Edward Chancellor: «El precio del tiempo. La verdadera historia de los tipos de interés»
La mayor crítica del autor es para los tipos de interés ultrabajos, que han propiciado efectos desastrosos en las economías
Edward Chancellor. Historiador financiero y periodista económico. Estudió Historia en Cambridge y Oxford. Ha trabajado como estratega de inversiones para fondos. Colaborador, entre otros medios, de Financial Times, The Wall Street Journal, New York Review of Books y Reuters. Autor de Sálvese quien pueda y editor de Rendimientos de capital.
Avance
El precio del tiempo es un recorrido sobre las variaciones de los tipos de interés en EE.UU., Gran Bretaña, Japón, China y la zona euro, con numerosos ejemplos históricos y referencia a los grandes autores de la Teoría Monetaria. Justifica Chancellor el título explicando que «todas las actividades económicas y financieras ocurren a través del tiempo, y el interés es lo que permite valorar y asignar eficientemente el capital y los recursos a lo largo de ese tiempo». El dinero, a veces más caro y otras más barato, ha influido de forma decisiva en el crecimiento económico y en la inflación. El autor defiende la tesis de que los bancos centrales deben evitar tanto la inflación (al bajar demasiado los tipos de interés), como la deflación (al mantenerlos excesivamente altos, propiciando que el crédito se contraiga). Esa preocupación por el precio del dinero ha estado presente, desde los comienzos de la actividad económica, ya en la Antigüedad, como demuestra la alusión que hace el Código de Hammurabi (1750 a.C.). Durante la Edad Media se asociaba la práctica de prestar dinero con intereses a la usura, pero con la expansión del comercio en la Edad Moderna, se entendió que el interés era una recompensa legítima y necesaria para los prestamistas y que los créditos constituían un estímulo para el ahorro de las familias y el crecimiento de las empresas.
Durante la Revolución Industrial en Gran Bretaña, tipos de interés inusualmente bajos impulsaron negocios prometedores como el ferrocarril, pero eso generó una burbuja, que dio pábulo a la especulación, definida por Chancellor como «pérdida de contacto de los inversores con la realidad». El Parlamento británico reveló la identidad de miles de especuladores que habían suscrito acciones ferroviarias, con la intención de venderlas al día siguiente y recoger beneficios sin pagar una libra. Todo ello provocó un colapso financiero. Análogamente, los tipos de interés muy bajos, fijados por la Reserva Federal norteamericana en los años 20, propiciaron que la banca y los particulares compraran acciones en grandes cantidades, y la burbuja terminó estallando en el crac de Wall Street, en octubre de 1929, ocasionando la mayor depresión económica de la historia moderna. En este sentido, critica el autor a Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de 2006 a 2014, por haber recurrido a excesivos estímulos monetarios para abordar la crisis financiera de 2008. Darle a la máquina de fabricar dinero y bajar los tipos de interés, facilitó el crédito, pero tuvo el efecto contraproducente de generar un cementerio de «zombis empresariales»: lo único que se conseguía con los tipos ultra bajos era aplazar las quiebras.
Contrapone a Bernanke las figuras de J. M. Keynes, que consideraba poco inteligente situar el tipo de interés por debajo del 3 por ciento, porque desincentiva el ahorro y, afecta negativamente al consumo de los hogares; y también la de Paul Volcker, director de la Reserva Federal en tiempos de la Administración Carter, a finales de los años 70, que se propuso acabar con una inflación descontrolada, que había llegado a los dos dígitos, subiendo los tipos y frenando el crecimiento de la cantidad de dinero.
Advierte el autor que «las políticas monetarias expansivas tienden a beneficiar más a los ricos que a los pobres, exacerbando la desigualdad», debido a que los ricos suelen tener más activos financieros que se benefician de las políticas de dinero fácil, mientras que los pobres dependen más de los ingresos laborales. Esta creciente desigualdad ha alimentado el descontento social, manifestado en movimientos populistas que cuestionan el capitalismo y la democracia liberal, y que buscan soluciones alternativas al statu quo económico. Se vio en la década de 1930, después de la Gran Depresión, y corremos el peligro de volver a verlo en el siglo XXI, si después del ciclo de endurecimiento monetario iniciado en 2022, los bancos centrales relajan esa política, recortando en exceso los tipos de interés, opina el autor.
