluyen las últimas turbulencias en el precio de los alimentos y la energía que han hecho aumentar las filas de los grupos empobrecidos. Pero lo que es aún más importante es el hecho de que, por primera vez en la historia humana, no hay excusas para la pobreza y las privaciones masivas. Tomarse seriamente esta afirmación ayuda ya a apuntarnos una solución.
La mayoría de académicos e instituciones preocupados por estas cuestiones se centra en la pobreza en sí, pero yo creo que es más útil y esclarecedor centrarse en la riqueza. Puede que no salte a la vista de todos que el mundo está inundado de dinero. La mayoría sigue encontrándose en América del Norte y Europa, pero las cifras de los muy ricos en otros continentes están creciendo a un ritmo acelerado. Aquellos que tienen el dinero saben perfectamente cómo mantenerlo y, con la ayuda que se pagan –los batallones de abogados, contables y grupos de presión–, se dedican a evadir beneficios hacia paraísos fiscales, encontrar lagunas legales e inversiones protegidas, y presionar duramente en parlamentos y ministerios en contra de las regulaciones impuestas sobre bancos y mercados financieros. Como ven, he empezado hablando sobre pobreza, pero ya me estoy adentrando en sus vínculos con la crisis financiera.
nos indica que Tony Addison y Giovanni Andrea Cornia opinan que : “La desigualdad ha crecido en muchos países durante las últimas dos décadas [y] poco se puede avanzar en la reducción de la pobreza cuando las desigualdades son altas y van en aumento (...) A diferencia de lo que sostenían anteriores teorías del desarrollo, una desigualdad elevada tiende a reducir el crecimiento económico y, por tanto, la reducción de la pobreza a través del crecimiento”.
Aunque es cierto que el crecimiento económico ha reducido la pobreza, sobre todo en China, cabe también preguntarse: “¿A qué precio?”. China aventaja ahora a los Estados Unidos en emisiones de gases de efecto invernadero y apenas ha empezado su transición hacia la sociedad del automóvil. China también necesita al menos 10 veces la misma energía que las sociedades industriales más maduras para producir una unidad de PNB. Sin duda, el crecimiento no es la respuesta desde el punto de vista ecológico, pero tampoco lo es desde el puramente económico, ya que los beneficios se concentran casi por completo en las capas más altas de la sociedad. Ésa es la principal idea que nos transmiten Cornia y Addison.
Entre los años 2000 y 2006, los beneficios anuales del sector financiero británico alcanzaron, de media, el 20 por ciento, lo cual representa dos o tres veces más que la tasa de rendimiento de otros sectores económicos. Un puñado de personas, especialmente en los Estados Unidos y el Reino Unido, recibieron primas astronómicas, lo cual intensificó las desigualdades, ya que, al mismo tiempo, millones de personas perdieron su empleo y a menudo su vivienda. Estos beneficios eran, evidentemente, insostenibles, ya que las ganancias financieras no se pueden basar sólo en la especulación, sino también en la economía real.
Ahora que los rescates financieros van viento en popa, lo que tenemos ante nosotros es un curioso ejemplo de socialismo para los ricos, los privilegiados y Wall Street, en que los beneficios van a parar a manos de los sospechosos habituales, y las pérdidas, tremendas pérdidas, corren a cuenta de los contribuyentes. Los Estados Unidos han nacionalizado de hecho estas instituciones y sus deudas sin obtener nada de la industria financiera a cambio.
A medida que la crisis de las hipotecas basura se ha ido extendiendo como una mancha de petróleo por toda la economía, los especuladores han empezado a buscar otras esferas de rentabilidad y han creado el problema de la burbuja de los precios de los alimentos en que nos encontramos. ¿Qué pasa entonces? Los hambrientos del mundo, las personas con pocos recursos, se hacen con lo que pueden; talan árboles, matan animales y sobreexplotan la poca tierra que puedan tener. La pobreza no augura nada bueno para la naturaleza. Pero la riqueza también. A pesar de ser muchos menos, los ricos generan unas repercusiones medioambientales mucho mayores con su mastodóntica huella ecológica. Las voces que utilizan el argumento de la población para explicar todas estas crisis, y que consideran que la solución se encuentra en el control de la población, pasan por alto un punto fundamental: no se trata tanto del número absoluto de personas –aunque los números sean importantes– como de su peso relativo.