No comparte Chancellor, el pesimismo de Schumpeter sobre la extinción del capitalismo, pero no oculta su preocupación por el riesgo que, para el sistema, e incluso para el liberalismo y la democracia, suponen las consecuencias indeseables de la planificación central. Y subraya el papel crucial que juega el interés. «Los tipos de interés son los semáforos que guían la economía de mercado. Si se apagan esos semáforos, se producirá una colisión en cadena. Si el dinero se ofrece a un coste demasiado bajo, el mecanismo de dirección del mercado se rompe».
Artículo
G
racias a este ensayo, Edward Chancellor, fue ganador del Premio Hayek del año 2023. Con un conocimiento profundo de la historia económica, el autor, hace una cirugía muy fina de los más importantes acontecimientos económicos desde que hay registros. Aunque la documentación utilizada es muy completa y académica, el libro resulta fácil de leer. Utiliza un método empírico, pegado a la realidad. La narración se hace a través de citas de innumerables libros y artículos, y también de muchas publicaciones de medios de comunicación (sobre todo, The Economist, The Inquirer, Financial Times y The Wall Street Journal).
Como historiador financiero y periodista especializado en la materia, Chancellor pone muchos ejemplos reales, y cita a prestigiosos economistas, especialmente en sus aportaciones a la Teoría Monetaria (Keynes, Wicksell, Friedman, Marx, Fisher, Schumpeter o Hayek). El libro contiene pocos gráficos con información estadística de la evolución histórica de los tipos de interés; y los que incluye son sencillos de entender. Además, todas las referencias concretas a los autores aparecen a pie de página, con todo detalle. Esto hace que la lectura sea grata. De todas formas, para el lector no iniciado en la Ciencia Económica, habrá algunas páginas, pocas, que se le harán más lentas y trabajosas. Pero esto es algo puntual.
El precio del tiempo trata, fundamentalmente, sobre la larga historia de las variaciones de los tipos de interés y del dinero en los principales países del mundo: EE.UU., Gran Bretaña, Japón, China y la zona euro. Y, a través de ese hilo conductor, Edward Chancellor nos cuenta cómo el dinero, a veces más caro y otras más barato, ha influido en la economía de los países. Especialmente, en el crecimiento económico y en la inflación. También nos cuenta, de una manera pormenorizada, cómo las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales han generado «burbujas» (sobre todo bursátiles, e inmobiliarias), que, a la postre, han provocado crisis económicas, ruinas bancarias y cracs bursátiles.
Para hacer su obra más divulgativa, el autor utiliza innumerables casos concretos de crisis financieras: la del ferrocarril; el crac de 1929; la inmobiliaria de 2008; el estancamiento durante los últimos 30 años de la economía japonesa, etc. También recurre a fábulas (como la de las abejas, pág. 70), fotografías (se insertan catorce en la mitad del libro), adagios (como el de la mina, pág. 144), reglas como la de Taylor o la de Goodhart (a ésta última le dedica el capítulo 7) y advertencias. Muchas advertencias sobre los problemas que generan las políticas monetarias expansivas.
Un largo recorrido del dinero y de los tipos de interés que se inicia en Babilonia, y termina en la crisis económica generada por la pandemia de la COVID-19.
¿Cuál debe ser el tipo de interés?
El libro mantiene una dialéctica tensa entre mantener altos o bajos los tipos de interés. La tesis principal es que los bancos centrales deben tratar de evitar tanto la inflación como la deflación. La historia demuestra que, si el tipo de interés del dinero es demasiado bajo, el crédito aumenta con rapidez y aparece la inflación. Por otro lado, si los tipos se mantienen demasiado altos, el crédito se contrae y los precios se reducen: deflación (pág. 155).
Según el filósofo, historiador y economista austriaco, Ludwig von Mises, cuando el aumento de la oferta de dinero va acompañado por un aumento equivalente de la demanda de dinero, los precios y el poder de compra del dinero permanecen sin cambios. Sin embargo, ante una demanda constante, si los bancos centrales deciden aumentar la cantidad de dinero, los precios empezarán a crecer y el poder de compra del dinero caerá [1].