......hay una estrategia de salida, que existe una verdadera solución, pero que no es, en mi opinión, la que llevan defendiendo desde hace tiempo muchos ecologistas con buenas intenciones. Lo siento, pero ya ha pasado el tiempo de decirle a la gente que cambie de comportamiento y de bombillas; que si hay bastante gente que haga tal o cual cosa, “nosotros” podemos salvar el planeta. Lo siento, pero “nosotros” no podemos......
......Necesitamos soluciones a gran escala, soluciones industriales y sofisticadas, y una enorme participación de los Gobiernos para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero hasta unos niveles que nos permitan salvar el futuro...
Como creo que las soluciones individuales y locales son necesarias, pero dramáticamente insuficientes para abordar la gravedad y la urgencia de la crisis ecológica, dedicaré el tiempo que me queda a analizar el doble problema de cómo tratar con los Gobiernos y con la producción empresarial capitalista y el sistema financiero. El dilema que me planteo es el siguiente: ¿podemos salvar el planeta mientras el capitalismo internacional siga siendo el sistema preponderante, con su acento en los beneficios, el valor de los accionistas, la extracción depredadora de los recursos y con un capital financiero desbocado que cada vez toma más decisiones? ¿Podemos proteger nuestro hogar natural cuando nos enfrentamos a una poderosa casta que no sabe lo que significa “ya basta” y es alérgica al tipo cambios fundamentales que exige un nuevo orden económico ecológico? ¿Podemos seguir avanzando cuando los Gobiernos trabajan básicamente para los intereses de esa clase?
.....No hay ninguna solución universal para reemplazar al capitalismo. Y teniendo en cuenta los antecedentes y el papel histórico de tales partidos y soluciones, opino que eso es algo indudablemente positivo.
.....La crisis ecológica es de una índole distinta a las crisis de las finanzas y la pobreza en el sentido en que, una vez se desencadena el cambio climático, como está sucediendo ahora, nos hallamos ante un fenómeno irreversible y no tenemos tiempo para soluciones teóricamente perfectas. A veces, con la política, puedes dar marcha atrás y volver a empezar, pero con la naturaleza no pasa lo mismo. De forma que me pueden acusar de sugerir una forma de dar nuevas alas al capitalismo, y yo me declararé culpable.
Tomemos primero la otra pregunta, algo más fácil, de “cómo tratar con los Gobiernos”, al menos en los países más o menos democráticos. China es harina de otro costal. La gente suele avanzarse a sus Gobiernos a la hora de reconocer la emergencia. La cuestión política no se limita a “echar a los granujas”, porque serían sustituidos por otros granujas igual de pésimos, tan en deuda como los anteriores con las grandes empresas, sus grupos de presión y los mercados financieros. El truco está en convencer a los políticos de que la transformación ecológica y las prácticas medioambientales pueden valer la pena desde el punto de vista político.
¿Podría la Schumacher Society convertirse en una especie de nexo para un foro permanente sobre mejores prácticas, un foro en que se dieran cita los responsables de tomar las decisiones en todos los niveles, grupos ciudadanos y expertos para debatir y sacar adelante las mejores iniciativas del sector público? Los políticos deben estar convencidos de que estas políticas no sólo funcionarán, sino de que serán tremendamente populares entre su electorado.
Ahora pasemos a la cuestión más compleja de cómo hacer frente al sistema económico en su conjunto. En su libro Colapso, Jared Diamond analiza varios casos históricos de extinción social debidos a la sobreexplotación del medio ambiente. Diamond identifica varios denominadores comunes a estos casos. Uno de ellos es el aislamiento de las elites, que siguen consumiendo muy por encima de lo ecológicamente sostenible mucho después de que la crisis ya haya azotado a los miembros más pobres y vulnerables de la sociedad. Ahí es donde nos encontramos globalmente, no sólo en lugares aislados como la Isla de Pascua o Groenlandia.
....Sólo puedo ver una posible salida: la unión de ciudadanos, empresas y Gobiernos en una nueva encarnación de la estrategia de economía de guerra keynesiana. Yo nací en los Estados Unidos en 1934, y recuerdo muy bien cuando los Estados Unidos adoptaron una economía de guerra a gran escala, convirtiendo todas las plantas de caucho de mi ciudad natal [Akron, Ohio] a la producción no de automóviles y camiones para conductores privados, sino para el ejército. La participación y apoyo ciudadanos fueron tremendos. Durante la guerra, se construyeron o se ampliaron miles de fábricas, laboratorios de investigación, proyectos inmobiliarios, bases militares, centros de día y escuelas. El transporte público se mejoró y funcionaba horas extra para desplazar a millones de hombres y mujeres a las bases del ejército o a sus nuevos empleos en el sector de la defensa.
.....Los Bancos Centrales y los ministerios de Hacienda suelen intentar solucionar las recesiones o depresiones financieras a través de recetas estándar como la rebaja en los tipos de interés, la devaluación de la moneda o la incursión en nueva deuda, pero los Estados Unidos ya han agotado sus posibilidades en esa línea.
.....El dólar ya está débil, lo cual abarata las exportaciones estadounidenses, pero no se puede devaluar mucho más sin correr un gran riesgo. El déficit ya está más allá de lo creíble. Con el rescate de Fannie Mae y Freddie Mac, la Reserva Federal asumió de hecho su deuda basura y aumentó enormemente el pasivo del Tesoro estadounidense. Corre el riesgo de volver a hacerlo. También las familias están sobreendeudadas y están perdiendo capital día a día, con el paulatino deterioro del valor de sus viviendas.
Dado que las herramientas tradicionales están agotadas, la única herramienta que se me ocurre para sacar al mundo de la ruina económica y el caos social es un nuevo keynesianismo, no militar en esta ocasión, sino medioambiental; un impulso a la inversión masiva en tecnologías de conversión energética, la industria respetuosa con el medio ambiente, nuevos materiales, un transporte público eficiente, la industria verde de la construcción, etcétera.
Las duras normativas para nuevas construcciones se han convertido en la norma; las más viejas se pueden “reajustar” con fáciles condiciones financieras; las familias y los propietarios de locales comerciales pueden recibir incentivos financieros para instalar tejados ecológicos y paneles solares, y vender la energía sobrante a la red. La investigación y el desarrollo se pueden orientar hacia energías alternativas, y materiales ultraligeros y resistentes para construir aeronaves y vehículos. Técnicamente, ya sabemos cómo hacer todas estas cosas, aunque algunas soluciones limpias son más caras que las sucias. Si se produjeran a gran escala, sin embargo, lo serían menos.
Todos estos nuevos productos, procesos e industrias respetuosos con el medio ambiente tendrían un gran valor para la exportación, y podrían convertirse muy rápidamente en el estándar mundial. Estoy tratando de describir un panorama que se pueda vender a las elites, ya que no creo que vayan a adoptar unos verdaderos valores medioambientales y a aceptar la conversión necesaria si no van a sacar nada de ello. Pero este enfoque no es un mero intento cínico por conseguir que las elites actúen movidas por su propio interés. También hay un montón de ventajas para la clase trabajadora en este tipo de economía. Una gran conversión ecológica es tarea para una sociedad de alta tecnología, de alta calificación, de alta productividad y de alto nivel de empleo. Una iniciativa de este tipo gozaría, creo, del apoyo de toda la población porque no sólo significaría un entorno mejor, más limpio, más sano y más respetuoso con el medio ambiente, sino también pleno empleo, mejores salarios y nuevas posibilidades profesionales, además de un fin humanitario con una justificación ética (como en la Segunda Guerra Mundial).