Un código: el de Hammurabi
Resulta curioso que el texto jurídico más antiguo del que tenemos noticia, el Código de Hammurabi (1750 a. C.), exprese una profunda preocupación por la cuestión del tipo de interés: «El rey de Babilonia incluyó en el Código las prácticas crediticias existentes con los tipos de interés habituales, y las dejó escritas para la posteridad. Literalmente, además, ya que el Código ha sobrevivido hasta nuestros días grabado en escritura cuneiforme en una estela de basalto. El tipo de interés más elevado para los préstamos de plata se estableció en el 20 por ciento, y para la cebada en el 33,3 por ciento. Había castigos para los acreedores que cobraran un tipo de interés más elevado, olvidaran restar del principal los pagos ya realizados, usaran balanzas fraudulentas o exigieran un interés compuesto. También se concretaron las condiciones para presentar a seres humanos como garantía. El Código establece asimismo que después de una inundación o sequía que arruine la cosecha, el interés debe perdonarse” (pág. 43).
Una denuncia: la usura
Hasta finales de la Edad Media, la práctica de prestar dinero con intereses no era popular, considerándose un ejercicio de usura, robo y abuso por parte de una clase prestamista y parasitaria. La denuncia escolástica de la usura resultaba apropiada para una sociedad agraria autosuficiente, en la que la principal finalidad de los préstamos era el consumo. Este mundo ideal desapareció por la expansión del comercio y de la industria durante la Edad Media. A comienzos de la Edad Moderna, ya se hacía una distinción entre los préstamos al consumo y los préstamos comerciales. En efecto, el interés en los préstamos al consumo aún se denunciaba como usura, pero cobrar un interés para invertir en capital productivo estaba cada vez más aceptado.
Chancellor afirma que, después de la Edad Media, el mundo civilizado fue entendiendo cada vez más que el interés era una recompensa legítima y necesaria para que los prestamistas se desprendieran de su capital financiero. Una actividad que ha permitido que el ahorro de las familias y de las empresas haya circulado, favoreciendo muchas funciones vitales para el correcto funcionamiento del sistema económico.
Por eso a comienzos del siglo XVI, Inglaterra ya se había transformado en un país que utilizaba el crédito para favorecer la actividad económica. Los préstamos con intereses se extendieron por todos los confines del territorio. Tanto en las ciudades como en los pueblos. El granjero, el artesano, el tendero, el hospedero todos recurrían al crédito (pág. 65). Hasta que, en 1571, en Inglaterra, cobrar y pagar un interés se transformó en una práctica legal (pág. 66).
Una burbuja: la del ferrocarril de Gran Bretaña
Las «burbujas» económicas hacen referencia a la pérdida de contacto de los inversores con la realidad. En 1844, la economía mundial crecía a ritmos muy altos. La economía inglesa todavía iba mejor. La producción agraria aumentaba, los tipos de interés estaban históricamente bajos (un 2 por ciento) y las compañías ferroviarias no cesaban de multiplicar sus ingresos. Repartían dividendos del 10 por ciento, cuatro veces más que el resto de los sectores. Algunos banqueros advirtieron que, con tipos de interés tan bajos, solían despertarse los espíritus especulativos (pág. 133). Sin embargo, cada semana aparecían nuevos proyectos que la prensa se encargaba de ensalzar. Parlamentarios, hombres influyentes, y ciudadanos corrientes corrían a comprar acciones al mejor precio, e incluso hubo quien llegó a multiplicar su inversión por 500.
The Economist denunciaba que el dinero fácil que prestaba el Banco de Inglaterra no solo generaba la especulación bursátil, sino también la construcción de líneas de ferrocarril poco o nada rentables (pág. 134). El resultado fue una burbuja en la que las cotizaciones de las acciones se situaban a unos niveles muy por encima de su valor real. Además, el conjunto del mercado estaba basado en un precario sistema de crédito.