Su argumento es que las conexiones actuales son disfuncionales y han adquirido un tinte perverso: conforman un sistema que exacerba la condición humana y perjudica inevitablemente al planeta. Pero hay esperanza, porque todo aquello que ha sido construido por humanos también puede ser desmantelado por ellos.
La primera de estas crisis es social: la crisis de la pobreza en masa y de la creciente desigualdad dentro de cada país y entre los países pobres y ricos. La segunda es la crisis financiera que Wall Street, la City y las autoridades públicas se negaron a prever porque estaban viviendo en un mundo de fantasías.La tercera crisis, la más siniestra de todas, es la del cambio climático y la extinción de miles de especies. Cada una de estas crisis –social, financiera, medioambiental– está conectada con las demás negativamente, es decir, se intensifican entre sí con un balance negativo; conducen siempre al peor de los casos. Tomemos algunos ejemplos de estas interacciones perversas.
La crisis de pobreza y desigualdad es un buen punto de partida. Se trata de una crisis muy bien documentada; nadie niega seriamente las cifras. El Banco Mundial reconoció hace poco que había subestimado tremendamente –en unos 400 millones– las cifras de los sectores muy pobres, y eso que sus datos sólo llegan hasta el año 2005 y no incluyen las últimas turbulencias en el precio de los alimentos y la energía que han hecho aumentar las filas de los grupos empobrecidos. Pero lo que es aún más importante es el hecho de que, por primera vez en la historia humana, no hay excusas para la pobreza y las privaciones masivas. Tomarse seriamente esta afirmación ayuda ya a apuntarnos una solución.
La mayoría de académicos e instituciones preocupados por estas cuestiones se centra en la pobreza en sí, pero yo creo que es más útil y esclarecedor centrarse en la riqueza. Puede que no salte a la vista de todos que el mundo está inundado de dinero. La mayoría sigue encontrándose en América del Norte y Europa, pero las cifras de los muy ricos en otros continentes están creciendo a un ritmo acelerado. Aquellos que tienen el dinero saben perfectamente cómo mantenerlo y, con la ayuda que se pagan –los batallones de abogados, contables y grupos de presión–, se dedican a evadir beneficios hacia paraísos fiscales, encontrar lagunas legales e inversiones protegidas, y presionar duramente en parlamentos y ministerios en contra de las regulaciones impuestas sobre bancos y mercados financieros. Como ven, he empezado hablando sobre pobreza, pero ya me estoy adentrando en sus vínculos con la crisis financiera.
nos indica que Tony Addison y Giovanni Andrea Cornia opinan que : “La desigualdad ha crecido en muchos países durante las últimas dos décadas [y] poco se puede avanzar en la reducción de la pobreza cuando las desigualdades son altas y van en aumento (...) A diferencia de lo que sostenían anteriores teorías del desarrollo, una desigualdad elevada tiende a reducir el crecimiento económico y, por tanto, la reducción de la pobreza a través del crecimiento”.
Aunque es cierto que el crecimiento económico ha reducido la pobreza, sobre todo en China, cabe también preguntarse: “¿A qué precio?”. China aventaja ahora a los Estados Unidos en emisiones de gases de efecto invernadero y apenas ha empezado su transición hacia la sociedad del automóvil. China también necesita al menos 10 veces la misma energía que las sociedades industriales más maduras para producir una unidad de PNB. Sin duda, el crecimiento no es la respuesta desde el punto de vista ecológico, pero tampoco lo es desde el puramente económico, ya que los beneficios se concentran casi por completo en las capas más altas de la sociedad. Ésa es la principal idea que nos transmiten Cornia y Addison.
Entre los años 2000 y 2006, los beneficios anuales del sector financiero británico alcanzaron, de media, el 20 por ciento, lo cual representa dos o tres veces más que la tasa de rendimiento de otros sectores económicos. Un puñado de personas, especialmente en los Estados Unidos y el Reino Unido, recibieron primas astronómicas, lo cual intensificó las desigualdades, ya que, al mismo tiempo, millones de personas perdieron su empleo y a menudo su vivienda. Estos beneficios eran, evidentemente, insostenibles, ya que las ganancias financieras no se pueden basar sólo en la especulación, sino también en la economía real.
Ahora que los rescates financieros van viento en popa, lo que tenemos ante nosotros es un curioso ejemplo de socialismo para los ricos, los privilegiados y Wall Street, en que los beneficios van a parar a manos de los sospechosos habituales, y las pérdidas, tremendas pérdidas, corren a cuenta de los contribuyentes. Los Estados Unidos han nacionalizado de hecho estas instituciones y sus deudas sin obtener nada de la industria financiera a cambio.
A medida que la crisis de las hipotecas basura se ha ido extendiendo como una mancha de petróleo por toda la economía, los especuladores han empezado a buscar otras esferas de rentabilidad y han creado el problema de la burbuja de los precios de los alimentos en que nos encontramos. ¿Qué pasa entonces? Los hambrientos del mundo, las personas con pocos recursos, se hacen con lo que pueden; talan árboles, matan animales y sobreexplotan la poca tierra que puedan tener. La pobreza no augura nada bueno para la naturaleza. Pero la riqueza también. A pesar de ser muchos menos, los ricos generan unas repercusiones medioambientales mucho mayores con su mastodóntica huella ecológica. Las voces que utilizan el argumento de la población para explicar todas estas crisis, y que consideran que la solución se encuentra en el control de la población, pasan por alto un punto fundamental: no se trata tanto del número absoluto de personas –aunque los números sean importantes– como de su peso relativo.
......hay una estrategia de salida, que existe una verdadera solución, pero que no es, en mi opinión, la que llevan defendiendo desde hace tiempo muchos ecologistas con buenas intenciones. Lo siento, pero ya ha pasado el tiempo de decirle a la gente que cambie de comportamiento y de bombillas; que si hay bastante gente que haga tal o cual cosa, “nosotros” podemos salvar el planeta. Lo siento, pero “nosotros” no podemos......
......Necesitamos soluciones a gran escala, soluciones industriales y sofisticadas, y una enorme participación de los Gobiernos para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero hasta unos niveles que nos permitan salvar el futuro...
Como creo que las soluciones individuales y locales son necesarias, pero dramáticamente insuficientes para abordar la gravedad y la urgencia de la crisis ecológica, dedicaré el tiempo que me queda a analizar el doble problema de cómo tratar con los Gobiernos y con la producción empresarial capitalista y el sistema financiero. El dilema que me planteo es el siguiente: ¿podemos salvar el planeta mientras el capitalismo internacional siga siendo el sistema preponderante, con su acento en los beneficios, el valor de los accionistas, la extracción depredadora de los recursos y con un capital financiero desbocado que cada vez toma más decisiones? ¿Podemos proteger nuestro hogar natural cuando nos enfrentamos a una poderosa casta que no sabe lo que significa “ya basta” y es alérgica al tipo cambios fundamentales que exige un nuevo orden económico ecológico? ¿Podemos seguir avanzando cuando los Gobiernos trabajan básicamente para los intereses de esa clase?
.....No hay ninguna solución universal para reemplazar al capitalismo. Y teniendo en cuenta los antecedentes y el papel histórico de tales partidos y soluciones, opino que eso es algo indudablemente positivo.
.....La crisis ecológica es de una índole distinta a las crisis de las finanzas y la pobreza en el sentido en que, una vez se desencadena el cambio climático, como está sucediendo ahora, nos hallamos ante un fenómeno irreversible y no tenemos tiempo para soluciones teóricamente perfectas. A veces, con la política, puedes dar marcha atrás y volver a empezar, pero con la naturaleza no pasa lo mismo. De forma que me pueden acusar de sugerir una forma de dar nuevas alas al capitalismo, y yo me declararé culpable.