Por otro lado, la inmensa mayoría de las compras de acciones de empresas ferroviarias estaban realizadas a crédito. Esto suponía que, si estas acciones no subían de precio, el deudor no generaba beneficios para poder hacer frente al pago de la deuda y los intereses. Los rumores sobre contabilidades amañadas y estafadores sin escrúpulos que vendían acciones fantasmas se extendieron por la City de Londres, como lo hacen los virus.
En junio de 1845, un informe del Parlamento británico reveló la identidad de miles de especuladores que habían suscrito acciones ferroviarias. Por supuesto, su única intención era venderlas al día siguiente y recoger beneficios sin pagar una libra. Esto aplicado a gran escala supuso un colapso financiero.
Y entonces, como siempre, se produjo el pinchazo de la burbuja financiera. Una crisis que se puede achacar directamente a un exceso de inversión en ferrocarril, que dañó al sistema financiero en su conjunto. La historia se repitió una vez más. Y se seguiría repitiendo en el futuro. Como consecuencia de la burbuja, hubo depresión económica, caída en picado de las acciones, inversores arruinados, familias en la calle y malestar de la población.
Un personaje: Paul Volcker
En EE.UU., a finales de los años 70, bajo la presidencia de Jimmy Carter, había tipos de interés bajos, y la inflación estaba descontrolada. A esto se unía el aumento del desempleo. La inflación se encontraba entonces por encima de los dos dígitos, y en 1981 alcanzó su pico más alto: el 14,8 por ciento. Una situación de estancamiento con inflación (estanflación) que generó un elevado nivel de descontento social.
Para resolver esta situación, en agosto de 1979, el presidente Carter nombró a Paul Volcker, antiguo funcionario del Tesoro, para dirigir la Reserva Federal (FED). Carter eligió al hombre adecuado para el trabajo. La tesis doctoral de Volcker abordaba los peligros asociados a unos tipos de interés demasiado bajos.
Volcker luchó contra la inflación con todas sus fuerzas, subiendo los tipos de interés hasta donde fuera necesario. Y ese mismo año, 1979, declaró que la fiesta de los tipos bajos (que generaba una elevada inflación) se estaba alargando demasiado, y que había llegado la hora de apagar las luces. Se propuso acabar con la inflación subiendo los tipos y frenando el crecimiento de la cantidad de dinero. Para ello diseñó un monetarismo práctico, en contraposición con la variedad académica de Friedman. Le traía sin cuidado cuánto debería subir los tipos de interés para lograr su objetivo: la estabilidad de precios (pág. 187).
Bajo el mandato de Volcker, conocido en Wall Street como Doctor Muerte, (pág. 188), el interés de la FED pasó del 10 ciento al 19 por ciento. Y, en 1980, el tipo de interés medio fue el 16 por ciento, en un desesperado intento de aplastar la inflación. Con estas decisiones monetarias, Volcker se hizo con el control del aparato de política económica de la Administración Carter. Como consecuencia, el paro aumentó hasta el 8 por ciento, pero la inflación no empezaría a bajar hasta 1981, cuando era presidente Reagan. Y hubo que esperar a 1983 para que la inflación cayera por debajo del 3 por ciento.
Una mala política: tipos de interés bajos
Al igual que vimos en el caso del ferrocarril, el crac bursátil de Nueva York de 1929 fue un ejemplo más de cómo los tipos de interés muy bajos, por parte de la FED, permitieron al público y a la banca comprar acciones en cantidades desordenadas y considerables (pág. 160).
Esto supuso una bomba de relojería que acabaría explotando con el crac de octubre de 1929 de Wall Street (pág. 165). Comenzó entonces la Gran Depresión, que duró hasta 1933. Fue la peor crisis económica de la historia moderna. Iniciada en EE. UU., la Gran Depresión pronto se contagió a Europa. Primero llegó a Austria, en segundo lugar, a Alemania, y después a Inglaterra y Francia.