Tomemos primero la otra pregunta, algo más fácil, de “cómo tratar con los Gobiernos”, al menos en los países más o menos democráticos. China es harina de otro costal. La gente suele avanzarse a sus Gobiernos a la hora de reconocer la emergencia. La cuestión política no se limita a “echar a los granujas”, porque serían sustituidos por otros granujas igual de pésimos, tan en deuda como los anteriores con las grandes empresas, sus grupos de presión y los mercados financieros. El truco está en convencer a los políticos de que la transformación ecológica y las prácticas medioambientales pueden valer la pena desde el punto de vista político.
¿Podría la Schumacher Society convertirse en una especie de nexo para un foro permanente sobre mejores prácticas, un foro en que se dieran cita los responsables de tomar las decisiones en todos los niveles, grupos ciudadanos y expertos para debatir y sacar adelante las mejores iniciativas del sector público? Los políticos deben estar convencidos de que estas políticas no sólo funcionarán, sino de que serán tremendamente populares entre su electorado.
Ahora pasemos a la cuestión más compleja de cómo hacer frente al sistema económico en su conjunto. En su libro Colapso, Jared Diamond analiza varios casos históricos de extinción social debidos a la sobreexplotación del medio ambiente. Diamond identifica varios denominadores comunes a estos casos. Uno de ellos es el aislamiento de las elites, que siguen consumiendo muy por encima de lo ecológicamente sostenible mucho después de que la crisis ya haya azotado a los miembros más pobres y vulnerables de la sociedad. Ahí es donde nos encontramos globalmente, no sólo en lugares aislados como la Isla de Pascua o Groenlandia.
....Sólo puedo ver una posible salida: la unión de ciudadanos, empresas y Gobiernos en una nueva encarnación de la estrategia de economía de guerra keynesiana. Yo nací en los Estados Unidos en 1934, y recuerdo muy bien cuando los Estados Unidos adoptaron una economía de guerra a gran escala, convirtiendo todas las plantas de caucho de mi ciudad natal [Akron, Ohio] a la producción no de automóviles y camiones para conductores privados, sino para el ejército. La participación y apoyo ciudadanos fueron tremendos. Durante la guerra, se construyeron o se ampliaron miles de fábricas, laboratorios de investigación, proyectos inmobiliarios, bases militares, centros de día y escuelas. El transporte público se mejoró y funcionaba horas extra para desplazar a millones de hombres y mujeres a las bases del ejército o a sus nuevos empleos en el sector de la defensa.
.....Los Bancos Centrales y los ministerios de Hacienda suelen intentar solucionar las recesiones o depresiones financieras a través de recetas estándar como la rebaja en los tipos de interés, la devaluación de la moneda o la incursión en nueva deuda, pero los Estados Unidos ya han agotado sus posibilidades en esa línea.
.....El dólar ya está débil, lo cual abarata las exportaciones estadounidenses, pero no se puede devaluar mucho más sin correr un gran riesgo. El déficit ya está más allá de lo creíble. Con el rescate de Fannie Mae y Freddie Mac, la Reserva Federal asumió de hecho su deuda basura y aumentó enormemente el pasivo del Tesoro estadounidense. Corre el riesgo de volver a hacerlo. También las familias están sobreendeudadas y están perdiendo capital día a día, con el paulatino deterioro del valor de sus viviendas.
Dado que las herramientas tradicionales están agotadas, la única herramienta que se me ocurre para sacar al mundo de la ruina económica y el caos social es un nuevo keynesianismo, no militar en esta ocasión, sino medioambiental; un impulso a la inversión masiva en tecnologías de conversión energética, la industria respetuosa con el medio ambiente, nuevos materiales, un transporte público eficiente, la industria verde de la construcción, etcétera.
Las duras normativas para nuevas construcciones se han convertido en la norma; las más viejas se pueden “reajustar” con fáciles condiciones financieras; las familias y los propietarios de locales comerciales pueden recibir incentivos financieros para instalar tejados ecológicos y paneles solares, y vender la energía sobrante a la red. La investigación y el desarrollo se pueden orientar hacia energías alternativas, y materiales ultraligeros y resistentes para construir aeronaves y vehículos. Técnicamente, ya sabemos cómo hacer todas estas cosas, aunque algunas soluciones limpias son más caras que las sucias. Si se produjeran a gran escala, sin embargo, lo serían menos.
Todos estos nuevos productos, procesos e industrias respetuosos con el medio ambiente tendrían un gran valor para la exportación, y podrían convertirse muy rápidamente en el estándar mundial. Estoy tratando de describir un panorama que se pueda vender a las elites, ya que no creo que vayan a adoptar unos verdaderos valores medioambientales y a aceptar la conversión necesaria si no van a sacar nada de ello. Pero este enfoque no es un mero intento cínico por conseguir que las elites actúen movidas por su propio interés. También hay un montón de ventajas para la clase trabajadora en este tipo de economía. Una gran conversión ecológica es tarea para una sociedad de alta tecnología, de alta calificación, de alta productividad y de alto nivel de empleo. Una iniciativa de este tipo gozaría, creo, del apoyo de toda la población porque no sólo significaría un entorno mejor, más limpio, más sano y más respetuoso con el medio ambiente, sino también pleno empleo, mejores salarios y nuevas posibilidades profesionales, además de un fin humanitario con una justificación ética (como en la Segunda Guerra Mundial).
¿Cómo se podría financiar un esfuerzo tan titánico? Un proyecto de este tipo debería implicar un importante gasto público selectivo en el sentido keynesiano más tradicional, y los Gobiernos sin duda se quejarán de que carecen de los medios para llevar adelante una política así. La crisis financiera proporciona la oportunidad ideal para financiar la conversión y poner bajo control el desbocado sistema financiero global.
En la actualidad, los impuestos se detienen, en la mayoría de los casos, en las fronteras nacionales. El secreto está en subir los impuestos al ámbito europeo e internacional con impuestos sobre las transacciones monetarias y otro tipo de operaciones financieras.
La gente que se opone a estos programas finge que no son viables porque se necesitaría el consentimiento de todas las jurisdicciones nacionales del mundo, pero eso no es correcto. De hecho, los impuestos sobre las transacciones monetarias y de otro tipo no exigirían nada más que la determinación política, la cooperación de los respectivos Bancos Centrales y un sencillo software. Para el impuesto sobre las transacciones monetarias propuesto por primera vez por James Tobin en los años setenta y ahora bastante redefinido, la base del gravamen es la propia moneda, no el lugar en que se negocia con ella. Así, el Banco Central Europeo podría recaudar fácilmente los impuestos sobre cualquier operación que implique euros, el Banco de Inglaterra, de aquellas que se realicen en libras, la Reserva Federal, se encargaría del dólar, y así con todas las monedas. Dado que las transacciones monetarias representan actualmente 3.200 billones de dólares cada día, un impuesto del 0,01 por ciento, es decir, un gravamen del uno por mil, podría recaudar una bonita suma para la conversión ecológica y la reducción de la pobreza. Gran Bretaña ya impone un impuesto sobre las transacciones bursátiles, y otros países europeos deberían seguir su ejemplo.
La gente que se opone a estos programas finge que no son viables porque se necesitaría el consentimiento de todas las jurisdicciones nacionales del mundo, pero eso no es correcto. De hecho, los impuestos sobre las transacciones monetarias y de otro tipo no exigirían nada más que la determinación política, la cooperación de los respectivos Bancos Centrales y un sencillo software. Para el impuesto sobre las transacciones monetarias propuesto por primera vez por James Tobin en los años setenta y ahora bastante redefinido, la base del gravamen es la propia moneda, no el lugar en que se negocia con ella. Así, el Banco Central Europeo podría recaudar fácilmente los impuestos sobre cualquier operación que implique euros, el Banco de Inglaterra, de aquellas que se realicen en libras, la Reserva Federal, se encargaría del dólar, y así con todas las monedas. Dado que las transacciones monetarias representan actualmente 3.200 billones de dólares cada día, un impuesto del 0,01 por ciento, es decir, un gravamen del uno por mil, podría recaudar una bonita suma para la conversión ecológica y la reducción de la pobreza. Gran Bretaña ya impone un impuesto sobre las transacciones bursátiles, y otros países europeos deberían seguir su ejemplo.