Para Chancellor, el origen del problema hay que buscarlo en el aumento de la oferta de dinero, a tipos muy bajos, que generó la FED desde 1922 a 1927. Por eso el libro plantea una dura crítica contra Ben Bernanke, que fue presidente de la FED de 2006 a 2014, por haber solucionado la crisis financiera de 2008 con excesivos estímulos monetarios. Bajó los tipos de interés y activó la máquina de fabricar dinero. ¿Cómo? Comprando una inmensa cantidad de bonos del Gobierno y de activos hipotecarios para generar liquidez. De esta manera, bajó los intereses de las hipotecas en el mercado inmobiliario estadounidense y facilitó el acceso al crédito.
Según el autor del libro, el resultado de estas políticas monetarias expansivas y de tipos de interés incluso negativos, fue un cementerio plagado de zombis empresariales. Los tipos ultra bajos estaban aplazando las quiebras empresariales. Las empresas en vez de reconocer las pérdidas decidieron renovar sus préstamos de dudoso cobro (pág. 244).
Chancellor señala que, además, los tipos de interés bajos no solo desincentivan el ahorro y reducen la rentabilidad de los depósitos. También provocan serios dolores de cabeza a los futuros jubilados y a las entidades responsables de pagar sus pensiones. Actualmente, muchas personas utilizan su colchón de ahorro para adquirir una renta vitalicia que les garantice unos ingresos permanentes durante el resto de su vida (pág. 321).
En definitiva, la mayor crítica del autor es para los tipos de interés ultrabajos que han propiciado efectos desastrosos en las economías de los países. Para ello se apoya en Keynes, un incansable defensor del dinero fácil; pero que creía poco inteligente situar el tipo de interés por debajo del 3 por ciento. Keynes pensaba que era socialmente deseable que los ahorradores pudieran recibir una rentabilidad positiva por su dinero. Los tipos bajos desincentivan el ahorro y, en consecuencia, afectan negativamente al futuro del consumo de los hogares (pág. 320).
Un peligro: la planificación económica
Joseph Alois Schumpeter, en su libro Capitalismo, socialismo y democracia, publicado en 1942, planteó la siguiente pregunta: ¿puede sobrevivir el capitalismo? A lo que respondió con tristeza: «No. No creo que pueda» (pág. 484).
Para Chancellor este pesimismo schumpeteriano ha resultado equivocado. El sistema que fracasó en las décadas siguientes fue el comunismo. El capitalismo triunfó. Sin embargo, la victoria nunca es permanente. Ha vuelto a surgir la preocupación por el futuro del capitalismo, del liberalismo e incluso de la democracia. Nos enfrentamos, de nuevo, a las consecuencias indeseables de la planificación central.
La planificación central del siglo XXI está consistiendo en la manipulación del precio más importante de una economía de mercado: el tipo de interés. «En el interés reside el corazón del capitalismo. Los tipos de interés son los semáforos que guían la economía de mercado. Si se apagan esos semáforos, se producirá una colisión en cadena. Si el dinero se ofrece a un coste demasiado bajo, el mecanismo de dirección del mercado se rompe» indica Chancellor. (página 484).
Conclusión
Edward Chancellos proporciona en El precio del tiempo, una obra magistral que combina historia, economía y análisis crítico de manera ejemplar. Es una lectura esencial para cualquier persona interesada en entender los fundamentos de la economía global y el papel crucial que juegan los tipos de interés.
Además, defiende que, a lo largo la historia, se ha demostrado que los tipos de interés ultra bajos, o negativos, son muy perjudiciales. Pues han provocado muchos de nuestros problemas actuales: la caída del crecimiento económico y de la productividad, la aparición de burbujas de precios de las acciones y de los inmuebles, elevados niveles de deuda pública y privada, una tasa de ahorro inadecuada, una remuneración inapropiada para los depósitos, un aumento de la desigualdad y una mayor fragilidad financiera.
[1] Según el filósofo, político y economista británico, John Stuart Mill, «el tipo de interés será aquel que iguale la demanda de préstamos con su oferta. Será aquel al cual se iguala lo que cierto número de personas desean tomar prestado a lo que otras desean prestar». Siguiendo este enfoque, la oferta y la demanda de dinero determinan el tipo de interés. Es decir, el precio del dinero. A este autor no se le cita en el libro.
https://www.nuevarevista.net/edward-chancellor-el-precio-del-tiempo/