Los impuestos sobre las emisiones son una idea que se suele plantear más a menudo e igualmente viable.
La cancelación de la deuda de los países pobres que el G-8 lleva prometiendo desde hace una década debe convertirse en una realidad, siempre a condición de que estos países también colaboren en los esfuerzos medioambientales de todo el planeta con iniciativas de reforestación, conservación de los suelos, protección de las especies, etcétera. También se les pediría que involucraran a sus ciudadanos en procesos democráticos de toma de decisiones; los fondos serían supervisados exhaustivamente por auditores independientes.
Los paraísos fiscales que permiten que las personas y las compañías más ricas se eviten pagar lo que les correspondería para la conversión se deberían clausurar: sería más barato pagar a los habitantes de las Islas Caimán, Liechtenstein y todos los demás un salario durante veinte años.
La cuestión es que se conformaría un sistema de gravamen y redistribución keynesiano, tanto nacional como internacionalmente, social y medioambientalmente, en sectores como la educación, la sanidad, la energía limpia, la distribución eficiente de agua, la tecnología de la información, el transporte público y otras cosas que el mundo necesita y que ya sabemos cómo hacer. Estas medidas, a su vez, servirían para crear oportunidades para que más gente participara en la nueva economía verde a través de empleos, formación permanente, más protección social y menos desigualdades.
La única manera de avanzar, la única estrategia eficaz, pasa por construir alianzas amplias. El movimiento por la justicia global, como lo llaman los activistas sociales, ha empezado a registrar algunos éxitos trabajando democráticamente y efectuando alianzas con socios de distintas procedencias pero que se encuentran básicamente en la misma sintonía.
.....puedo asegurarles que la conversión hacia una economía ecológica es técnicamente factible. El sistema de nuevos impuestos ya está perfectamente pensado; los prototipos industriales ya existen; la maquinaria está lista para entrar en acción en el momento en que la gente consiga que sus políticos acepten el reto.
Los paraísos fiscales que permiten que las personas y las compañías más ricas se eviten pagar lo que les correspondería para la conversión se deberían clausurar: sería más barato pagar a los habitantes de las Islas Caimán, Liechtenstein y todos los demás un salario durante veinte años.
La cuestión es que se conformaría un sistema de gravamen y redistribución keynesiano, tanto nacional como internacionalmente, social y medioambientalmente, en sectores como la educación, la sanidad, la energía limpia, la distribución eficiente de agua, la tecnología de la información, el transporte público y otras cosas que el mundo necesita y que ya sabemos cómo hacer. Estas medidas, a su vez, servirían para crear oportunidades para que más gente participara en la nueva economía verde a través de empleos, formación permanente, más protección social y menos desigualdades.
La única manera de avanzar, la única estrategia eficaz, pasa por construir alianzas amplias. El movimiento por la justicia global, como lo llaman los activistas sociales, ha empezado a registrar algunos éxitos trabajando democráticamente y efectuando alianzas con socios de distintas procedencias pero que se encuentran básicamente en la misma sintonía.
.....puedo asegurarles que la conversión hacia una economía ecológica es técnicamente factible. El sistema de nuevos impuestos ya está perfectamente pensado; los prototipos industriales ya existen; la maquinaria está lista para entrar en acción en el momento en que la gente consiga que sus políticos acepten el reto.
_Susan George es presidenta de la junta del Transnational Institute.
Charla pronunciada en la Schumacher Society, 4 de octubre de 2008
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